Estaba estirándome en la cama un domingo cuando Silvia me preguntó:
-¿Por qué no vienes al spinning conmigo?
Había dormido bastante y me venía bien sudar un poco, así que decidí acompañarla. Silvia me advirtió de que la clase sería dura para un principiante como yo, pero me reí y le dije que sería un juego.
-Tu clase de spinning me va a servir de calentamiento, antes de hacer mi rutina en el gimnasio- le dije con aire burlón, y ella sonrió.
Confiado en mi buena condición física, me puse ropa deportiva y anteojos oscuros y me dirigí al gimnasio de la isla, dispuesto a estrenarme en la moda universal del spinning, un ejercicio que miles de mujeres y hombres, subidos en sus bicicletas estáticas, practicaban con una especie de devoción religiosa y celo fanático. Esto lo tenía muy claro antes de subirme a la bicicleta: el spinning no era un ejercicio más, era una secta peligrosa a la que no cualquiera podía pertenecer.
-Si te cansas y no puedes seguir, dejas de pedalear y te bajas de la bicicleta –me dijo Silvia, nada más entrar al gimnasio.
-No me hagas reír, por favor –dije, con una sonrisa arrogante-. Yo he jugado fútbol de niño, corro todos los días, mis piernas están súper entrenadas, ¿tú crees que no voy a poder montar bicicleta una hora?
El profesor se llamaba Tony y era un muchacho bajo, musculoso y saltarín, uno de esos jóvenes perfectamente felices que todavía no se han enterado de que un día se van a morir. Le entregué mi ticket número seis y me dijo que jalase mi bicicleta y la colocase frente a él. Puse la bicicleta detrás de todos, me subí a ella, respiré hondo y eché un vistazo: seis mujeres jóvenes comenzaban a pedalear de espaldas a mí, y todas eran guapas y llevaban poca ropa, especialmente una brasilera que había amanecido con la feliz idea de hacer bikini-spinning.
-Comenzamos bien -pensé, mirando las piernas estupendas de la brasilera, pedaleando con pleno dominio de la situación.
Tony puso una música lenta para calentar, aplaudió con entusiasmo, gritó frases de aliento que juzgué exageradas y pidió que nos preparásemos para la posición número uno. Como, a mis cincuenta años, sólo conocía una posición para montar bicicleta, seguí pedaleando en mi posición uno y única.
La música nos estimulaba suavemente, las chicas eran todas muy lindas, Tony balanceaba el cuello como un bailarín y yo, pedaleando seguro y ganador, pensaba: Esto del spinning me está gustando.
Entonces comenzó una canción algo violenta y la cosa se aceleró bastante, pero mantuve todo bajo control. Una música afiebrada invadió el gimnasio, sacudió los gigantescos espejos en los que nos veíamos reflejados, alborotó a Tony y las chicas y nos lanzó a pedalear como enloquecidos.
-¡Posición dos! –gritó Tony y, como no le hice caso y seguí en mi posición única, se bajó de su bicicleta, se acercó con aire condescendiente y me dijo que la posición dos consistía en montar bicicleta sin apoyar las posaderas, es decir casi parado sobre los pedales.
Obedecí sus instrucciones y empecé a pedalear como lo hacían él y las chicas, y a partir de ese momento mi vida cambió dramáticamente. Si me preguntasen en qué momento se estropeó mi vida, tendría que decir: Cuando cambié a la posición dos y pusieron la versión más movida de “Bailando”, cantada por Enrique Iglesias.
Porque así fue: apenas habían pasado diez minutos y ahora yo pedaleaba de pie como si estuviese escalando el Himalaya en bicicleta y mi esmirriado cuerpo de trabajador intelectual se bañaba en sudor y la gorra se me caía al piso (y con ella, mi orgullo) y Tony me gritaba que pasase a la posición tres y que pedalease más rápido y yo, con la mirada clavada en el reloj, sólo tenía un pensamiento acosándome: ¿cuánto falta para que termine esta pesadilla?
Pero el reloj parecía detenido. Entretanto, mi corazón saltaba, mis piernas se hamacaban, mi optimismo caía al suelo en forma de sudor y el espejo me devolvía la figura de un hombre que pedaleaba con tanta torpeza como angustia, sabiendo que esa estúpida clase de spinning podía acabar con su vida y sus más dulces ambiciones. Miré a Silvia: sonreía radiante desde su bicicleta, pedaleando a tope como una profesional. Juré que no pararía de pedalear, aunque tuviesen que sacarme muerto de allí. Mi orgullo estaba en juego. No permitiría que Tony y su secta de fanáticas me humillasen. Pasé a la posición tres y empecé a descargar mis últimas energías en esos pedales imposibles. Vi el reloj. Sufrí entonces el primer mareo: faltaban cuarenta y cinco minutos para terminar, y estaba a punto de desfallecer.
-Eso me pasa por no ir a misa hoy –pensé, jadeando como un enfermo, víctima de la culpa religiosa que me inocularon desde niño-. Voy a morir hoy domingo haciendo spinning.
Pensé que mirar las piernas de la brasilera me devolvería los bríos perdidos, así que desvié la mirada hacia ella, pero gruesas gotas de sudor caían sobre mis achinados ojos, nublando mi visibilidad y empañando de paso mis lentes. Casi no podía ver, mi cara era un asco de sudor, una mueca agónica, la angustia del que siente cerca el final.
Cuando se cumplió la primera media hora, el panorama era poco alentador: no sólo sudaba a chorros, me temblaban las piernas, mi corazón bailaba un mambo y no podía ver, sino que además, para agravar las cosas, empecé a toser convulsivamente, un flujo incesante descendía por mis orificios nasales y sentía un dolorcillo alarmante en la zona baja posterior, allí donde descansaba mi humanidad en la posición número uno. Dicho de una manera más cruda: me dolía tanto el trasero que ya no podía sentarme y sólo lograba pedalear en las posiciones dos y tres, que desgraciadamente eran las más extenuantes.
Tony cometió entonces un grave error: acallando por un momento sus chillidos de felicidad ciclística, bajó de su máquina, caminó hacia mí y se permitió criticarme, con ánimo seguramente constructivo. Me dijo que debía pedalear más rápido, no apoyarme tanto en los brazos y encorvar más la espalda para que todo el peso de mi cuerpo recayese sobre mis estragadas piernas.
-¡Más rápido, más rápido!- me gritó, sin advertir de que estaba a punto de desmayarme.
Reconozco que perdí el control. Tony no merecía que lo mirase con tanto odio y aludiese a su madre en voz baja. Tan turbia y amenazadora fue mi mirada, que se replegó a su posición de líder y dejó de mirarme.
-Si voy a morir haciendo spinning, al menos déjame que muera pedaleando a mi ritmo, gringo malnacido- pensé.
Tony se vengó porque puso unas canciones violentísimas, vertiginosas, de Pitbull, pero yo no me dejé intimidar y, alentado por una mirada afectuosa de Silvia, empecé a dominar las posiciones uno, dos y tres, y sentí de pronto el inesperado vigor de un segundo aire. Pensé que lo peor había quedado atrás cuando súbitamente mi pierna izquierda dejó de moverse, se trabó y, por mucho que insistí en seguir pedaleando al ritmo de la música trance, mi cuerpo se enzarzó en un nudo con los pedales porque, maldición, los pasadores de mi zapatilla izquierda se habían enroscado con la bicicleta y mi insistencia por seguir haciendo spinning heroicamente provocó lo que ahora narro con dolor: mi pasadores, mi zapatilla, el pesado armatoste de fierro y yo mismo caímos al suelo húmedo de sudor. Como si nada hubiese pasado, las chicas lindas siguieron pedaleando, ensimismadas, y sólo Tony se acercó preocupado, me ayudó a levantarme, me dio permiso para tomar agua (por eso creo que el spinning es una cofradía peligrosa) y me preguntó si quería descansar.
-No –le dije, empapado en sudor, moqueando, los anteojos empañados, sin una zapatilla-. Voy a seguir hasta el final.
Y así fue. Terminé mi primera clase de spinning sin dejar de pedalear. Orgulloso, bajé de la bicicleta, respiré hondo y sentí que la pesadilla había terminado.
-¡Ahora suban las piernas encima del timón y estírense! –gritó Tony y yo lo miré con todo el rencor del que fui capaz y luego me estiré malamente sobre el charco de sudor en el que había perdido mis mejores energías dominicales.
Al salir, Silvia me felicitó y preguntó si quería hacer unos abdominales. No le respondí. Ha pasado una semana y todavía no le hablo. Tampoco puedo sentarme: por eso escribo estas líneas parado.
Jajajajajajajja t amo mk, me alegras la vida cuando leo tus lineas
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Me he reido desde el principio hasta el final. Me encantas!£
me encantó! sobre todo esta parte: «Si me preguntasen en qué momento se estropeó mi vida, tendría que decir: Cuando cambié a la posición dos y pusieron la versión más movida de “Bailando”, cantada por Enrique Iglesias».
Y la pobre silvia es la que tiene la culpa jajaja el culpable eres tu por dartela de macho dominante lomo plateado jajaja para no verte debil delante de todas esas mujeres fitness. Hay que haver ejercicio mas seguido jaime prolongaria tu vida, queremos verte mas seguido.
jajajajjajajja me divertí muchísimo imaginando cada escena. Voy a probar hacer spinning!