Un vuelo accidentado

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Estaba exhausto cuando entré en el avión. Eran las seis de la mañana. Necesitaba dormir todo el vuelo de Miami a San Francisco. Me senté al lado de la ventana, bajé las persianas, me puse un antifaz negro y tapones de goma en los oídos, y me dispuse a descansar. Ya casi dormía cuando una azafata me despertó:

-Señor, tiene que subir las persianas para el despegue.

Sonreí a duras penas con una mueca patética, subí las persianas y me pregunté en silencio:

-¿Será que el avión no despega si las persianas están abajo?

Me abroché el cinturón, cerré los ojos y me abandoné a la promesa de un sueño reparador.

-Señor, ¿va a querer desayunar cuando despeguemos? –volvió a inquietarme la azafata.

-No, gracias –respondí.

Poco después el avión despegó haciendo rugir sus turbinas, olvidé por un momento mi condición de agnóstico y recé:

-Dios, si existes, y si no te molesta que dude de tu existencia, te ruego que hagas todo lo posible para que este avión no se caiga, y, si se tiene que caer, te ruego que me muera rápido. Gracias y perdona que solo me acuerde de ti cuando despegan los aviones o cuando se mueven mucho.

Luego me desabroché el cinturón y empecé a sentir la dulce modorra que me sumía en un estado de leve inconsciencia. Entonces la azafata tocó mi hombro y dijo:

-Señor, ¿lo puedo molestar?

Como ella ya había dado respuesta a su pregunta, no me quedó más remedio que quitarme el antifaz, sonreír como un manso cordero y decirle:

-Sí, claro.

-Hay una señora atrás que me pide si usted le puede firmar un libro suyo.

-Sí, cómo no –dije, halagado de que alguien en ese vuelo me hubiese leído-. Páseme el libro y lo firmo con todo gusto –añadí, buscando un lapicero.

-No, la señora no me ha dado ningún libro –aclaró ella.

-Bueno, dígale que me mande el libro y se lo firmo encantado –dije.

Cerré los ojos y esperé a que la azafata volviera con una de mis novelas, pero cuando regresó, me dijo:

-Dice la señora que no tiene ningún libro suyo.

-¿Entonces qué libro voy a firmarle? –pregunté, sorprendido.

-Quiere que le regale un libro dedicado –dijo la azafata.

-Pero no tengo ningún libro mío acá –dije, perplejo.

-No se preocupe, señor, le voy a informar de eso a la señora.

-Dígale que lo siento, pero es que no suelo viajar con mis libros para ir repartiéndolos entre los pasajeros del avión –dije, contrariado, y me puse de nuevo el antifaz.

Traté de olvidar el curioso incidente de la señora pedigüeña y caer en el pozo hondo de un sueño que me llevase de regreso a mi infancia en Lima, como solían ser mis mejores sueños, en los que jugaba al fútbol como un campeón, pero la azafata volvió, infatigable, y dijo:

-Dice la señora que no importa, que aunque sea le firme un papelito o una servilleta.

-Cómo no, encantado –dije-. ¿Cómo se llama?

-Diana –dijo, sonriendo, orgullosa.

-¿Diana se llama la señora? –pregunté, por las dudas.

-No, Diana soy yo. La señora no sé cómo se llama.

-Sería bueno saberlo. Por favor pregúntele, si no le molesta.

-Claro, ahora mismo regreso.

No tardó en volver y dijo:

-Se llama Ana. Es cubana.

Escribí:

“Para Ana, con todo mi cariño y la ilusión de conocerte”.

A continuación pensé:

-Si tengo lectores como ella, debo de ser un escritor deplorable.

Luego caí dormido hasta que la azafata tocó mi hombro:

-Señor, su mesita por favor -dijo.

-¿Perdón? –me asusté.

-¿Podría retirar su mesita para servirle el desayuno? –dijo.

-Pero le dije claramente que no voy a desayunar –me quejé.

Me escondí tras el antifaz, cerré los ojos y sentí el olor de las tortillas, del jamón, de los panes crocantes, del café. Toqué el timbre y pedí el desayuno. La mujer me miró con cierta lástima y me sirvió la bandeja. No tenía hambre, pero devoré todo como un preso político. Apenas terminé, me deslicé por una pendiente resbalosa que me llevaba al sueño tan deseado. Ya dormía, y creo que soñaba con la casa de grandes jardines en la que fui un niño, cuando alguien me aplastó el pie con un objeto pesado, al tiempo que me preguntó:

-¿Desea algo del duty free, señor?

Irritado, abrí los ojos y pregunté:

-¿Tiene pastillas para dormir?

-No, no tenemos, pero le puedo ofrecer un perfume a precio súper rebajado.

-No, gracias, solo quiero dormir –le dije-. Y, por favor, tenga cuidado con el carro, que me ha pisado el pie.

-Mil disculpas, señor- dijo el joven uniformado.

Volví a quedarme dormido, pero el avión se movió bruscamente y la azafata me despertó y amonestó:

-Señor, tiene que abrocharse el cinturón y enderezar el asiento, estamos en una zona de turbulencia.

Me abroché el cinturón y le dije:

-¿Es realmente necesario que enderece el asiento?

-Sí, señor, es por su seguridad –respondió.

-Pero, señorita, si el avión se cae, ¿qué diferencia hace que mi asiento esté levantado o reclinado?

-Es lo que manda el capitán, señor.

-¿Pero usted realmente cree que voy a sobrevivir por tener el asiento levantado? –pregunté-. ¿Alguna vez se ha caído un avión y han muerto todos los que llevaban el asiento reclinado y se han salvado todos los que lo llevaban levantado? –insistí-. Si vamos a morir, por favor déjeme morir dormido.

La azafata se retiró, ofuscada,  pasó la turbulencia y pude seguir durmiendo. Sin embargo, vino otra mujer a despertarme:

-Señor Jaime Baylys, ¿le molesto si le pido una foto?

Era gordita y encantadora y no podía decirle que no.

-Claro, encantado –dije, sonriendo y, a la vez, odiándola un poco.

Me llevó al lado del baño, donde servían las bandejas con comidas y bebidas, nos abrazamos y una de las azafatas se dispuso a tomarnos la foto.

-Pero mejor sácate la gorrita, pues, Jaimito –me dijo la mujer cuyos brazos rollizos me rodeaban.

-Sí, claro –dije, y sonreí como un tonto.

Nos tomaron la foto, bostecé y la dejé mareada con la ferocidad de mi aliento mañanero. Volví a mi asiento y traté de seguir durmiendo. Entonces vino la azafata de la foto y me dijo:

-Jaimito, ¿has engordado, no?

Me pareció curioso que, no siendo ella precisamente esbelta, tuviera la osadía de hacerme aquella observación por otra parte irrebatible.

-Sí, la verdad que sí –dije, tragándome el orgullo.

Por fin se fue y me dejó en paz. Estaba bien dormido cuando alguien me despertó. Era el capitán:

-Señor Baylys, soy el piloto, soy venezolano, ¿quiere venir a la cabina? –me sugirió.

-Mil gracias, mi estimado, ahora voy en un momento –le mentí, incapaz de decir que no.

Seguí roncando, pero una azafata me zarandeó con cariño para recordarme que el capitán me esperaba en la cabina.

-Bueno, vamos –me resigné.

Caminé zigzagueando y dije que tenía que pasar por el baño antes de visitar al capitán. Apenas entré en el baño, cerré la puerta, me senté en el inodoro y pensé:

-Aquí no va a molestarme nadie.

Poco después tocaron la puerta. Alguien dijo:

-¡Señor Baylys, soy el capitán, lo espero en la cabina!

4 comentarios

  • Hahahahah me he reído muchísimo! Nunca te dejaron dormir en santa paz! Si tienes viajes como estos definitivamente te convendría tener un avión propio; Jaime si te encuentro en un avión también sería un de esas que te pide la foto y el autógrafo, pero lógicamente tendré el libro!

  • Yo tambien si algun dia logro verte en persona espero tener un libro tuyo para q me lo firmes. Y por fin que queria el capital del avion? Darte las gracias por tu lucha incansable en contra del regimen de maduro? Sera eso?

  • Todo eso sólo te ocurre a tí jajaja
    Sabes, tienes una sonrisa tan contagiante que si te incomoda sonreír para una foto, creo que no se nota.

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