El jardín de los pudores

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Mi madre Dorita Tranquilina llegó de visita desde Lima a pasar una semana con nosotros. Vino sola, con sombrero y gafas oscuras, en silla de ruedas a pesar de que todavía camina perfectamente a sus setenta y seis años, con tres maletas llenas de regalos entreverados, machucados y emanando olores promiscuos: frascos derramados de aceite de marihuana, bolsas de cola de caballo y uña de gato, botellas de emoliente de linaza, decenas de granadillas, plátanos anaranjados que ella llama “de la isla”, a diferencia de los más comunes, que llama “de seda”, jugosas chirimoyas agujereadas, textos religiosos comprados en el Vaticano y en bazares piratas del centro de Lima, chocolates Sublime, turrones Doña Pepa, rollos de plátano con canela, una colección de sombreros arrugados y muchas cosas más, de procedencia incierta y destinatario asimismo incierto.

Normalmente Dorita Tranquilina viene acompañada de su hija mayor, Remedios Indolora, y se alojan en un hotel austero de la isla, pero en esta ocasión vino sola porque su hija estaba cuidando la salud de una amiga, Mínima Bizca, que solo ve por un ojo y ha empezado a perder la vista por el único ojo bueno, conocida amicalmente en esta casa como Feliciano. No nos pareció que mi madre debía quedarse sola en un hotel, y por eso la acomodamos en el cuarto de huéspedes, afuera, frente a la piscina, con bastante independencia de la casa principal, para que ella pudiese hablar por teléfono con absoluta libertad. Dorita Tranquilina vino con tres teléfonos celulares que sonaban todos a la vez: la llamaban con desespero, como si fuera el fin de los tiempos, o la antevíspera, su hijo Amado Pasmado, su hija Remedios Indolora, sus secretarias y asistentas paniaguadas, sus amigas conspiradoras de La Obra Celestial, y, con particular insistencia, la mujer de los ojos diezmados, Feliciano. Para nuestra perplejidad, Dorita Tranquilina, en camisón, descalza, a las dos de la mañana, el pelo recogido y teñido de un negro azabache, era capaz de hablar por los tres celulares a la vez, caminando como un flamenco rosáceo por la cocina, dando órdenes, despachando, intrigando, ejerciendo su inmoderada autoridad matriarcal, y, al mismo tiempo, rezando el rosario en latín con una de las tres voces que irrumpían de los teléfonos, la de su hijo pío, Amado Pasmado.

No obstante que se dormía hacia las tres de la mañana, Dorita Tranquilina estaba en pie a las siete, desayunaba frugalmente pócimas de recios sabores, asistía a misa de ocho, pasaba por la farmacia para comprar toda clase de chucherías, brebajes, ungüentos y baratijas, y luego volvía a sus aposentos y allí colapsaba varias horas, durmiendo como una bendita, tan profundamente que, a pesar de que sus celulares sonaban de forma incesante, ella no los oía y desde luego tampoco los atendía, aunque se negaba a apagarlos, pues, cuando le yo le aconsejaba tal cosa para cuidar su sueño, ella me decía:

-Cuando me metan bien muerta en el ataúd, quiero llevar mis tres celulares, y los tres prendidos, por si acaso.

Alérgica a los rayos de sol, harta de playas y piscinas, renuente a salir de compras, adicta a los teléfonos móviles y también a la línea fija de nuestra casa, que usaba con aire distraído para que las cuentas de sus llamadas las pagásemos nosotros, Dorita Tranquilina pasaba la tarde instalada en un sillón reclinable de la sala, casi siempre hablando a gritos, con virulencia, apasionadamente, conspirando sobre asuntos políticos, dando ucases y dicterios sobre cosas de dinero, pontificando sobre cuestiones morales, y, por supuesto, matizando y rebajando los conflictos con repentinas salidas humorísticas. Sus conflictos más quemantes podían resumirse así: uno de sus diez hijos estaba furioso con otro porque no lo había saludado en una reunión familiar; otro de sus diez hijos no le hablaba porque ella decía que le había hecho perder dinero en la Bolsa; y la mayor de sus hijas estaba peleada con media familia porque la acusaban de codiciosa y compradora compulsiva. Yo me refugiaba en mi estudio del segundo piso, tratando de escribir una novela, pero me llegaban, a lo lejos, las voces sibilinas de mi madre, sus risotadas, sus inopinados cánticos religiosos, que sumían a nuestra hija de cinco años en el estupor moral.

Una tarde Dorita Tranquilina convocó a su lado a mi esposa, La Ninfa Inconstante, y le preguntó sin rodeos, a quemarropa:

-Dime, hijita, ¿tú y mi Jimmy Boy se pegan sus buenas fumarolas de marihuana?

La Ninfa no supo qué decir, a duras penas atinó a contestar:

-No, señora, hace mucho que no fumamos.

-Pero bien que les gusta la marihuana, ¿no? –insistió mi madre.

-Bueno, sí, pero solo de vez en cuando –se cohibió mi esposa.

-Porque en Lima todo el mundo me pregunta si ustedes fuman marihuana a diario, y yo les digo que no sé –explicó Dorita.

-No, todos los días no, solo de vez en cuando –dijo La Ninfa.

Dorita Tranquilina se replegó en un silencio abismal, cavilando, curiosa pero al mismo tiempo se diría que temerosa, y, cuando por fin se atrevió, preguntó con una media sonrisa:

-¿Y cómo es fumar marihuana? ¿Es rico?

La Ninfa Inconstante sonrió y dijo:

-Bueno, sí, es rico para comer, para oír música….

-¿Y para el sexo? –la sorprendió Dorita.

-Sí, también –dijo mi esposa, levemente ruborizada.

Dorita Tranquilina habló consigo misma, encapsulada en una burbuja de elegante melancolía:

-Algún día, antes de morirme, me gustaría fumar. Quizás cuando cumpla ochenta años.

En vísperas de su partida, y mientras La Ninfa la ayudaba a hacer sus tres maletas elefantiásicas, en las que escondió las servilletas, los saleros y los cubiertos que había robado sigilosamente de los restaurantes de la isla, así como la ropa usada que le había donado el párroco del templo católico, Dorita Tranquilina sorprendió a mi esposa con una pregunta:

-¿Y por qué mi Jimmy Boy tiene que tomar pastillas para que se le pare el pajarito, ah?

La Ninfa Inconstante se encontró de nuevo en el jardín de los pudores sonrosados y las arduas confesiones. Algo incómoda, explicó:

-Porque si no toma sus pastillas amarillas, se le muere el pajarito.

Dorita Tranquilina se puso de pie, hizo un gesto contrariado, impaciente, al parecer autoritario, y dijo:

-Eso le pasa a mi Jimmy por masturbarse tanto.

La Ninfa, sorprendida, no supo qué decir.

-No se ha masturbado tanto –dijo-. Solo lo normal.

-No, hijita, no –se enfadó Dorita Tranquilina-. Yo sé por su siquiatra, el doctor Pocho Morocho, que Jimmy Boy se ha masturbado tanto que por eso ya no le funciona el pajarito.

-Sí le funciona –me defendió La Ninfa-. Bueno, de vez en cuando –matizó.

Dorita Tranquilina sentenció:

-Mi hijo es un pajero de toda la vida, y yo lo sé muy bien.

Luego sonaron sus tres celulares a la vez y ella los contestó a gritos, encantada.

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