La ciudad del polvo y la niebla

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En los próximos días viajaremos a Lima. Mi esposa y yo queremos que nuestra hija de cinco años conozca la ciudad en que nacimos y nos enamoramos y la concebimos una noche improbable en que el azar se conjuró con nosotros. Nos hace ilusión que nuestra hija sepa de dónde venimos, juegue con sus primas, recorra los jardines maravillosos de la casa de mi madre, aprenda a querer a la perrita que vive con mis suegros.

Al mismo tiempo, sin embargo, tengo miedo de volver a Lima, después de tres años largos sin pisar esa ciudad. Las mismas cosas que me dan ilusión son las que, paradójicamente, me dan miedo: la familia, que es tan numerosa por mi parte, nueve hermanos nada menos sin contarme; los recuerdos o el pasado o los fantasmas que se agazapan en la memoria y nos recuerdan por qué nos fuimos buscando un lugar donde pudiéramos sentirnos libres, o no al menos prisioneros del pasado y la familia; los barrios en los que supimos ser felices y en los que también fuimos desdichados; el peso de la fama, el honor del apellido, las servidumbres de la reputación, las expectativas de alcanzar la gloria y el poder; los amigos que tanto echo de menos y de los que no recuerdo por qué me alejé, en qué tonta circunstancia nos peleamos; los enemigos absurdos con los que bien haría en firmar una tregua, un armisticio; los restaurantes donde me reservan una mesa discreta y en los que termino comiendo más de lo debido; la niebla, el mar difuminado por la niebla, los acantilados, todos los besos que me inventé de noche, cerca de ese mar enfermo o agonizante; la presencia inconstante de mi padre.

Nos gustaría que nuestra hija conociera la gran casa en los suburbios en los que fui un niño apasionado del fútbol y aterrado de mi padre; el colegio alemán en el que mi esposa se enamoró por primera vez, y de una profesora austriaca nada menos; el estudio de televisión donde su madre y yo nos conocimos, nos liamos, nos enredamos, nos resignamos a amarnos hasta el fin de los tiempos; el apartamento en que una madrugada pasadas las tres, y tras fumar hierbas risueñas, acometimos la dulce tarea de concebirla, deseando que fuera mi hijo varón, ignorando que las mujeres son siempre mejores, superiores; el club de playa donde su madre fue niña, nadadora, tenista, corredora de olas; la farmacia donde me venden todo sin receta ni prescripción; las pocas librerías que van quedando; las casas ejemplares de mis hermanos honorables que van a misa y trabajan de ocho a seis y cuidan el honor de la familia que yo tantas veces he mancillado; mis apartamentos, que son como museos embrujados de la desdicha, la congoja, la melancolía, la infelicidad; mi biblioteca, donde no faltan las traducciones de mis novelas a lenguas como el alemán, el francés, el italiano y el mandarín.

De no mediar inconvenientes, cumpliremos la siguiente rutina discreta y en la sombra y sin asomarnos a la televisión ni a los periódicos: dormiremos hasta mediodía, mientras nuestra hija juega en el parque vecino con la empleada doméstica que mi madre nos ha prestado (y que seguramente le hablará de religión y otras ficciones orales a la niña); almorzaremos en la mesa más escondida del restaurante francés del barrio, allí donde nos miman y consienten a sabiendas de que ya nunca seré presidente del país ni de nada; luego volveremos al apartamento y llegarán los masajistas de mi madre a hacerme estiramientos, flexiones y posturas raras durante una hora, en la camilla que mi madre me ha regalado y ha hecho instalar en mi sala; a media tarde visitaremos a alguno de mis hermanos para que nuestra hija conozca a sus primas, que por mi lado son muchas, con la ventaja de que todos mis hermanos, siete varones en total, viven en el mismo barrio en el que están mis apartamentos malhadados; y luego iremos a casa de mi madre o de mis suegros a tomar el té. Hace muchos años no visito la casa de mi madre: desde que nos fuimos de Lima hace ya seis años, con mi mujer embarazada, solo he vuelto a esa ciudad en una ocasión, hace tres años, pero en aquella visita no sé por qué preferí no ir a casa de mi madre y le pedí que ella viniera a tomar el té a mi apartamento, creo que estaba peleado con alguno de mis siete hermanos, probablemente el menor, con quien tuve un entredicho por cosas de dinero y de quien sigo distanciado: con los otros seis las cosas están, creo, bien. Mi madre es la señora más famosa y querida del barrio: no falta a misa todas las mañanas, es conocida por su generosidad para ayudar a los desheredados, ha comprado tres casas vecinas y las ha convertido en un jardín precioso que solo he visto en fotos, y está siempre dispuesta a socorrer a quien le pida sus auxilios: a mí, por lo pronto, me ha comprado camilla, me ha cedido una tropa de masajistas y me ha hecho citas con sus médicos de confianza, citas que, por supuesto, seguramente burlaré.

Una sola tarde, en vísperas del día festivo nacional, me presentaré en una librería del barrio, hablaré de mi novela más reciente, en la que cuento cómo me enamoré de mi esposa y me metí en líos gordos con mi familia, y terminaré firmando ejemplares y haciéndome fotos, y ya me imagino extenuado, rendido, saqueado, diciéndole a mi esposa, tumbado en la cama con las luces apagadas: es la última vez que presento un libro, no tengo ya fuerzas para seguir firmando ni para seguir sonriendo para las fotos que ahora son de rigor, inevitables, y que te dejan seco, vacío, sin sonrisas, con la mandíbula tiesa, dolorida, de tanto sonreír forzadamente cuando quisieras escapar de aquellos eventos que a todas luces parecen inútiles, desventurados y antiguos. También en este caso lo que me da miedo (las firmas y las fotos incesantes que te dejan sin alma o con el alma hecha jirones) es lo que me da ilusión: conocer a mis lectores, escucharlos, saber si los he complacido, escribirles una dedicatoria pícara que los haga reír (por ejemplo: cásate conmigo; o hazme un hijo; o hagamos un trío).

Seguiremos reportando desde Lima, la ciudad que me hizo un hombre a medias, quebrado. Si nuestra visita nos hace felices, volveremos en diciembre a pasar las fiestas con la familia. Si el viento sopla en contra y alguna contingencia impensada nos echa a perder el viaje, no volveremos en diciembre, ni en un año, ni en dos, y pasarán otros tres años largos sin que regresemos a la ciudad del polvo y la niebla, allí donde descansan los huesos de mi padre.

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