Lima me está matando

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Hacía tres años no viajaba a Lima. Mi última visita había sido a mediados de 2013, para presentar una novela. En aquella ocasión me acompañó mi esposa y nos pareció imprudente viajar con nuestra hija porque tenía apenas dos años y no queríamos exponerla a las fatigas de los aviones y los aeropuertos.

Entonces yo llevaba otros tres años largos sin visitar la ciudad en que nací (me había marchado, esta vez sí “para siempre”, a finales de 2010, cuando me despidieron de la televisión porque el dueño del canal no toleraba que yo tuviese tanta influencia política y la usase con tanta libertad), había prometido no pasar una sola noche en el Perú mientras mis enemigos estuvieran en el poder, me acosaban con amenazas tributarias y, sin embargo, me armé de valor para presentar la novela en la feria del libro. Fue, por supuesto, un esfuerzo inútil. Hablé fatigado, me sometí a la tortura de firmar ejemplares y hacerme fotos con mis lectores, acudí a programas de televisión en los que me trataron con mezquindad cuando no con hostilidad, y el resto del tiempo lo pasé durmiendo en mi apartamento, sedado por hipnóticos. Mientras mi esposa se reunía con sus amigas, yo dormía. Al irme de Lima, me dije que solo volvería cuando abandonasen el poder los cachafaces y mediocres que lo ocupaban, y así fue.

Esta vez viajé acompañado de mi esposa y nuestra hija de cinco años. Al llegar, no había mangas disponibles en el aeropuerto y fuimos apiñados en un bus. Las colas para pasar los controles migratorios fueron de terror. Saliendo con maletas llenas de regalos, mi asistente Victorino nos recibió y condujo al apartamento de San Isidro. Mi madre Dorita, siempre tan amorosa, lo había colmado de globos, flores y carteles de bienvenida, y la refrigeradora estaba repleta de helados, frutas y cosas deliciosas. Sobre su cama, nuestra hija encontró los regalos que le habían dejado mi madre, mi hermana Carolina y mi hermano Mike. Además nos esperaba una empleada doméstica que mi madre nos había conseguido. Se llamaba Talía. Era joven, lista, risueña, encantadora. Nuestra hija se encariñó de ella en diez minutos. Desde entonces, y durante la semana que duró la visita, fueron inseparables.

Al día siguiente, comenzaron las contrariedades. No imaginé que pudieran ser tantas: el internet no funcionaba, no había agua caliente, las toallas habían desaparecido, varias sillas no estaban, el apartamento se encontraba sucio y el jardín descuidado, y dos camionetas (compradas originalmente para mi ex esposa Casandra y mis hijas, antes de la pelea que me alejó de ellas a finales de 2010) no estaban en la cochera. Quedé espantado. No lo podía creer. Mi asistente Victorino, a quien le había pagado un buen sueldo mensual los últimos seis años, y cuyo trabajo consistía en mantener el apartamento en buen estado, limpio, con las cuentas al día y las camionetas funcionando, respondía con evasivas y mentiras cuando le preguntaba por qué estaba todo patas arriba: dijo que el internet no funcionaba por culpa de la empresa proveedora, alegó que las sillas se habían apolillado, me tonteó con cuentos chinos y burló mi buena fe diciendo que las camionetas desaparecidas habían tenido una súbita avería mecánica el día mismo de mi llegada y las había llevado al taller con ayuda de una grúa.

A pesar de esos contratiempos y otros más, los días transcurrían con bastante placidez: dormíamos bien, nuestra hija estaba fascinada con su nana Talía, comíamos maravillosamente en casa de mi madre y mis hermanos, una fisioterapeuta llamada Elena me sometía a prodigiosas sesiones de estiramientos, y a la noche salíamos a cenar en los restaurantes que nos habían recomendado.

Al tercer día de nuestra llegada, mi asistente Victorino volvió a sorprenderme: mientras yo comía incontables granadillas en la cocina, me dijo que estaba mal de salud, afirmó que tenía que operarse la pierna y un ojo, y me informó de que renunciaba y yo tenía que pagarle una liquidación. Quedé confundido. Si estaba mal de salud, debía operarse, desde luego, pero no tenía sentido que renunciara a un trabajo tan bien pagado y, al mismo tiempo, tan relajado. Le pregunté si había conseguido un mejor trabajo, respondió que no. Le pregunté cuándo traería las camionetas, me dijo que al día siguiente. En efecto, trajo una, la más pequeña, de propiedad de mi esposa, la dejó en la cochera y desapareció. Nunca más contestó mis llamadas ni se presentó a trabajar. En casa nos preguntábamos: ¿habrá chocado la camioneta desaparecida?, ¿la habrá vendido?, ¿se la habrán robado?, ¿la habrá rematado por partes? No sabíamos qué hacer. Mi asistente simplemente desapareció y la camioneta, una Honda casi nueva, que habíamos dejado con 15 mil kilómetros, estaba en algún lugar incierto, quizás incluso fuera del Perú. ¿Debía ir a la policía y denunciar que la habían robado? ¿O ir a la casa de mi asistente Victorino? ¿O reportar la pérdida a la compañía de seguros?

Tal vez porque en todo escritor hay un reportero encubierto y un investigador frustrado, me propuse encontrar la camioneta. No sabía en qué estaba metiéndome. Revisando las cuentas mecánicas, encontré un recibo chapucero de un taller medio clandestino donde habían hecho un trabajo a esa camioneta años atrás. Llamé a un número móvil. El tipo se llamaba Carlomagno. Le dije mi nombre. Pensó que era una broma. Le pregunté si sabía dónde estaba mi camioneta, o mi asistente, o ambos, y le prometí una buena propina. Al principio se mostró renuente: dijo que no sabía nada, que estaba de viaje por las fiestas, que no podía ayudarme. Pero lo llamé tantas veces, y le prometí tantas recompensas, que se ablandó. Me dijo:

-Venga el sábado a mi taller y yo lo llevaré al taller donde tienen escondida su camioneta.

De pronto me sentí esperanzado. El sábado, acompañado de Albán, el chofer de mi madre, fui a la dirección que me había dado Carlomagno. Era un barrio feo y peligroso en las afueras de la ciudad. Carlomagno subió a mi camioneta y nos llevó a otro taller: la camioneta no estaba allí. Luego fuimos a un taller aun más lejos: tampoco la encontramos. Redoblé mi oferta: si dábamos con la camioneta, le daría una buena recompensa. Sugerí ir a casa de mi asistente, pero Carlomagno me disuadió. Luego fuimos a otro taller en un barrio que daba miedo. Allí hablamos con un tal Rengifo, que dijo saber quién tenía mi camioneta: afirmó que la tenía un sujeto llamado Lunarejo. Rengifo lo llamó. Lunarejo habló conmigo. Me dijo que, si quería recuperar mi camioneta, debía depositar 40 mil soles en el banco y él me la daría el lunes. Le dije que los bancos ya habían cerrado a la una de la tarde y que yo tenía que viajar esa noche a Miami. Me exigió que le diera los 40 mil soles en efectivo a Rengifo y luego él me devolvería la camioneta.

Entonces comprendí que tenía que ponerme duro. Le dije que si no traía la camioneta, lo denunciaría a la policía. Le propuse que me permitiese ver la camioneta, constatar en qué estado se encontraba, para luego negociar el precio de recuperarla. Era como estar negociando con una banda de secuestradores, solo que no habían secuestrado a una persona sino a un vehículo, y exigían que yo pagase el rescate sin darme “pruebas de vida” de la camioneta.

El tal Lunarejo me hizo esperar una hora más. Yo llevaba horas sin comer ni beber y me sentía débil, extenuado. Lunarejo llegó acompañado de tres sujetos de aspecto patibulario. Les pedí que fueran razonables: 40 mil soles eran una fortuna, casi el precio que esa camioneta usada podía valer. Lunarejo exigió todo o nada. Pedí mirar el kilometraje. La encendió, receloso. Tenía 35 mil kilómetros. Le espeté que habían estado usándola y la habían recorrido 20 mil kilómetros. Reconoció con desparpajo que llevaba más de dos años manejándola. Dijo que mi asistente había llevado la camioneta a su taller y se había olvidado de pasar a recogerla. Todo era absurdo, inverosímil. El sujeto era un rufián: no me miraba a los ojos, se creía el dueño de mi vehículo, se sentía con derecho a seguir usándolo y quería que yo le pagase una fortuna para darme las llaves.

Imprudentemente, abrí mi billetera, conté todo el dinero que llevaba conmigo, 4 mil soles, y se los ofrecí. El matón tatuado se negó a aceptarlos. Los dejé a sus pies y de pronto hice algo osado: entré en la camioneta, saqué unas llaves que no sabía si le hacían juego (y que ese tipo quizás no imaginó que yo podía tener), la encendí de golpe y aceleré a toda prisa. Albán, el chofer de mi madre, salió disparado en la otra camioneta, siguiéndome. Nos jugamos la vida. Pero recuperamos la camioneta secuestrada y prevalecimos sobre esa banda de maleantes.

Ya en el avión, me dije que ese sábado traspasado de riesgos había sido el día más horrible en muchos años. Una vez más, me alejaba de Lima con la inquietante sensación de que aquella ciudad encontraba siempre la manera de matarme un poco.

32 comentarios

    • Así es mi querido Jaime,desafortunadamente cada día que pasa ,nuestra Lima está peor,en lo que a seguridad se refiere,pero nos guste o no!!,es nuestra tierra,donde nacimos,y…..donde TU……tuviste la dicha de formarte !!,y hacerte muy conocido,los msoldados notes deseos para ti,y tu familia,hoy,mañana y siempre mi querido Jaimito.

  • El ultimo dia que estuve en Lima fui robada brutalmente. Fue mi despedida y no he vuelto en muchos anios. Mis primos dicen que se les fue una cacerita. Asi me siento… Pero un dia regresare y me reconciliare conmigo misma. No se puede dejar de amar la tierra que nos vio nacer. Saludos desde Utah.

  • Lima esta demaciado terrible, osadia la tuya, pero recuperaste la camioneta, aunquebperdiste la confianza…..saludos Jaime, gustoso siempre, de leer tus columnas.

  • te comprendo siento la misma cuando visito Buenos Aires…vuelvo con la certeza de que me jugue la vida por ver felices a los mios…a mi no me secuestran camionetas, pero son tantas las cosas que debo reparar y pagar, comprar y reponer, que me pregunto porque no vendo esa casa de una Buena vez y me entrego a la realidad de que vivire para siempre en Texas.

    • Soy testigo presencial de parte de este relato, fue muy gracioso ver huir a Jaime asustado…falto algo al final que Jaime no cuenta…nunca dio la muy buena propina que no se canso de repetir mil veces que daría…saludos Jaime.

  • A mi me pasó algo parecido , me sacaron el tumón , les dije que les pagaría si ponían el bendito timón y arranque con todo con el auto y mi novia, salí de calles de lumpen y me fui a casí 100 a una calle de San Borja con policía alrededor y sentí un alivio como si regresará a la vida !!

  • La culpa es tuya Jaime. Como no mandaste a chequear tus camionetas y tu depa de vez en cuando por algun familiar o persona de confianza durante estos ultimos anos. Talvez seria bueno que esa camioneta no regrese a ese depa. No vaya a ser que quieran robarla otra vez como venganza. Yo voy a lima en dos semanas por 7 dias, y se que todo eso puede pasar….y ante eso solo precaucion y disfrutar de las muchas virtudes que ofrece Lima como su comida, clubes, musica, y alegria de su gente.

  • Todo un Capo! De los buenos, su nombre es Bayly, Jaime Bayly! Mientras Silvia cometía imprudencias jocosas en su casa, Jaime aceleraba por la calles de Lima con Kato, el chofer detrás de él en otro vehículo!

  • Otra vez nos demuestras que eres valiente e inteligente, gente como tu nos sigue haciendo falta en el Perú, espero vuelvas pronto para ayudarnos a cambiar a nuestra querida tierra. Por algo nacimos en esta. Si se puede.

  • Jaime, como dicen la criollada: «te pasaste de sano»! yo también tuve experiencia similar por dar tanta confianza a un perfecto desconocido. En todas partes del mundo esta la violencia, el punto esta, hasta donde queremos llegar para hacer frente a este tipo de situaciones, y tu si que fuiste bien lejos…!

    Saludos

  • Me llemo la atención tu columna y ese comentario sobre tu paso por lima te trato de seguir por el canal mega a diario pero esa paja mental de escritor termina distorsionando la credibilidad q deberias de mantener como periodista la pena es que heches mas mierda a una situación realmente. Dificil q vive nuestro pais como siempre me parece que tu analicis y sintesis de las noticias es muy bueno e inte resante pero tu sesgada opinion es irresponsable

  • Creo que a todos los que vivimos fuera del Perú, al llegar a Lima nos sucede algo muy parecido.
    Uno llega con muchas ganas de visitar a la familia, de comer rico, de ir a lugares divertidos, pero siempre hay sucesos que te hacen perder la fé en los limeños. Yo estudio en Bolivia desde hace 5 años y la última vez que llegue a Lima, en el transcurso de una hora, en la avenida Arequipa atropellaron a 2 ciclistas. Hay mucha gente que dice amar al Perú y bota basura por la ventana de sus autos a diestra y siniestra. En el micro, había una chica quería pagar con 20 soles y el cobrador no tenia cambio, me ofrecí a cambiarle el billete porque yo si tenía sencillo, me lo da, paga y se baja corriendo, el billete era falso.
    Y eso que solo fui unos días, es totalmente decepcionante.

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