Coma profundo

C

El vuelo a Buenos Aires está demorado. Aunque no tenemos hambre, seguimos comiendo bocaditos, al tiempo que tonteamos en internet: yo no navego en internet, más bien diría que floto.

En el salón vip hay tanta gente, y tantos perros caniches, y tantos bebés, y tantas familias felices todas iguales, que uno piensa: en estos tiempos ya todos somos vip, hay más gente aquí que en la puerta de embarque. Y tragamos y bebemos como si fuese el fin de los tiempos, como si no fuésemos a comer una semana entera.

En algún momento de la noche abordamos por fin el avión. Mi vecino es obeso y no me contesta el saludo ni siquiera con un gruñido. Se ha sacado los zapatos. Sus olores son rancios, ásperos. Cuando bosteza, o estornuda, o se estira y emite un sonido gutural, un aire viciado sale de sus cavernas y empobrece mi vida. No puedo escapar. Estoy atrapado nueve horas como mínimo.

Es inevitable pensar: qué pena que no me animé a pagar la primera del 777-300 de American, que costaba el doble que la ejecutiva de Lan. Antes la ejecutiva de Lan me parecía un lujo, un desahogo; ahora me siento como en el metro de Nueva York o Santiago. ¿Por qué la primera del 777-300 de American cuesta tanto? Tal vez porque no tienes vecinos. Estás solo, aislado, virtualmente amurallado, en una suerte de cápsula autosuficiente o madriguera ultra cómoda con internet todo el vuelo. Nadie despide malos olores a tu lado porque, en rigor, no hay nadie a tu lado, salvo ocasionalmente un tripulante coqueto. Es inevitable pensar: el dinero, al final del día, sirve para alejarse de la gente. Uno quiere ser rico, obscenamente rico, para alejarse todo lo que sea posible de la gente que huele mal y no hace el menor esfuerzo por oler menos mal, como mi vecino del avión. La ironía es que, por lo general, para ganar dinero tienes que complacer a la gente. Y una vez que le quitas su dinero, o que ella te lo da gustosamente, lo usas para alejarte: de tus clientes, tus espectadores, tus lectores, tus consumidores, tus fans, qué peligro con los fans.

Yo no tengo fans en ese vuelo a Buenos Aires y la verdad es que no los echo de menos. Ya no me van quedando fans. Puede que sean un puñado y estén todos en Miami o en Lima. En Buenos Aires con seguridad no tengo fans y ninguna de las aeromozas me reconoce ni me sonríe ni le importa tres pepinos quién soy, y así está bien. Leo un montón de periódicos en inglés, estudio el comportamiento de ciertas acciones en la Bolsa, hago números para ver si mi dinero se ha multiplicado gracias a los años de bonanza que ha traído Obama, uno de los presidentes más rendidores en Wall Street. Mi vecino ve una película malísima, y cuando abre la boca es como si destapara el cubo de basura de la cocina, y no se abstiene de soltar unas flatulencias terroristas, asesinas. Miro a mi derecha: mi hija duerme como si estuviera en su cama, mi esposa juega ajedrez obsesivamente y se queja porque le comieron la reina con trampa. Menuda humorista ha resultado mi mujer: sus gracias en Youtube me parecen divertidísimas y ya tiene miles de seguidores. Ahora ella es la estrella, y yo, su manager.

Traen la comida. Está bien pero podría estar mejor. Aunque no tengo hambre, sigo comiendo. Mi madre me lo enseñó de niño: comida regalada no se bota, Jaimín: se guarda, se almacena, se acomoda en la barriguita. Tengo que bajar esta barriguita. Llevo ya una semana asistiendo todas las tardes, a las cuatro en punto, al gimnasio. Estoy orgulloso de tamaña proeza atlética: camino veinte minutos en la cinta, luego corro otros veinte minutos como una señora menopáusica, acalorada, temiendo que me dé un infarto y muera allí mismo, sobre la faja transpirada, en medio de un montón de chicos guapos que se miran en el espejo ensimismados, extasiados de ser ellos mismos. Mi meta no es bajar de peso: es no morirme de un infarto subiendo unas escaleras o caminando de madrugada en un aeropuerto. Por eso, y conminado delicadamente por mi mujer, he comprendido que debo sudar al menos cuarenta minutos cada día, en el gimnasio comunitario de la isla, abierto a todos los residentes del barrio, especialmente a los más tarados, esos no fallan.

Pero ahora estoy en un vuelo eterno a Buenos Aires, yo que había jurado no volver a viajar tanto, y lo que me aterra no es morir de un infarto, sino intoxicado por los pedos inciviles de mi vecino: no siendo sonoras o estrepitosas, deslizándose en el ambiente con el sigilo de unos espías que vienen a envenenarte, sus ponzoñosas ventosidades parecen haber sido diseñadas en un laboratorio de Putin, de la ex KGB, y uno siente que está aspirando ricino, plutonio, gas mostaza, armas de destrucción masiva. Desesperado, huyo al baño y me encierro unos minutos. Luego recorro la cabina de ejecutiva buscando un asiento libre, pero todos están ocupados. No me queda más remedio que volver al paredón donde moriré fusilado a pedos.

Resignado a desfallecer bajo la descarga gaseosa de mi vecino y verdugo, envuelvo mi rostro con una chalina y me abandono al tormento de aquella agonía. Minutos después, sigo vivo y él ha caído profundamente dormido y ahora ronca con la boca bien abierta, un ronquido pedregoso, gutural, inhumano, como si fuera un dragón tratando de hablar alemán o una ballena varada en la orilla. Pienso, aliviado: ya pasó lo peor, no creo que este sujeto sea capaz de tirarse pedos dormido y roncando. Y si bien ya no me sigue flagelando con el fuego graneado de su fragoroso cañón, ahora hay que aguantar cómo rasguña y menoscaba el aire con cada ronquido, y cómo despide un olor hediondo, putrefacto, que proviene desde el fondo mismo de sus vísceras, como si un animalito (digamos, un sapo, o un hámster, o una lagartija) se hubiese muerto allí adentro, en sus intestinos, o como si todo él estuviese pudriéndose a mi lado.

En mi momento de mayor desesperación, al borde de las lágrimas, o de tragar doce pastillas para dormir sin que mi esposa me vea, estoy a punto de echarle a mi vecino el café hirviendo en los meros huevos para dejárselos chamuscados, o de enrollar la revista Cosas y metérsela por la bocaza abierta hasta que muera ahogado por tantas fotos de gente feliz, o de tirarle diez caramelitos de Dormonid por el boquerón ronco a ver si lo acabo de matar al condenado, pero al final soy un pusilánime y no me atrevo a ajusticiarlo y me hundo en el pantano de la culpa, el remordimiento y la autoflagelación: por qué me subí a este avión, por qué estoy viajando a Buenos Aires, por qué fui tacaño y no me obsequié la primera clase, por qué no aprendo a quedarme tranquilo en casa, por qué insisto en viajar cuando ya debería saber que los viajes, que antes eran un lujo, un placer, ahora son un auténtico suplicio.

Al aterrizar en Ezeiza, mi vecino me pregunta, procurando ser amable:

-¿Durmió?

-No pude dormir –le respondo-. Pero estuve en coma profundo.

No me pregunta por qué y enciende su celular con aire desdeñoso.

-Usted sí que durmió, eh –le digo, odiándolo-. Por un momento pensé que se moría.

-¿Cómo? –pregunta, sorprendido.

-Pensé que se asfixiaba –digo, pero a él no le hace gracia mi observación y me mira, altanero.

Saco unas mentas y le ofrezco:

-¿Una mentita?

-Encantado, gracias –dice, y saca una.

Entonces se me anuda todo el rencor en la garganta estragada y le digo, biliosamente:

-Saque dos, mejor. Me parece que las necesita.

Me mira seriamente, lo miro seriamente, ambos sabemos que nos odiamos. Luego llamo a la azafata y le digo:

-Voy a necesitar una silla de ruedas.

-¿Por qué? –pregunta ella, sorprendida.

Señalando a mi vecino, lo delato sin compasión:

-Porque este señor me ha matado a pedos.

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