El hombre que siempre estaba molesto

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Se cumplen diez años de la muerte de mi padre.

Murió en Lima, la ciudad en que nació, con setenta y un años. Era fuerte como un toro, pero un cáncer en el estómago destruyó sus defensas y acabó con su vida. Expiró en una clínica cerca de su casa, mi madre a su lado, dándole valor para morir.

Cuando era niño, fue víctima de una rara enfermedad en los huesos, que entonces no tenía cura, y quedó cojo. Cojeaba notoriamente. Usaba un zapato más alto que el otro. Esa desgracia dejó una huella profunda en su carácter. No era una persona normal. Era un lisiado, un tullido. Su cojera le recordaba a cada paso que el destino se había ensañado con él, le había nublado el futuro, lo había condenado a ser desdichado. Dicen que sus padres lo metieron en un internado porque en cierto modo se avergonzaban de él. En las fiestas, en los viajes, en las ocasiones en que las personas felices se reunían, a mi padre, el cojo, lo escondían en los cuartos de los sirvientes. Todo eso lo llenó de una rabia profunda, quemante. Estaba furioso con la vida que le había tocado, con sus zapatos dispares y su cojera bochornosa. Una llamarada de ira ardía en su estómago. Lo recuerdo como el hombre que siempre estaba iracundo, molesto.

Nunca pudo recuperarse de esa desgracia.

No fue a la universidad. Sus padres tenían dinero. Le gustaban las mujeres, las motos, las armas. Desde muy joven se obsesionó con las armas de fuego. Dedicó su vida entera a coleccionarlas y dispararlas. Era un cazador consumado. Tal vez era feliz cuando se iba de cacería y mataba animales con sus amigos. Tal vez era feliz matando pumas, venados, patos, gallinazos. En la casa, con nosotros, no parecía un hombre feliz. Estaba siempre irritado, de mal genio, listo para regañar a alguien. Le hacía bien sentarse a tomar un trago, mientras limpiaba sus armas.

Gracias a su padre, con quien tenía una relación profundamente inamistosa, hecha de silencios y rencores, trabajó en dos compañías de automóviles y un banco. Al final de su vida trabajó en una empresa de explosivos y luego en un club de carreras de caballos. Era siempre el gerente, nunca el dueño. No se atrevió a fundar nada, un negocio propio, una compañía en la que fuera el jefe, a no ser por la familia numerosa que fundó: tuvo diez hijos (dos mujeres, ocho hombres) y allí sí era el jefe indiscutido, el temido dictador. El trabajo no le interesaba realmente, no le gustaba, lo veía como un mal necesario, inevitable, la rutina odiosa que había que cumplir. Iba a trabajar de pésimo humor, mal dormido, y regresaba de pésimo humor, cansado, cojeando, con ganas de echarse un trago y decirle incendios a alguien. Solo lo recuerdo feliz cuando se iba de cacería, o a disparar al club de tiro con sus amigos militares. Su pasión eran las armas de fuego y la caza de animales. De no haber sido cojo, quizás le hubiese gustado ser militar. Tenía fascinación por los héroes militares: Patton, MacArthur, Eisenhower. Sus libros predilectos eran los de grandes aventuras militares. El amor y los conflictos sentimentales le parecían cursilerías de mariquitas. Se sabía las grandes guerras con lujo de detalles. Era, me parece, un militar frustrado.

Su padre le regaló una gran casa en el campo, a una hora en auto desde Lima, por una carretera en estado calamitoso. Antes le había regalado un apartamento en la ciudad, frente al club de golf, pero bien pronto quedó pequeño porque mis padres tenían un hijo cada año y medio, dos años, y al cuarto hijo, el abuelo paterno juzgó conveniente despacharnos a los cerros de Los Cóndores, como la rama campesina y algo bochornosa de la familia, y allí pasé mi infancia, huyendo de los malos humores de mi padre, y buscando la compañía de mi madre, siempre rezando un rosario más, y en latín. Esa casa en el campo era tan grande que mi padre podía disparar sus armas a su antojo. Le gustaba disparar a botellas y latas, afinando la puntería, pero también a palomas, picaflores, lagartijas, ratas, cualquier animal que se moviese y turbase su escasa paciencia. Iba siempre con una pistola o un revólver al cinto, y cuando digo siempre, quiero decir incluso cuando asistía a misa los domingos por la mañana. Y no escondía el pistolón: le gustaba exhibirlo, meter miedo.

Todos en la casa le teníamos miedo. Mi madre huía de él y trataba en vano de que no tomase tanto whisky. Yo le tenía pavor. Cuando regresaba del trabajo, furioso, iracundo, se encarnizaba conmigo, me bajaba los pantalones, me daba correazos en las nalgas, me insultaba con una rabia que no tenía tregua ni descanso. Era un hombre profundamente desdichado y no toleraba la felicidad en su familia. Sin embargo, cuando se iba a tomar unos tragos con sus amigos, o a casa de sus cuñados, el Chino y la tía Irene, dicen que era gracioso, chispeante, conversador. Me hubiera gustado verlo así: contento, relajado, cómodo en su piel, resignado apaciblemente a la vida coja que le tocó. Me hubiera encantado tomar unos tragos con él, aplacada ya su furia ciega. Pero no supe encontrar la manera de ser su amigo y él tampoco me ayudó. A veces alguien me ha dicho:

-Tu papá no era como lo has descrito en tus libros.

Seguramente es así. Pero yo solo recuerdo lo que vi, lo que viví. Y mi padre era el señor que vivía molesto, con ganas de pegarle a alguien o matar un animalejo. Era, quizás, una manera de protestar, de decirle al destino ¿por qué carajos me tenías que elegir a mí para ser cojo, por qué no pudo ser el vecino?

Ahora que sé que soy bipolar y tomo los medicamentos apropiados para regular mis episodios maníacos y depresivos, pienso que mi padre era bipolar, pero no tuvo la suerte de saberlo, de tomar las pastillas correctas. En las mañanas, a las siete, cuando salíamos de la casa en el campo y me llevaba al colegio, una hora en la autopista llena de huecos y camiones, era realmente un loco, un demente. Su mirada ardía de rabia, sus palabras eran balas, bajaba la ventana e insultaba a los camioneros, acariciaba su pistola, yo temía que sacase el arma y matase a alguien: siempre, siempre, estaba realmente fuera de sus cabales, desquiciado, poseído por una furia salvaje, sobrenatural. No era solamente un hombre desdichado: era un hombre con ganas de vengarse, de cobrarse la revancha, de hacerle a alguien todo el daño que la mala suerte le había hecho a él. Y a mí me tocó estar a su lado esa hora terrible hasta llegar al colegio. Cómo me hubiera ayudado saber que mi padre estaba enfermo, químicamente enfermo, cómo no pude ayudarlo dándole los medicamentos que ahora tomo. Hubiera sido genial decirle: renuncia, manda el trabajo que tanto odias al carajo, no me lleves al colegio, vámonos a correr olas o a disparar a la playa. Pero no: él ardía de rabia y yo me empequeñecía de miedo y éramos, qué pena, dos adversarios, dos enemigos. Y así se nos fue pasando la vida entera.

Casi todo lo que hice en mi vida adulta (salir en la televisión, dejar la universidad, publicar libros, buscar el cariño físico de un hombre, tomar drogas, declararme agnóstico, irme del Perú) le resultó chocante, vergonzoso, le provocó grandes disgustos y decepciones, le pareció patético, indigno, bochornoso. Mi padre se avergonzaba de mí, yo lo sabía bien, y yo me avergonzaba de él, y él lo sabía bien. Era una guerra sin cuartel, despiadada, hasta las últimas consecuencias. De una manera no del todo consciente, yo me propuse hacer con mi vida todo lo contrario de lo que era su vida, o todo lo que a él le resultase irritante, desagradable. Tuve novio, me declaré bisexual, salí en la televisión besando a un amigo. Fui su hijo mayor, el que llevaba su nombre, y me deploró profundamente. Hasta el final de sus días, nos miramos con recelo, desconfiando de las intenciones del otro. Ninguno de mis libros le gustó, ninguno de mis programas le gustó, todo lo mío le disgustaba de un modo auténtico, visceral, del mismo modo que todo lo suyo me resultaba profunda e incurablemente insoportable. No fuimos capaces de comprender que ninguno podía cambiar al otro y que los dos estábamos bastante locos. Al final, sin embargo, le di un beso en la frente y le dije que lo quería a pesar de todo, pero no sé si me escuchó.

23 comentarios

  • Que tierno, a algunos padres les cuesta demostrar el amor que sienten por sus hijos pero es obligación de nosotros como hijos querer los y velar por ellooa hasta el fin de sus días porque gracias a ellos somos lo que somos

  • Muy bueno el comentario. Muy real. Es asi mismo. A mi me pasa o paso lo mismo. Da pena escuchar leer o sentir eso es muy triste. El ke es malo sufre debe matarse y no hacer sufrir a los demas. o mejor, hacer su vida a su manera antojo y ser felizzzzz es mi humilde opinion. hay mucha tristeza en todo este relato y por eso tu y yo sufrimos y somos como somos. yo tambien desde chico o adolescente me refugiaba solo de dolor hasta hoy dia por cosas que yo se. adoptado y me refugie en el arte y la literatura. En los libros. Leia como loco y no era feliz. A veces si. Y escuchaba mucha musica rock y eso si me hace y me hizo felizzzz y me deje el pelo largo y soy un rokero del carajo. Le contradecia y odiaba.me volvi escritor. los dos nos odiabamos en fin. a veces habia amor. Besos

    Adios

  • Que dramático tu escrito Jaime, como quisiera que fuera otra de tus historias y no la cruda realidad. Ojalá encuentres paz en tu alma, lo deseo profundamente.

  • Siento saber que tan tormentosa fue la vida de tu Padre, entiendo porque tanta furia, resentimiento y hasta odio pudo sufrir con el rechazo y su problema fisico. Solo el que lo vive en carne propia puede afrontar una vida y su condicion a travez de los años. Me imagino a todos los hijitos temblenado de miedo cuando el llegaba ebrio y colmado de rabia y amargura.
    Pero no dices nada de tu Madre, como ella sobrellevo todo ese tiempo, luego con su enfermedad y con todos esos niños. Era una verdadera responsabilidad la de ella; la admiro por ello.
    A ti, siempre te he admirado, me gusta tu profesionalismo, tu ternura con tu Nueva Familia y aunque las hijas mayores sigan engendradas contigo por lo que sea y que en vez de ser agradecidas y demostrar amor solo te explotan y te ignoran. Sigue tu vida, no dejes de tomar tu medicina para la bipolaridad y recuerda a tu Padre, agradecele tu vida y perdonalo, no fue nada facil la vida para el.

  • Llevo 43 años con una persona que la acabas de describir! en los últimos años sobretodo. Qué fuerte esos recuerdos de tu padre, nunca se borraran. En mi caso antes la ignorancia y el amor no reconocía lo que se veía en el horizonte , hoy la pena de dejarlo sólo en su tercera edad. Admiro tu valentía en compartirlo. Y es bueno perdonar porque reconoces no tuvo ayuda profesional como tú , el mío jamás acepta que la necesita, porque para él todos están mal menos él.

  • Gracias por compartir esta parte dolorosa de tu vida con nosotros, no es fácil pero si que ayuda a liberar esos monstruos del pasado.
    Nadie duda del amor que un hijo siente por su padre, a pesar de las malas experiencias vividas.
    Que tu relato también sirva para que entendamos más lo que significa la bipolaridad, identificar síntomas y buscar la ayuda necesaria; que no juzguemos, sino averigüemos.
    Todo lo que te aconteció durante tu juventud fue producto de la bipolaridad, te sentias distinto a otros, no entendías que te ocurria y buscaste mil maneras de averiguar qué te estába ocurriendo.
    Con Zoe estás realmente disfrutando el ser padre, un padre amoroso que nunca provocaría miedo o temor como tu padre lo hizo contigo. estoy segura que a través de este relato, tus hijas mayores entenderán muchas de las cosas que hiciste antes y te darán el lugar en sus corazones que tu tanto haz buscado.
    Gracias nuevamente por compartir esto, era necesario, para ti y para todos los que en alguna forma han tenido la misma experiencia. Cariños desde Vancouver.

  • Lo siento Jaime, por ese dolor innecesario….woww tienes mucho coraje para describir tu historia…solo da gracias !!! sabes pq los compartaientos particulares del ser humano tienen una explicacion, de una manera u otra fue tu Padre y limpia ese dolor interno q llevas y sanaras, el hecho de escribirlo y expresarlo te sana !!! Te admiro no dejes d sonreir

  • Jaimeeeee!, Soy tu Padre carajo, dónde estás? quiero darte de alma, ni en el cielo me dejas en paz(si se puede llamar cielo porque hace calor), espérate que baje no más malcriado(jajaja) : )

  • Que buen y desgarrador relato. Admiro el desenfado con el que Jaime escribe sobre temas tan lacerantes. Me gusta tu escritura y me gustaría saber si algo bueno dejó la convivencia con tu padre.

  • Es lamentable cuando los padres no pensamos en el daño tan grande que podemos hacer a nuestros hijos con nuestras frustraciones o malas decisiones, pero antiguamente no se daba la importancia debida a estos temas. Ahora sabemos que los gritos y los correasos no mejoran la actitud de un niño sino lo contrario, el amor y la confianza si pero de los errores de nuestros padres debemos aprender para no cometerlos…pienso que tu ya lo perdonaste y ahora eres un buen padre. Siempre lo digo los padres también cometemos errores.

  • Gracias, por ayudar a ponernos en el lugar de nuestros progenitores y para tratar de entenderlos y amarlos un poquito mas.

  • Jaime, gracias por compartir tu historia sobre tu condición de bipolaridad. Hay muchas personas que lo toman a la broma, pero es una enfermedad seria y que requiere tratamiento. Cuanta razón tienes al decir que tu papá probablemente tambien era bipolar… Y si lo hubieras sabido tal vez lo hubieras comprendido o tratar de ayudarlo. Me conmovio mucho tu post, gracias por tu franqueza al tocar estos temas que aún son tabú en sociedades como la de Lima, esperemos que esto cambie.

  • Jaimin,es increíble la similitud de tus experiencias con las mias( epa….solo en lo de tu padre),a mi me pasó con mi abuelo,verás,hubieron días en que quise ponerle racumin a su café.,en fin ya pasó.Te admiro por lo valiente que eres y saber sobreponerte a la adversidad.Un fuerte abrazo.

Por Jaime Bayly

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