Una pareja en apuros

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Alejandro Toledo leyó que la justicia peruana había ordenado su captura y que se ofrecía una jugosa recompensa por información sobre su paradero. Tomó un trago, uno más. Estaba tenso, agitado, mal dormido, la piel cetrina, el rostro ajado, pronunciadas las ojeras. No me van a atrapar, pensó. Soy más astuto que ellos, se dijo. Voy a esconderme donde no puedan encontrarme, malició.

A su lado tenía unas maletas llenas de dólares en billetes de cien. Eran parte del cuantioso soborno que le habían pagado los brasileros. Varios millones más habían quedado congelados en las cuentas de su testaferro, el hombre de negocios israelí. Con estos milloncitos, tengo asegurada mi jubilación, pensó. Solo tengo que esconderme bien. No puedo dar un paso en falso. De ninguna manera terminaré preso en una cárcel hedionda en el Perú, como el ladrón de Fujimori.

Esa madrugada había llegado a Madrid en un tren procedente de París. Toledo y su esposa Eliane tenían pasaportes expedidos por Israel, con nombres cambiados. Se los había entregado el Mosad, en agradecimiento por los servicios que ambos habían prestado a Israel. Toledo se llamaba ahora Jacobo Coiman. Eliane era Rebecca Mordida.

Llegando a Madrid, tomaron un taxi con sus maletas llenas de dólares y se dirigieron a la mansión de Isabel Preysler, Villa Meona, en Puerta de Hierro. Tocaron el timbre. Abrió un empleado de seguridad.

-Venimos a visitar a nuestro amigo el marqués Vargas Llosa –dijo Toledo.

-Está descansando –dijo el custodio.

-Despiértelo –ordenó Eliane-. Dígale que la democracia peruana está en peligro.

Poco después apareció Vargas Llosa en pijama y pantuflas, con aire alunado, y la Preysler en camisón, las mejillas cremosas, casi transparentes.

-Alejandro, Eliane, ¿qué hacen acá? –preguntó Vargas Llosa, sorprendido.

Toledo le dio un abrazo sentido, virulento, y luego besuqueó en ambas mejillas a la dama filipina, que no entendía nada.

-Necesitamos un lugar seguro donde escondernos –dijo Toledo, con aire conspirativo-. La mafia fujimorista está buscándonos. Es una venganza. No hay justicia en el Perú.

-Solo nos quedaríamos unas semanitas –prometió Eliane.

Isabel Preysler contemplaba todo con ojos de pavor y consternación, apenas mitigados por su habitual postura de esfinge.

-Lamentablemente ya tenemos visitas –dijo, muy diplomática.

-Podemos dormir en los cuartos del servicio –dijo Toledo-. Yo le ofrezco mis servicios de mayordomo.

-Ya tenemos mayordomo –dijo la Preysler.

-Pero Alejandro es un amigo de toda la vida –intercedió Vargas Llosa.

-Puedo trabajar como jardinero –insistió Toledo-. Puedo limpiar los carros. Puedo echar cloro a la piscina. Puedo cortar la hierba o conseguir hierba. Puedo conseguirle Viagras a don Mario.

-Y yo sé cocinar muy rico –se jactó Eliane.

-Pasen, pasen –se ofreció Vargas Llosa, como si fuera su casa, y en efecto ya casi lo era.

-Lo siento, pero no podemos alojarlos –cortó la Preysler, y les cerró la puerta en sus narices.

-¡Saludos a Alvarito! –alcanzó a gritar Toledo, sin saber si don Mario, al otro lado del portón metálico, lo había escuchado.

Inmediatamente los Toledo se dirigieron a Barcelona, a casa de la premiada cineasta Claudia Llosa. Le rogaron un cuarto donde esconderse.

-No tengo espacio en mi piso –les dijo Llosa-. Y no quiero problemas con la justicia.

-Podemos ayudarte a filmar “La Teta Asustada” parte 2 –le dijo Eliane, tratando de convencerla-. Tenemos los recursos para financiarte la película.

-Yo le meto una papa amarilla en la vagina a mi gringa Eliane –se ofreció Toledo, siempre lleno de inventiva y picardía-. Y después Gastón Acurio le saca la papa con sus propias manos de chef y hace un salchi-papas de chuparse los dedos.

-Sería un éxito de taquilla –opinó Eliane.

-Lo siento, no puedo ayudarlos –dijo Llosa, muy educadamente.

Tercos, obstinados, testarudos, tomaron un tren hasta Munich y se presentaron en la residencia del afamado futbolista Claudio Pizarro.

-¡Bombardero, soy tu fan número uno! –le dijo Toledo.

-Eres más guapo en persona –lo piropeó Eliane, camuflada bajo unos pelos ensortijados y naranjas que parecían el nido de un aguilucho.

-¿En qué puedo ayudarlos? –preguntó Pizarro, pensando que Toledo era más bajo de lo que había imaginado.

-Necesitamos quedarnos en tu casa un tiempo indefinido –se adelantó Toledo-. Te pagaríamos mil dólares diarios.

-Mil dólares por semana, idiota –corrigió Eliane con aspereza a su atribulado marido.

-Pero no puedo arriesgarme –dijo Pizarro, tímido, abrumado por las circunstancias-. Los busca la justicia, la Interpol.

-Solo nos buscan unos fiscales peruanos coimeros, pagados por la mafia fujimorista –dijo Toledo-. Acá en Munich no nos busca nadie, te aclaro.

-No sé, qué difícil, tendría que consultarlo con mi esposa –dijo Pizarro.

-Puedo darte masajes –se ofreció Toledo-. Puedo ser tu utilero, tu aguatero, tu kinesiólogo. Puedo conseguirte efedrina. Puedo darte ayahuasca a la vena.

-Lo siento, pero no puedo ayudarlos –dijo Pizarro.

-Mal nacido –le dijo Eliane-. Pituco miraflorino. Apátrida. Corrupto.

Sin dejarse abatir, dispuestos a eludir el largo brazo de la justicia, los Toledo tomaron un avión a Tel Aviv y fueron a casa del magnate de la televisión Baruch Ivcher. Habían sido amigos tiempo atrás, cuando luchaban juntos contra la dictadura de Fujimori. Había tenido peleas feroces y grandes reconciliaciones. Ivcher estaba retirado de los negocios, había vendido su canal.

-Nosotros te escondimos en París cuando te detuvieron en Varsovia –le dijo Toledo-. Ahora es tu turno de escondernos.

-Favor con favor se paga –sentenció Eliane.

-Imposible –se enfureció Ivcher-. No puedo ser cómplice de la corrupción.

-¡Somos inocentes! –bramó Toledo-. ¡Somos inocentes, carajo! ¡Y Zaraí no es mi hija! ¡Lo juro por mi señora madre, que murió en el terremoto del 70!

Luego se quebró en su sollozo con hipos y se alivió la mucosidad nasal en un pañuelo.

-Por favor, Baruch, déjanos pasar –imploró Eliane-. Te prometo que nos portaremos bien. No haremos mucha bulla. No nos tomaremos tu vodka.

-No te creo, Eliane –dijo Ivcher-. No confío más en ustedes. Por favor, váyanse.

Toledo puso un pie en la puerta y evitó que Ivcher la cerrara en sus narices.

-¿Me vas a negar tu casa, si ambos somos judíos? –le preguntó, desolado, en tono de víctima.

-Tú no eres judío –le dijo Ivcher-. Tú eres un pendejo más.

-¡Soy judío, carajo! –gritó Toledo-. ¡Me hice la circuncisión cuando me casé con Eliane! Y ahora me pregunto: ¿De qué carajo me sirvió que me cortaran la pichula para ser judío, si mis propios hermanos judíos me niegan?

-Adiós, Alejandro –dijo Ivcher, y cerró la puerta bruscamente.

Siempre nos quedará París, pensó Toledo. Siempre nos quedará Zaraí, se dijo. Porque su hija Zaraí, a quien había negado los primeros quince años de su vida, estaba estudiando un doctorado en París. Tomaron un vuelo directo desde Tel Aviv y se presentaron sin previo aviso en el barrio bohemio donde ella vivía. Zaraí pareció sorprendida y asustada al verlos en la puerta de su apartamento.

-Hijita linda, hija mía, hemos venido a visitarte –le dijo Toledo, y la abrazó y la besó y la miró con una amor profundo, infinito.

-¿Cómo estás, cholita linda? –le dijo Eliane, y la besó en las dos mejillas, y la abrazó con una fuerza telúrica-. Cada día te pones más guapa –añadió.

Zaraí se encontraba perpleja, demudada, y la pareja en apuros ya había pasado al apartamento, y Toledo buscaba un trago desesperadamente.

-¿Tendrás un whiskicito, hijita? –preguntó.

-No –dijo Zaraí-. Solo tengo cerveza en la refrigeradora.

Toledo abrió la nevera como un oso sediento, destapó una lata y bebió cerveza. Eliane no tardó en hacer lo mismo.

-Qué sorpresa –dijo Zaraí-. ¿Qué los trae por acá?

-Te extrañamos demasiado, hijita linda –dijo Toledo, y se dejó caer en el sillón-. La sangre llama a la sangre. No podemos vivir sin ti. Ya tengo setenta años y no quiero pasar un solo día lejos de ti.

-Eres el sol que ilumina nuestras vidas –sentenció Eliane, con desusada ternura.

-Toda mi vida, ¡toda!, he sido un padre amoroso, he estado a tu lado, te he visto crecer, florecer, y ahora, hija mía, hija de mi corazón, quiero vivir acá, contigo, para sentir el orgullo de ser tu padre, carajo –dijo Toledo, sollozando.

-Gracias, papi –dijo Zaraí.

-Gracias a ti, hijita –dijo Toledo, y se puso de pie, y abrazó a su hija.

Luego sonó el timbre y los Toledo corrieron a esconderse debajo de la cama.

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Por Jaime Bayly

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