Ven, innoble Irma sibilina

V

Quien primero me advirtió del huracán Irma fue mi hermano Javier, doce años menor que yo, recién cumplidos los cuarenta, con el cual suelo intercambiar correos electrónicos comentando partidos de fútbol, un deporte que nos apasiona. Estábamos contentos porque la selección peruana de fútbol le había ganado a Bolivia y esperanzados de que consiguiera un buen resultado ante Ecuador, aunque no queríamos ilusionarnos tanto. Al final de su correo, en un escueto postdata, mi hermano, mucho más listo que yo, me decía:

-Ojo con Irma, no la pierdas de vista.

Pero no le hice caso, no me preocupé en absoluto, pensé que mi hermano era exageradamente previsor. Ni siquiera lo comenté con mi esposa y lo pasé por alto. Irma estaba todavía lejos y yo confiaba en que se desviaría y nos eximiría de su furia perniciosa.

El domingo, en vísperas del feriado, fui al cine con mi esposa, ahora solo vamos a las salas nuevas de CMX en el centro de la ciudad, que son sumamente cómodas, ya no nos aventuramos hasta los cines de South Beach, y, esperando la película, ella me dijo:

-Parece que viene un huracán.

Miré su celular y, dándome aires de resabido, veterano navegante de ciclones, sobreviviente del huracán Andrew en agosto de 1992, le dije, con tono irritante de superioridad moral e ínfulas de profeta:

-No pasa nada con Irma. Es un cuento de los canales de televisión. Ya verás que luego se desvía y no nos hace ni cosquillas.

El lunes, día feriado, no tuve que hacer el programa en vivo, y, mientras cenábamos en un restaurante de la isla, mi esposa insistió:

-¿No te parece que deberíamos ir comprando los pasajes a Lima para escapar del huracán?

-De ninguna manera –le dije-. Hay que esperar. Estoy seguro de que al final no pasará nada.

Irma, ese nombre breve y en apariencia inofensivo, evocaba para mí a una empleada doméstica de mi madre, la buena y hacendosa y siempre leal Irma, que nos acompañaba desde que yo era un niño en la casa en el campo de Los Cóndores, y era una de las más eficaces asistentas de mi madre Dorita, la reina pía de Miraflores. Irma lo hacía todo bien: limpiaba, cocinaba, lavaba, cosía, remendaba, pagaba cuentas, pactaba y cancelaba citas, compraba en el supermercado y en las carretillas de frutas, era una empleada todoterreno, multiuso, parte ya de la familia, y a quien mi madre, con toda justicia, amparaba y protegía, casi como si fuera una hija más. Como Irma me había sonado siempre a alguien que me resolvía los problemas y ayudaba con cualquier asunto o enredo doméstico, este huracán no me daba miedo alguno.

Pero todo comenzó a cambiar el martes, cuando fuimos a buscar a nuestra hija al colegio y se nos informó de que, dada la gravedad del huracán que se avecinaba, se cancelaban las clases el jueves y viernes. Nuestra hija estaba preocupada, nunca había vivido un huracán, mi esposa tampoco, ella nació y creció en Lima, donde no hay huracanes, tormentas, tornados ni lluvias tan siquiera, solo temblores y terremotos, que, por supuesto, no se predicen con antelación y ante los cuales no puede uno prepararse mucho.

-Nos vamos mañana miércoles a Lima –sentenció mi esposa.

-Imposible –le dije-. Tengo que hacer el programa toda la semana.

-¿O sea que el programa es más importante que tu familia? –se enojó ella.

-No he dicho eso –me defendí-. Pero yo, si viajo, viajaré el sábado. Tengo que cumplir con mi público. Precisamente cuando viene un huracán, no puedo ser el primero que huye como un ratoncito asustado, mi amor. El periodista se queda, informa y, si es necesario, arriesga su vida para cumplir con su misión de informar –pontifiqué, dándome aires de gran periodista ejemplar.

-Eres un tarado –opinó mi esposa-. Nosotras nos vamos mañana a Lima.

Por supuesto compré sin chistar los pasajes de ellas. Los precios eran ya exorbitantes, las aerolíneas, qué usura, habían duplicado y hasta triplicado el costo de los billetes aéreos, aprovechando la creciente demanda, lo que me parecía un abuso desalmado, una angurria deplorable. Traté de convencer a mi esposa para irnos a Nueva York el sábado, pero ella me dijo:

-El sábado estará cerrado el aeropuerto, ¿no te das cuenta?

-No creo –le dije-. Se supone que el huracán, si llega, llegará el domingo a mediodía.

-¡Claro que llegará! –se impacientó ella.

-Es muy pronto para saberlo –dije-. Y tengo que cumplir con el programa. No me iré antes del sábado.

El miércoles fue un día triste. Recogimos a nuestra hija del colegio y las llevé al aeropuerto. Hicimos las colas juntos, en medio un gentío impaciente y ansioso por escapar, y nos despedimos entre abrazos y lágrimas. Les prometí que viajaría el viernes por la tarde, o el viernes a medianoche, o el sábado por la mañana. Mi esposa me rogó que no me quedase en la casa a ser testigo del huracán. Ya me había quedado en casa, sin evacuar, estando en zona de evacuación, durante el huracán Andrew, hacía veinticinco años, y parecía imprudente repetir tamaña aventura. Pero, por otra parte, me parecía admirable lo que había decidido sir Richard Branson en su isla Necker de setenta y cuatro acres, una de las islas Vírgenes Británicas: quedarse en su casa, en su amurallada bodega de vinos, y resistir el huracán Irma tomando vino con sus amigos y empleados.

Cuando mi esposa y nuestra hija viajaron a Lima, dispuestas a quedarse en aquella ciudad todo el tiempo que, en el peor de los casos, nuestra casa acá en la isla estuviera sin luz y anegada, decidí que haría el programa toda la semana y escaparía, de ser necesario, el viernes al final del día. No quería abandonar mis responsabilidades periodísticas, me parecía imperioso cumplir con mi público, cuyo promedio de edad se calculaba en sesenta y ocho años, personas ajenas al uso del internet, todavía hipnotizadas por el resplandor de la caja boba. Tenía tres planes de escape, tres pasajes comprados, a despecho de mis diezmadas finanzas: uno a Lima en Avianca el viernes por la tarde; otro también a Lima en Latam el sábado de madrugada; y uno a Nueva York en American el sábado por la mañana.

Pero el miércoles, después del programa, recibí un mensaje de texto de American informándome de que el vuelo a Nueva York había sido cancelado. De modo que, al escribir estas líneas, solo tengo dos posibilidades de huir por vía aérea: una el viernes a la tarde, la otra el sábado de madrugada, ambas a Lima. Pero, ¿y si me voy a Lima, un vuelo largo, pesado, y al final el huracán se desvía y no pasa gran cosa en Miami, y tengo que regresar el lunes para hacer el programa en vivo? ¿No sería mejor esperar hasta última hora antes de abordar el bendito vuelo salvador? El peligro, claro, es que cierren el aeropuerto y pierda ambos vuelos. Además, un meteorólogo vino al programa y me aseguró que el ojo de Irma pasará no por Miami, sino a unas cien millas de la ciudad, y que no será realmente necesario evacuar, aun estando mi casa tan cerca del mar.

De modo que, mientras el jardinero y el carpintero, ambos indocumentados, ambos a no dudarlo mejores personas que Trump, siguen protegiendo las ventanas de mi casa con grandes láminas metálicas en previsión de lo peor, y al tiempo que mi familia me espera impacientemente en Lima y me conmina a evacuar la isla hoy mismo, he decidido quedarme hasta el final, y tomar la decisión de escapar solo cuando parezca seguro e inevitable que el ojo del huracán vendrá a despeinarnos el domingo. Lo peor que puede pasarme es que cierren el aeropuerto el viernes y que el sábado se confirme que el huracán sigue siendo categoría 5 y viene a cebarse con nosotros, el muy cabrón, o la muy cabrona. En ese caso, si el aeropuerto está cerrado, tal vez subiré a la camioneta, que tiene el tanque de gasolina lleno, y manejaré al norte como un demente con una misión, hasta ponerme a buen recaudo. Pero, y que me perdonen las autoridades, y espero que mi esposa no lea estas líneas, y dado que no me gusta manejar en coche grandes distancias, me sigue tentando bastante quedarme en la casa, solo, con una radio a pilas, una linterna, veinte botellas de agua y otras tantas de buen vino, barras de proteína, y un revólver calibre 38, y plantarle cara a Irma, y decirle, mojado, despeinado, en calzoncillos, trepado en el techo de mi casa, mórbidamente suicida, amante del riesgo y la aventura al filo mismo del precipicio, por algo soy un escritor que lo cuenta todo, en particular lo que no debería contarse:

-Acá te espero, Irma de los cojones. No te tengo miedo. Ven, maldita hetaira soplapollas. Ven, pérfida, traidora, innoble Irma sibilina. No podrás conmigo. Pasarás, serás un mal recuerdo, y acá seguiremos en pie, Irma, malaya sea tu suerte. Si Andrew no me mató, tampoco me matarás tú, condenada.

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Por Jaime Bayly

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