Taquicardia y palpitaciones

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Aunque ya casi no hablo por teléfono, y todo lo resuelvo mediante correos electrónicos, llamé por teléfono al gerente del canal, en el que trabajo hace casi doce años, y le dije:

-Mañana miércoles no haré el programa en vivo.

El gerente, una buena persona, un hombre amable, preguntó:

-¿Te toca día libre por contrato?

-No –respondí-. Me toca salir en vivo. Pero no podré salir en vivo.

-¿Estás mal de salud? –preguntó.

-Sí –le dije, y no mentí-. Tengo taquicardia y palpitaciones.

-¿Has ido al médico? –inquirió.

-No vale la pena –dije-. Es por el fútbol. Se me pasarán, si gana Perú.

-No entiendo de qué me estás hablando –confesó el ejecutivo.

-Mañana juega Perú –lo puse al día-. No puedo perderme el partido. Si gana, va al mundial. Por eso no saldré en vivo.

Hubo un silencio inquietante.

-¿Me estás diciendo que no vendrás a trabajar porque te quedarás viendo un juego de fútbol en televisión? –preguntó el jefe, con aire incrédulo.

Siendo oriundo de la isla de Puerto Rico, le costaba trabajo entender que un mero partido de fútbol capturase de un modo tan hipnótico mi curiosidad, mis expectativas y mis ilusiones.

-Exactamente –le dije-. No iré a trabajar porque el partido comenzará a las nueve. Si voy al canal, me lo perderé. Y no pienso perdérmelo de ninguna manera.

-Pero es sólo un partido de fútbol –insistió el gerente-. Tu público te espera.

-Pues que me espere hasta el jueves –dije, tajante-. Y no es sólo un partido de fútbol. Es mucho más que un partido. Perú no va a un mundial hace ocho mundiales. Es una cuestión de vida o muerte.

-No sabía que seguías siendo tan peruano –comentó el ejecutivo.

Yo no estaba dispuesto a ceder. De ninguna manera me perdería el partido de fútbol más importante en la historia contemporánea del Perú.

-¿Y si ponemos un monitor en el estudio con la señal del partido? –preguntó el gerente-. ¿Y si haces el programa en vivo y vas viendo el partido en una pantalla al lado? ¿Considerarías salir en vivo así?

-No, no –fui cortante-. De ninguna manera. El partido lo veré en mi casa, concentrado.

-¿Concentrado? –preguntó el gerente, confundido, sin entender.

-Vestido con la camiseta peruana –dije-. Con un rosario colgando del pecho. Encerrado en mi cuarto. Tomando vino helado canadiense. Rezando.

-No sabía que un partido de fútbol era más importante que tu trabajo –dijo el gerente.

-Mucho más importante –lo decepcioné.

Nos despedimos fríamente. Supe que a buen seguro habría represalias. Con seguridad me penalizarían económicamente por el capricho que me había permitido, sin que el contrato me amparase. No me importaba, el partido no tenía precio, tamaña emoción era inestimable.

Más tarde me llamó el dueño del canal, un hombre muy rico.

-Estoy preocupado –me dijo, sin rodeos.

Guardé prudente silencio.

-Me dicen que no quieres trabajar mañana miércoles –continuó-. Me dicen que quieres quedarte en tu casa viendo televisión.

No solté prenda.

-¿Eso es verdad? –me preguntó.

-Sí, es verdad –respondí.

-Pero yo te pago no para que veas televisión, sino para que salgas en televisión –se impacientó el dueño.

-Entonces no me pagues mañana –le propuse.

-¿Y qué se supone que pasaremos mañana? –preguntó.

-Bueno, pasamos una repetición y ya está, nadie se dará cuenta, todos estarán viendo el partido –dije.

-Tu público no ve fútbol, y menos fútbol peruano –sostuvo el dueño-. Tu público son cubanos, venezolanos, mexicanos, centroamericanos. ¿Tú crees que tendrán interés en un partido de Perú? Imposible, ¡imposible!

-Me da igual si ven o no el partido –dije-. Yo no quiero perdérmelo. No puedo perdérmelo.

-No te entiendo –dijo el dueño- Tu conducta no es profesional. El contrato te obliga a salir en vivo mañana. Si no lo haces, no sé si te lo renovaremos.

No me asusté. Me mantuve firme. Lo desafié:

-Haz lo que quieras. Despídeme, si quieres. No me renueves el contrato. Pero yo mañana veo el partido. El futuro no me importa, ya se verá después.

-Estás loco –sentenció el dueño.

-Ya lo sé –le dije-. Y lo sabías cuando me contrataste. Y el programa tiene éxito gracias a eso.

Nos despedimos sin efusiones de afecto ni tan siquiera de cortesía. No estaba dispuesto a ceder. La última vez que Perú había estado a un paso de clasificar a un mundial había sido hacía tanto tiempo, más de treinta años, en un partido contra la Argentina, en Buenos Aires, en cancha de River, al cual asistí como espectador, y que los argentinos empataron agónicamente con un gol por las bravas de quien ahora era el lúcido y valiente entrenador del Perú.

Poco después me llamo el productor del programa:

-¿Qué hago con el invitado de mañana?

-Cancélalo –le dije.

-¿Qué le digo?

-La verdad: que no iré a trabajar porque estaré viendo el partido.

-¿Irás a Lima a verlo en el estadio?

-No. Lo veré por televisión.

-¿Y si nos despiden por falta injustificada?

-Me importa un carajo. Y la falta es plenamente justificada.

-Tienes razón –dijo el productor, quien, siendo chileno, insólitamente quería que los peruanos ganasen.

Al día siguiente, cuando oscurecía, hacia las seis de la tarde, pasé por la farmacia, compré una caja de viagras y tomé tres pastillas al hilo pensando en celebrar el triunfo peruano en una gran fiesta erótica con mi esposa. Estaba seguro de que los peruanos ganarían, a pesar de las predicciones sombrías de una vidente amiga. Pensé que tal vez era un exceso tomar tres pastillas y no una sola, pero mi vida había sido siempre una colección de excesos, desafueros y desmesuras.

Dos horas antes de que comenzara el partido, sonó el timbre de mi casa. ¿Quién podía ser tan inoportuno para venir a interrumpirnos el momento sagrado, innegociable, del fútbol? Mi esposa ya estaba en su habitación, a solas, prendiendo velas, vistiendo la camiseta peruana, y yo me había confinado en mi cuarto, siguiendo las cábalas de siempre: la camiseta, el rosario, el vino helado canadiense, la virgen que me regaló mi madre al lado de la pantalla gigante: cuando Perú se juega el pase a un mundial, no soy agnóstico, vuelvo a ser creyente, me desbordo de fe y fervor y rezo como un monaguillo piadoso. Bajé, abrí la puerta y, para mi sorpresa, era el dueño del canal.

-Vengo a llevarte ahora mismo al estudio a que hagas el programa en vivo –me dijo.

-Imposible –le dije-. No voy a ir. Voy a ver el partido acá en mi casa.

-Pero, ¿es que juega tu hijo o tu sobrino en la selección? –preguntó.

-No –le dije-. Pero es como si jugara yo mismo.

No mentía. Cuando veía un partido así de importante, se me movían las piernas solas, díscolas, ingobernables, como si quisieran patear la pelota sin pedirme permiso.

-Pasa, por favor, pasa –le dije al dueño-. Tomemos unas copas.

Le encantó el vino helado que yo había traído de Vancouver. Una hora después, nos habíamos bajado dos botellas. Por suerte había varias más. Ya bastante alcoholizados, me dijo que se quedaría a ver el partido conmigo, al menos el primer tiempo. Pensé decirle que, por cábala, tenía que irse, pues yo debía verlo solo, pero no quise ser tan patán y acepté que lo veríamos juntos.

Cuando comenzó el partido, estábamos realmente borrachos. Mi amigo, el dueño, que nació en Cuba y creció en los Estados Unidos, no entendía un carajo de nada, ignoraba las reglas básicas del fútbol. Amante del béisbol y el básquet, no podía concebir que un partido de fútbol pudiera terminar, tras hora y media de juego, cero a cero.

Cuando Perú metió el primer gol, salté y grité como un animal:

-¡Gol, carajo, gol! ¡Gol peruano, la puta madre que te parió!

El dueño se puso de pie y gritó:

-¡Perú, Perú!

Yo le di un abrazo sentido, entrañable, poderoso, un abrazo que se me hizo eterno. El dueño me miró la entrepierna y me preguntó, asustado:

-¿Se te ha puesto dura?

En efecto, los tres viagras me habían provocado una tremenda, formidable erección.

-Sí, mil disculpas –dije.

-¿Se te ha puesto dura cuando me has abrazado? –preguntó el dueño, dando dos pasos atrás, mirándome lívido, aterrado.

-No, no –dije-. Se me ha parado con el gol peruano –dije, sin saber si mentía.

-Esto es demasiado para mí –dijo el dueño-. Te has frotado conmigo y has tenido una erección.

-Mil disculpas –le dije.

-Me estás acosando sexualmente–dijo, y me miró con profunda decepción-. Me voy. Me voy en este mismo momento.

No fui a abrirle la puerta. Me quedé viendo el partido, saltando de alegría como un mono.

-¡Vamos, Perú! –grité.

-¡El gerente te llamará mañana! –gritó él-. ¡Y no esperes buenas noticias!

Luego dio un portazo.

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Por Jaime Bayly

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