Grandes amigos libertinos

G

Hijo de argentinos, padre golfista, madre religiosa de gran corazón, a Carlos le dije siempre Carlitos. Nos conocimos en una universidad católica de Lima (las universidades no deberían profesar religiones, pero esto no lo advertí a tiempo) y dos o tres cosas nos unieron poderosamente: la pasión por el cannabis de alta calidad, una marcada abulia e impericia para resolver problemas matemáticos (tara por la que acabamos siendo expulsados de esa casa de estudios) y, muy furtiva, soterradamente (eran otros tiempos), una inconstante curiosidad para apreciar, y acaso disfrutar, la belleza masculina. Fumados, volados, revirados, hartos de las matemáticas espesas, nos sentábamos en la rotonda de letras a contemplar a las chicas más lindas y los chicos más guapos y nos reíamos de todo, de todos, como si fuésemos inmortales.

También nos unía de un modo casi suicida el vértigo por la velocidad, una pulsión imprudente que por fortuna no nos costó la vida. Carlitos manejaba un auto japonés de alta potencia, un Honda Prelude que era un avión, había pocos modelos como el suyo en la ciudad, y yo me había comprado, con el dinero que me prestó el tío Francis, y al que no sé si le pagué del todo, un Fiat Brava color plata, de cinco velocidades, que silbaba como una bala. En las horas muertas en que debíamos estar en clases, preparándonos para ser los abogados que en realidad no queríamos ser, Carlitos y yo subíamos a nuestros autos y hacíamos carreras enloquecidas, a altísima velocidad, arriesgando la vida, desde el campus de la universidad hasta su casa de La Planicie. Manejábamos, creo, con bastante destreza, pues nunca chocamos ni provocamos un accidente, y poco debíamos de apreciar nuestras vidas, o cierto morbo hipnótico ejercía la muerte sobre nosotros, pues en cada curva tirábamos los dados a vivir o morir, qué manera insana de desafiar la suerte y vivir al límite, literalmente al borde del abismo de aquellos cerros arenosos que subíamos y bajábamos zigzagueando, como si nuestros autos fuesen esquís y esa arena que no conocía la lluvia, una fina pátina de nieve inmaculada.

Carlitos vivía en una gran casa en La Planicie, en los extramuros de la ciudad. Su padre, argentino de familia ilustre, de abolengo, además de jugar al golf todos los días, era un próspero hombre de negocios. Aquellos eran los años peores del terrorismo, últimos ochentas, y el acaudalado empresario, creador de un pegamento instantáneo, se asustó, vendió sus empresas en Lima, su mansión en La Planicie y se mudó con su familia a Caracas, donde también tenía negocios boyantes. Pero Carlitos no se fue a Caracas, suerte la suya. Ya separado de la universidad, fue enviado por sus padres a Colorado, bajo la presunción optimista de que concluiría sus estudios y sería un profesional a carta cabal. Pero él no quería estudiar un carajo, y no sabía a qué profesión estaba llamado, cuál demonios era su vocación. Sabiamente, ya instalado en Colorado, en un pueblo al sur de Denver llamado precisamente Pueblo, Colorado, vino a descubrir, o a confirmar, que lo que más le atraía en la vida, y aquello a lo que quería dedicarse de los pies a la cabeza, a fondo, sin reservas, era el cannabis, la marihuana refinada, de alta calidad, todo lo que tuviera que ver con esa hierba risueña, que entonces, por supuesto, estaba proscrita en ese estado, en ese país y me atrevería a decir que en todos los países (estamos hablando de hace treinta años). Si bien estaba matriculado en una universidad, y simulaba estudiar negocios, Carlitos raramente asistía a clases, se las ingeniaba para aprobar raspando los cursos, a menudo dándoles grandes obsequios a los profesores (las botellas de whisky etiqueta azul obraban milagros académicos), mantenía tan contentos como desinformados a sus padres en Caracas, quienes creían que su hijo se preparaba para ser un campeón de los negocios, y, en sus ratos libres, que eran casi todos, se dedicaba a cultivar una importante plantación de cannabis en el interior de su casa: la sembraba, nutría, irrigaba, iluminaba (con fluorescentes) y aireaba, y cuando las plantas florecían, cosechaba los cogollos, los secaba, curaba y finalmente, y muy merecidamente, los fumaba, cosa que, siendo un apasionado de su trabajo, hacía todos los días, incluyendo domingos y feriados. Como no necesitaba dinero, pues sus padres eran ricos y solventaban sus cuentas, Carlitos no compartía, ni mucho menos vendía, la hierba que cultivaba, y solo unos pocos conocíamos ese secreto, el tesoro que escondía en su casa de Pueblo, Colorado, y por eso, atendiendo a sus reiteradas invitaciones, acudí a visitarlo, seguro de que pasaríamos días inolvidables.

Así fue, en efecto. En aquellos tiempos, con veintidós años, yo estaba resuelto a ser un hombre exitoso de la televisión, y ganaba buen dinero haciendo programas fuera de mi país de origen, el Perú, y por eso se me hizo muy conveniente pasar una temporada con Carlitos en Colorado, felizmente intoxicados, y cada dos o tres semanas tomar un avión a Miami para grabar los programas de los que vivía, sin privarme de nada. Qué semanas tan espléndidas pasé con Carlitos en su casa de Pueblo: con qué paciencia y dedicación cuidaba sus plantones machos y hembras de cannabis, con qué sagacidad los iluminaba e irrigaba y nutría, con qué amor paternal les hablaba, con qué deleite fumábamos los porritos que producía serena y consistentemente. No sé si nos hicimos algún daño neuronal más o menos severo, pero estoy seguro de que fuimos condenadamente felices fumando por la mañana, la tarde y la noche, mirando videos musicales en MTV (eran esos tiempos), comiendo litros de helado y, en su camioneta verde, asistiendo al cine todas las noches, otra pasión que nos acercaba. Carlitos no tenía novias ni novios, yo tampoco, y era genial estar juntos porque ambos teníamos clarísimo que no nos rebajaríamos a ser amantes, pues éramos primero y principalmente amigos, grandes amigos drogones, grandes amigos chinos de la risa, grandes amigos epicúreos, libertinos, despreocupados del futuro. Luego me fui y quedamos en vernos pronto, pero el tiempo fue pasando y él se casó y tuvo dos hijas, y yo me casé y tuve dos hijas, y sus padres murieron relativamente jóvenes, y él, hijo único, heredó una fortuna, y luego se divorció, y yo me divorcié también, y sin darnos cuenta se nos pasaron muchos años sin vernos, aunque siempre llamándonos y escribiéndonos, y él muy pendiente de mis libros, mis amoríos, mis escándalos deplorables y mi proclividad a jugar a la ruleta rusa con la política.

Cuando murió mi padre, Carlitos, que ya había perdido a los suyos, me escribió: “Por fin serás libre”. Cuando se enteró de que me había echado novio oficial, me preguntó: “¿Fuma?”. No se refería al tabaco, desde luego. Le dije que sí. “Entonces apruebo”, sentenció. Pero cuando se enteró de que me había enamorado de Silvia, y nos habíamos casado, y habíamos tenido una hija, me dijo: “Tienen que venir a visitarme. No valen excusas. Los espero”.

Por eso vinimos esta semana de Acción de Gracias a Colorado. Quería ver a Carlitos después de tanto tiempo sin vernos y darle las gracias por ser un amigo tan estupendo. Ya no vivía en Pueblo, ahora se había comprado un caserón en Avon, muy cerca de las afamadas pistas de esquí de Beaver Creek y Vail. Como yo, se había echado unos kilos encima, quién podía reprochárselo. Su casa era impresionante, arriba de una montaña, en medio de pinos nevados, un paisaje sobrecogedor. Tuvo inmediata buena química con mi esposa. Sacó los mejores vinos, nos hizo reír a mares, nos enseñó su fantástica plantación de cannabis, ahora en interiores y exteriores, todo perfectamente legal: se había convertido en uno de los principales proveedores de marihuana para uso medicinal y recreativo del bendito estado de Colorado. Y, por supuesto, seguía fumándola con celo de monje anacoreta, y por eso sus ojillos achinados lanzaban destellos rojizos iridiscentes, disolviendo todo lo malo, aburrido y odioso que había en esta vida. No quisimos quedarnos a dormir en su casa, preferimos alojarnos en un hotel cercano que nos recomendó.

Como las pistas de Beaver Creek y Vail estaban cerradas por falta de nieve, Carlitos nos llevó a varias montañas que no conocíamos: Copper, Breckenridge y Keystone. En todas nos divertimos mucho esquiando, pero en esta última, Keystone, a once mil seiscientos pies de altura (más alto que Cusco), casi media hora subiendo en góndola, y tan pronto como mi esposa y mi hija se fueron a esquiar en la pista verde, Carlitos sacó con aire desenfadado un porrito noble, de fabricación casera, me invitó a fumarlo, por supuesto no le hice ascos, y, ya relajados y riéndonos, me retó: “Bajamos por la pista azul y gana el que llega primero”. De nuevo, y como hacía treinta años, el vértigo por la velocidad nos convocaba de un modo suicida. Acepté a sabiendas de que él esquiaba mejor y yo prefería las pistas verdes, menos empinadas.

Lo que ocurrió en los siguientes quince o veinte minutos, más de dos millas de recorrido, fue realmente memorable, o al menos lo fue para mí: bajamos como balas perdidas, sobrepasando a todos, apenas zigzagueando cada tanto para frenar, y cuando faltaba poco para terminar, yo liderando la competencia, la meta cada vez más cercana, cogí tanta velocidad que de pronto perdí el control, rodé aparatosamente, los esquís y bastones salieron volando y terminé caído en la nieve como un saco de papas. Carlitos, la amistad está primero, no quiso ganarme: se dejó caer, rodó a mi lado, y terminamos los dos, gordos, fumados, felices, riendo a carcajadas, tumbados sobre la nieve, contemplando el cielo diáfano de Colorado, celebrando una amistad que el tiempo había probado indestructible y unos pequeños vicios mundanos que, benditos sean, nos devolvían a los años mágicos, perdidos, de la juventud.

19 comentarios

Por Jaime Bayly

Redes sociales