Una puta elegante y veterana

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Estábamos tan cómodos en Lima que no fue fácil partir a Buenos Aires. Lima tiene un oculto poder narcótico que te seda, envuelve, embruja y paraliza: ya no quieres irte, sobre todo porque llegar al aeropuerto es un descenso a los quintos infiernos. Todas las querellas y reproches a la ciudad se disuelven cuando sales a comer y te permites un banquete francamente obsceno. Lima no te atrapa por los ojos, sino por el paladar. Lima es un estado de ánimo: no hay tristeza o aflicción que no se cure visitando uno de sus grandes restaurantes. Toda congoja se interrumpe comiendo en Félix o Rafael o Astrid y Gastón. Es una terapia corta, eficaz, que prescinde de las palabras.

¿Por qué queríamos ir a Buenos Aires a pasar los últimos días del año? Podría decir que tenía algunas reuniones más o menos importantes, y no mentiría. Pero la verdad es que Buenos Aires no apela a ninguna zona racional de mi cabeza. Buenos Aires es una antigua pasión, una querencia inexplicable, un punto vulnerable, una obsesión. Las obsesiones no se curan ni se reprimen: uno se entrega a ellas, resignado. Mi enamoramiento de Buenos Aires comenzó cuando tenía dieciocho años y no sabía que estaba enamorándome de una puta elegante y veterana, que habría de maltratarme y serme infiel, solo para seguir amándola todavía más, como se ama en las grandes pasiones incomprendidas. Me dicen: pero Buenos Aires es vieja, decadente, apesta, huele mal, está decrépita, ha envejecido fatal. Y yo digo: sí, sí, pero la quiero igual, la quiero precisamente por eso, porque es una meretriz antigua, afrancesada, de la que vivo enamorado sin remedio, a sabiendas de que me complacerá solo cuando a ella, tan díscola, se le antoje. Porque a la señora se le notan ya las arrugas y el calor le estropea el maquillaje y su añeja elegancia ha trocado en modales ásperos, algo acanallados, pero todavía, cuando te mira a los ojos, te hechiza, te hipnotiza. Es, pues, una puta irresistible que sabe de hipnosis, y por eso fuimos a declararle nuestro amor una vez más.

A mí no me lleven a Puerto Madero: si ya vivo en Miami, ¿qué sentido tendría ir a la Argentina para, en cierto modo, seguir estando en Miami? No me lleven tampoco a San Isidro, Martínez y el entrañable y laberíntico Barrio Parque Aguirre: en esos pagos viví otras vidas y amé a otros amores y ahora son territorios proscritos que pertenecen al pasado. No quiero ir a Palermo: no sé de modas ni de ropa ni de onda, no tengo onda, nadie tiene menos onda que yo, una vez escuché a un argentino decirle a otro: tenés menos onda que Jaime Baylys. Yo soy una señora que se siente plena, a gusto, solazada, en perpetuo regocijo, cuando está en Recoleta. Yo no quiero vivir en Nueva York o en París, quiero pasar temporadas en Recoleta. Para mí, ese barrio señorial representa la grandeza extraviada de la ciudad, del país. Desde que lo conocí hace treinta y cinco años, cuando viajaba a Buenos Aires para comprar libros y ver fútbol en la cancha, no por televisión, nada ha cambiado demasiado, todo sigue más o menos igual. Juraría que los mozos de ciertos hoteles y cafés son inmortales, no envejecen, preservan los modales refinados, ahora tan en desuso. Todas estas últimas tardes, aun bajo un calor abrasador, aunque a veces con un vientecillo bienhechor, he sido feliz, groseramente feliz, caminando a ninguna parte por Posadas, Rodríguez Peña, Montevideo, Parera, Guido, Quintana, y de noche, solo de noche, por la avenida Alvear, que de día es envilecida por el paso ruidoso de grandes colectivos que rugen como matones vocingleros. Me gusta caminar por Recoleta leyendo los anuncios de los departamentos en venta, soñando con comprarme uno, y detenerme en un café pequeño, sin pretensiones, fuera del radar turístico, por ejemplo Las Delicias o Josephina, y tomar algo mientras converso con el camarero y le tomo el pulso al humor político de la gente. Hay, me parece, un cierto optimismo moderado, que por supuesto comparto, aunque el mío es inmoderado. Las calles están bastante despobladas porque todo el que puede, y aun el que no puede, se ha ido a la playa, qué costumbre tan rara. Yo huyo de la playa, tal vez porque vivo a cinco minutos de ella. Cuando la gente se va a la costa a tomar sol, me gusta ir a contramano y visitar la ciudad desierta. Además, en el Alvear, que para mí ha sido siempre el nirvana, han inaugurado una pileta techada y climatizada, donde me daba baños de asiento y hacía mis abluciones después de caminar por el barrio. Soy, pues, una señora de Recoleta, una señora que toma el té en el Alvear, el té rojo por supuesto.

Hay cacas de perros en las veredas del barrio, sí, es verdad, y por eso uno debe andar con cuidado. Hay muchos mendigos y locos y drogadictos durmiendo en las esquinas, sí, es verdad, incluso a la sombra del gran árbol aledaño a la calle Bioy Casares, en la plaza San Martín de Tours, han montado una carpa donde duermen la siesta, pero no hay que verlos con hostilidad ni tan siquiera con recelo o desconfianza, yo me veo en ellos y pienso que podría ser cualquiera de ellos, yo también soy loco y drogadicto y vago de campeonato, solo que de momento he tenido mejor suerte que ellos. Dicen que pasan ladrones en moto y te arrancan el reloj, no lo sé, nunca me han asaltado en la calle, solo me han robado los banqueros y financistas. Yo puedo dar fe de que el dueño del quiosco frente al hotel es un tipo caballeroso y encantador, con el que apetece charlar un rato; que una noche, mientras caminaba absorto por la avenida Alvear, pasó un corredor y me gritó Jaime, ¡genio!, y yo pensé cómo se han rebajado en estos tiempos los estándares de la genialidad; que cenar en Mirasol, o Marcelo, o Fervor, o La Pecora Nera, sigue siendo un deleite absoluto, a no ser por los brasileros de la mesa de al lado, que hablan y ríen a gritos, qué manera de ser ruidosos en su alegría; y que cualquier mozo de La Biela elegido al azar tiene más honor y señorío que un presidente peruano.

La noche del 31 elegimos cenar en el Alvear, en el restaurante francés, y desde luego no nos arrepentimos. Se nos agasajó con un menú de siete cursos, comimos todo salvo el pato, la atención fue deslumbrante, exquisita, y a medianoche bailamos en medio de unas pocas parejas otoñales, con lo cual me sentí el jovencito de la fiesta, no se diga ya mi esposa, que tiene apenas veintinueve años y era la lolita que convocaba las miradas más arrobadas. Poco después caminamos por la calle Posadas, que olía a basura en verano como hieden ciertas calles de Manhattan, y en la que buscaba el edificio del que saltó a la muerte Jorge Sivak, el banquero comunista cuya vida ha reconstruido magistralmente su hijo Martín en un libro entrañable, y nos metimos en la fiesta del Park Hyatt. Yo no bailo a menos que esté borracho, y sin embargo esa noche bailamos hasta las tres de la mañana pasadas. Mi mujer tomaba vino, yo agua de botella, nuestra hija colapsó y se fue a dormir al hotel, y como la música era de una época, los ochentas, que mi esposa no vivió, se acercaba cada tanto al DJ y le pedía canciones y él no dudaba en complacerla porque se enamoró de ella y por cada canción le robaba un beso en la mejilla. Bailamos grandes canciones y también canciones pegajosas, tropicales, de moda, al tiempo que unos jóvenes argentinos muy guapos seducían con notable pericia a unas chilenas vestidas de negro que bailaban descalzas. Hacía tiempo que no la pasábamos tan bien. Nos dieron las cuatro de la mañana y regresamos caminando al hotel y me pareció que éramos felices y que estábamos en el lugar correcto.

Ya en la habitación, nos quitamos la ropa, mi esposa se retiró el anillo protector sin decir palabra, me apalabró, hicimos el amor embriagados todavía por la fiesta y las improbables euforias que ella desató, y el final fue tan perfecto y glorioso que le dije:

-Me parece que has quedado embarazada.

Estábamos tan contentos, tan borrachos de amor, tan ilusionados con un año que venía cargado de buenos augurios, que no tuvimos miedo y nos hizo ilusión volver a ser padres.

Han pasado los días y no le viene la regla y seguimos profundamente ilusionados. Será lo que tenga que ser.

Buenos Aires nos despidió con una tarde soleada de una luz tan diáfana que casi quemaba las pupilas y con una huelga de maleteros en el aeropuerto de Ezeiza. No sería Buenos Aires si todo marchase bien, en orden y sin sobresaltos. La vieja seductora con el rímel corrido nos había procurado grandes placeres inenarrables, como siempre, y ahora nos hacía un último desaire, diciéndonos:

-Si te vas del bulín que regento, si me abandonas, más vale que cargues tus maletas, no me pidas que te ayude.

Y luego nos lanzó un beso volado desdeñoso, invitándonos a volver pronto.

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