Todos los amores entreverados

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Jimmy Barclays, cincuentón, ricachón, tirando a gordinflón, es bisexual y no lo oculta, pero casi nadie le cree. Algunos piensan que, si a Barclays le gustan los hombres, es gay y punto, solo que no se atreve a decir soy gay y qué, porque se cree más interesante o misterioso diciendo que es bisexual y sus pulsiones eróticas oscilan, veleidosas, impredecibles, como las fuerzas del viento. Otros consideran que, si Barclays se ha casado dos veces y es padre de tres hijas, indudablemente disfruta del erotismo con mujeres, pero dice que también le gustan los hombres para hacerse el posmoderno, agitar el avispero y vender más libros.

Entre sus familiares más íntimos también hay división de opiniones al respecto: su madre, Dorita Lerner, cófrade y donante del Opus Dei, secta que ella denomina La Obra, está persuadida de que Jimmy es el más viril de sus ocho hijos varones, solo que el agnosticismo perezoso lo ha hecho blando, mullido, mariconzón; su primera esposa, Casandra Maldini, no se sabe si enóloga o en realidad alcohólica, traficante de humos de nicotina, no duda de que Jimmy es gay de punta a cabo, y de cabo a rabo, y es testigo de que, hace muchos años, cuando él se le trepaba libidinoso y la chancaba parejo, luego rompía a llorar como una señora culposa; sus hermanos, todos consistentemente heterosexuales, creen, pero no se lo dicen a cara pelada, que Jimmy es un sátiro, un depravado, siempre dispuesto a taponear cuanto orificio tenga enfrente y hacer un uso heterodoxo de sus propios orificios; y su segunda esposa está tranquilamente resignada a que Jimmy la ame, y sepa complacerla, y le guarde lealtad y fidelidad hace más de ocho años, todos los años que llevan viviendo juntos, pero, en ocasiones, le diga que ha conocido a un muchacho guapo, irresistible, al que le encantaría llevarse a la cama, unas apetencias que, por fortuna, piensa ella, solo quedan en palabras, en arrestos, en expresión de deseos nunca consumados.

Jimmy Barclays trató en su primera juventud de ser heterosexual, macho, machazo, pero fracasó en toda la línea: a los diecinueve años se enamoró de un amigo en la universidad y comprendió que estaba condenado a no ser heterosexual. Después de su primer matrimonio, ya en edad madura, trató con denuedo de ser gay, radicalmente gay, puramente gay, un gay conspicuo y orgulloso, franco y ufano, un gay con motor fuera de borda, un gay con plumas de colores y trepado en una carroza. Pero, de nuevo, Barclays fracasó: tras ocho años de amar a su novio, se enamoró de una mujer joven y se fue con ella y el novio despechado recorrió las televisiones más acanalladas contando con lujo de detalles cómo se ensartaba a Barclays, a quien llamaba desdeñosamente “La Gorda Pasiva”, o “La Pasiva” a secas.

La última vez que Barclays se apareó con varón fue hace ocho años, antes de romper con él, su novio: las refriegas o fricciones ocurrieron en un hotel bastante helado de Bogotá, y de ellas no hay testigos, pero nadie quedó insatisfecho. Desde entonces, no ha besado varón, no ha acariciado melindrosamente varón, no ha ofrecido sus oficios a varón alguno. Tales abstinencias no le han resultado arduas o estoicas porque ama a su esposa y es harto feliz con ella, nadie ha sabido procurarle más refinados placeres que ella. Sin embargo, en una ocasión, y solo en una ocasión, Barclays se ha enamorado como un pollo mojado, ha caído rendido y fulminado ante los encantos de un muchachón, ha estado dispuesto a arrojarlo todo por la borda para estar con él, y así se lo confesó en aquel momento a su esposa, pero la pasión o la calentura no fue correspondida, y Barclays se quedó tirando cintura, y el joven que lo subyugó se burló cruelmente de él.

Los hechos ocurrieron de esta manera, y no son halagadores para Jimmy Barclays: hace seis años, él y su esposa viajaron a Nueva York a pasar una semana de ocio creativo, a sabiendas de que habría menos creatividad que ocio; ella le presentó a dos amigos que vivían en esa ciudad: un actor sensible y encantador, y un modelo listo, listísimo, de gran éxito en las pasarelas y revistas de moda; una noche los cuatro fumaron una marihuana que enrolló el modelo y de pronto Barclays, volando, levitando, sintió un enamoramiento repentino e inescapable del modelo, unos deseos tan violentos e impuros como no había sentido en décadas por un hombre; los días posteriores siguieron fumando marihuana y bañándose en la piscina de un club muy exclusivo de Manhattan, del que el modelo era socio y asiduo visitante; el modelo le reprochó a Barclays que comiera helados de chocolate y estuviera gordito; Barclays y su esposa fueron testigos de que el modelo arrasaba entre los jóvenes que acudían a dicho club, quienes lo miraban embelesados y lo perseguían en celo; antes de irse, Barclays le pidió por supuesto su email; ya desde Miami, le escribió muchas veces, invitándolo a Key West o Bermudas, rogándole un encuentro de naturaleza erótica, uno y solo uno, prometiéndole toda clase de regalos y recompensas si dicho encuentro ocurría; el modelo no tuvo empacho en decirle que era absolutamente imposible que se fueran a la cama, porque él no deseaba ni maliciaba a Barclays en modo alguno y, a ser francos, lo veía como un señor mayor, algo perjudicado, ridículamente mal peinado; y un día aciago la esposa de Barclays le dijo a Jimmy que el modelo había exhibido en su cuenta de Facebook algunas de las más patéticas declaraciones de amor que él le había escrito, y que se burlaba de Jimmy, a quien llamaba “La Gorda Barclays”, coincidiendo con el ex novio despechado en poner énfasis en los tejidos adiposos de Jimmy, y prometía a sus seguidores que continuaría aireando los correos de su otoñal pretendiente: “Stay tuned”, decía, despiadado, desde el altar pagano en que muchos lo adoraban.

En poco más de cinco décadas, Jimmy Barclays ha perdido la cabeza por cuatro hombres, todos ellos aún vivos y, que se sepa, en libertad: el actor, que fue el mejor amante de todos, un toro bravo, un pirata sin remilgos, relación que ocurrió clandestinamente, volando bajo el radar, pues ambos tenían novias; el estudiante caradura que fue maligno en seducirlo y más perverso en rechazarlo, y por quien Jimmy, tan dado al melodrama, quiso suicidarse; el novio que le duró ocho años, al que supo amar sin reservas; y el modelo listísimo que se escandalizó y sintió agraviado cuando Jimmy le propuso, niño terrible al fin, que se bajasen los pantalones.

Si se ha enamorado de cuatro hombres, dos de los cuales le hicieron pases toreros, ¿debemos colegir o inferir que Barclays, mal que le pese, es principalmente gay? ¿Le gustan más los hombres que las mujeres? Las pasiones desaforadas e irrefrenables que le han despertado aquellos hombres, ¿son a no dudarlo más poderosas que las que puede avivarle una mujer? No saltemos a conclusiones atropelladas, pongamos las cosas en su debido contexto: Jimmy Barclays ha dicho a menudo, con ruda franqueza, que él no es capaz de enamorarse de un alma, o un espíritu, pues duda de que tales cosas gaseosas existan: él se ha enamorado siempre, y no lo calla, de un buen trasero, unas nalgas pundonorosas, un buen culo, un culito glorioso. El alma, piensa Barclays, es una ficción religiosa, pero el trasero y sus vericuetos son templos a los que hay que ir a peregrinar de rodillas.

Quienes piensan que Jimmy Barclays es más gay que otra cosa, por ejemplo, muchos de sus lectores, muchos de quienes han leído sus primeras novelas de honda sensibilidad gay, tal vez se sorprenderían de las amantes furtivas que él ha tenido, incluyendo, quién lo diría, mujeres casadas, mujeres que iban a verlo diciéndoles a sus esposos que no había peligro alguno porque Jimmy era gay, súper gay, inofensivo. También ha tenido bastante éxito entre cierto tipo de mujeres, que él llama “reformistas”, que han elegido irse a la cama con él para tratar de reformarlo, curarlo, adecentarlo, meterle un polvo tan brutal y delicioso que él no quiera nunca más amancebarse con varón. Entre las primeras, las casadas traviesas que lo presentaban como un amiguito gay inofensivo, Jimmy recuerda con particular afecto a la chilena, María Gracia, artista, bella, bellísima, con quien las cosas del sexo tenían un aire conspirativo, sedicioso; y a María, argentina-austríaca, residente en Madrid, diseñadora de modas, rubia, angelical, adorable, que solo se entregó una vez, y no del todo, cómo le gustaría volver a besar a aquella criatura tan perfecta e irresistible. Entre las segundas, las “reformistas”, él recuerda, por supuesto, a su primera esposa, Casandra Maldini, quien ya entonces mejoraba su torrente sanguíneo con elevadas libaciones de vino; a su primera, primerísima novia, Adriana Schwalb, tan casta, tan invicta e inexpugnable; y a su novia hechicera, intelectual, Daniela de Romaña, por quien perdió la cabeza, a quien extraña tanto y amará siempre, sin remedio, porque ella le enseñó a hacer el amor, leyéndole los versos de un poeta, y salvándolo del remolino de la coca.

Jimmy Barclays confiesa que a veces se ha enamorado de mujeres muy putas, tan putas que en efecto cobraban por sus servicios sexuales. La mejor de todas, una maestra, se llamaba Paola y era argentina, y llegaron a quererse tanto que ella ya no le cobraba.

Y luego están, desde luego, las que se espantaron cuando él les propuso una aproximación: la famosa cantante, que a duras penas condescendió a un beso inmortal; y la modelo bien despachada, que lo invitó a su casa, le presentó a su madre en bata y pantuflas, le sirvió un plato de lentejas y le puso un disco con sus canciones primerizas.

Pero el amor más perfecto, que con suerte durará hasta el último suspiro, es el que ahora vive con su esposa, por quien perdió la cabeza hace años. Ella, la lolita, la niña terrible, la escritora maldita, la mujer valiente que todo lo puede, le ha dado a Jimmy Barclays los días y las noches más felices de su existencia, aparte de una hija maravillosa, ya de siete años, y por eso él la amará hasta el fin de los tiempos.

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