Fuimos nubes, seremos nubes

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Viajar por puro placer, y nosotros lo hacemos todos los meses, descuidando la educación convencional de nuestra hija de siete años en la escuela, arriesgándome a que me despidan de la televisión por ser tan holgazán, parte de una premisa capital: si bien somos razonablemente felices acá donde vivimos, donde hemos elegido vivir, podríamos ser más felices allá, en esa otra ciudad, cercana o lejana, a tiro de piedra o allende los mares, que visitaremos en unos días, guiados por la curiosidad o la imaginación, llevados por las fantasías y los sueños, seguros de que lo más bonito del mundo no lo hemos conocido todavía y está esperándonos.

Podría decirse, entonces, que viajamos no porque estemos incómodos o insatisfechos o descontentos acá donde vivimos, al contrario, estamos encantados de ver cómo nuestras vidas progresan perezosamente y a la sombra en esta isla que hemos hecho nuestra casa, sino porque nos permitimos la desmesura de suponer que unos días en esa ciudad que nunca hemos hollado y vamos a conquistar con espíritu aventurero nos procurará unos placeres que no hemos conocido todavía y creemos merecer. Es decir, viajamos porque somos optimistas, porque creemos que siempre es posible ser más felices, porque nos convencemos de que las ciudades más lindas, los parques más hermosos, las playas más hechiceras, son aquellas que estamos por conocer.

Si bien es cierto que para viajar cómodamente es preciso disponer de un presupuesto desahogado, no lo es menos que el viajero lo que necesita no es tanto dinero, sino curiosidad y fuelle, energías y audacia, ilusión e inventiva. El viajero que persigue la belleza escondida debe estar dispuesto a caminar, a perderse, a sentirse un extraño, un forastero, a salirse del recorrido turístico predecible y habitual para trazar su propio sendero y hallar las claves de su felicidad. Lo que buscamos es la belleza, la armonía, la inspiración, y todo eso puede encontrarse en los museos y las bibliotecas, en los palacios y los castillos, desde luego, pero si hay mucha gente y casi todos están haciéndose fotos, es posible que la experiencia acabe siendo tediosa y agotadora. Por eso, nosotros, que ahora viajamos con un perrito que es como nuestro hijo, hemos aprendido a visitar los parques más lindos de la ciudad, y en ellos retozamos como niños, y yo busco un árbol añoso, centenario, y a su sombra me tiendo en el césped y, si el día está despejado, procuro ver cómo se mueven las nubes, pensando que pronto seré una nube, todos seremos nubes, está en nuestro destino ser nubes, criaturas translúcidas, nefelibatas. Por supuesto, un cuadro colgado en un museo puede conmovernos, pero hay árboles cuya belleza tranquila bien puede rivalizar con las obras de arte que los turistas se apretujan por retratar.

Así como las mujeres parturientas probablemente olvidan los dolores inenarrables del parto y vuelven a quedar embarazadas porque su memoria elige recordar todo lo bueno que trae la maternidad, nosotros, los viajeros infatigables, nuestra familia de caminantes, preferimos olvidar los malos momentos que sufrimos en los viajes pasados (el vuelo demorado o cancelado o desviado por mal tiempo, la azafata ruda, las colas humillantes en los aeropuertos, las esperas prolongadas para encontrar las maletas y arrendar la camioneta, los restaurantes de los que fuimos expulsados por llegar con el perrito) y elegimos recordar los momentos luminosos, espléndidos, sobrecogedores (aquella playa, ese parque de ensueño, el malecón y sus chiringuitos, la ruta zigzagueante que asciende por la montaña, todos los celestes del cielo, los árboles que seguirán invictos y altivos cuando nosotros seamos polvo y olvido) para lanzarnos, intrépidos, a la conquista de una nueva ciudad.

No todos los besos son iguales, no todos los abrazos se parecen ni están insuflados del mismo amor. No es lo mismo un beso en mi cama de todas las noches con mi mujer rendida, fatigada, que un beso caminando por una playa que no conocíamos, o paseando por un parque cuya antigua belleza nos hace levitar mínimamente, o al pie de la tumba de un gran artista, en un cementerio, rodeados de cuervos, recordando la insoportable fugacidad de la condición humana. Es decir que los viajes, además de provocar sensaciones inéditas, placeres desconocidos, espolean el amor, lo renuevan, lo redefinen, quizás hasta lo multiplican. Porque para nosotros el amor no consiste en mirarnos, sino en contemplar juntos el paisaje, arrobados. Y si bien es verdad que los aviones y los hoteles son a veces caros, demasiado caros, no es menos cierto que mirar un paisaje deslumbrante (el mar, un árbol, las hojas que caen cuando tienen que caer con la misma precisión que las personas nos morimos cuando tenemos que morirnos) no cuesta dinero, es gratuito, solo hace falta detenerse, tomar aire y mirar, capturando la belleza del momento.

Pero, por supuesto, para observar con detenimiento, para contemplar la belleza y disfrutar de ella sin premuras absurdas, hay que dejar de mirar los artilugios modernos que casi siempre llevamos con nosotros como talismanes: el celular, la tableta, el reloj digital, todos esos adminículos maravillosos que a menudo nos distraen de las cosas más bellas y esenciales de la vida misma, de modo que la vida resulta siendo todo lo que pasa a nuestro alrededor y no alcanzamos a ver, porque estamos mirando, hipnotizados, abducidos, zombis, el bendito teléfono móvil, o porque, en lugar de mirar sosegadamente y en silencio la belleza antigua de las cosas, nos obstinamos en hacernos fotos con todas ellas, como si tuviésemos que demostrarle a alguien (un amigo, un pariente, una ex novia) que estuvimos allí y aquellos paisajes mejoraron muchísimo con nosotros posando muy bobos delante de ellos, con nuestros egos colosales y nuestras sonrisas jactanciosas, con nuestro afán por poner la belleza detrás de nosotros mismos. A veces la mejor foto es la que no se toma, el mejor recuerdo es el que no se estropea impregnándolo de nuestros afanes exhibicionistas, las mejores declaraciones de amor son las que no se dicen con palabras, sino con besos y miradas, en silencio, conmovidos por la belleza de los paisajes que vamos conociendo, y a buen seguro merecemos conocer, por haber tenido la determinación de salir de casa, incomodarnos un poco y llegar hasta allá lejos. Ojos bien abiertos y zapatos no muy gastados, mirar y caminar, así vamos descubriendo que no era verdad aquello que nos dijeron de niños en la familia o el colegio: que nuestro país era el más lindo del mundo y sus paisajes eran simplemente insuperables: el nacionalismo, bien se sabe, es una enfermedad que se cura viajando.

Pero, cuando viajamos, no todo es caminar y mirar, o manejar y mirar, o echarse en el parque y mirar. Uno se cansa, por supuesto, y entonces el cuerpo pide con sobradas razones que lo mimemos y consintamos. Es aquí donde me he vuelto un señorito, un sujeto blando y autocomplaciente: al final de la tarde, volvemos al hotel, más o menos exhaustos, y entonces me dirijo al spa y me abandono al placer de unos masajes severos, de alta presión, no tan suecos, porque no me gusta que el masajista se haga el sueco, que desaten los nudos de tensión y distiendan los focos de dolor, rebajándome a la condición de bebito baboso boca abajo. Me he vuelto adicto a los masajes, los baños de vapor, los baños en agua caliente, y fácilmente paso dos horas allí, dondequiera que me encuentre, y por eso elijo un hotel solo si posee un buen spa, un servicio de masajes y una piscina. No podría probar que merezco esos masajes o aquellas formas excesivas de quererme, es probable que esté siendo demasiado generoso conmigo mismo. Pero, descreído de las religiones como soy, profundamente desconfiado de las otras vidas que nos prometen o con las que nos amenazan, bastante seguro de que no hay un alma escondida en mi organismo, me digo melancólicamente que todo lo que soy es mi cuerpo, mi cuerpo estragado y adiposo, mi cuerpo viejo y en declive, mis músculos y mis nervios, mis huesos y mis nalgas, mis órganos corrompidos y mi pelo exuberante, y como soy eso y nada más que eso, me esmero en cuidarlo, con el mismo celo o la misma devoción con que otros, mi madre por ejemplo, cuidan su alma, su vida espiritual. Yo no tengo alma, pero tengo espalda, y mientras otros rezan piadosos, yo someto mi cuerpo a la pericia de un masajista al que prefiero no hablarle. Los viajes, entonces, solo serán perfectos si, al final de la tarde, me reservan aquellas formas supremas de gratificación corporal, antes de una gran cena, aunque las sesiones de masajes a veces pueden provocar sorpresas más o menos incómodas o hilarantes, cuando (y esto es infrecuente) mi colgajo genital decide despertar, erguirse y mostrar su inopinado bienestar: en esos casos, lo mejor es guardar silencio, fingir que nada está ocurriendo y esperar a que la mascota vuelva a dormir la siesta.

Esta noche viajaremos dos horas en avión hasta unos bosques al norte que no conocemos. Nos anima la ilusión de que allí seremos desusadamente felices. Miraré los árboles y, acaso, les hablaré como si fueran mis antepasados, y bien mirados lo son. Me rehusaré a hacerme fotos. Caminaré a mi aire, sin apurarme, rezagado, deteniéndome cada vez que el perrito me lo pida. De ese bosque, de aquella naturaleza inmortal, venimos él y yo: él era lobo, yo era mono, ahora nos hemos domesticado y somos amigos y compañeros de viajes, y en unos años seremos las hojas de esos árboles, o las nubes que sobrevuelan, caprichosas. Fuimos nubes, somos nubes, seremos nubes, en eso estaré pensando, mientras caminemos por los bosques al norte, este fin de semana largo.

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Por Jaime Bayly

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