La rusa

L

Cuando era joven, quiero decir cuando tenía veinte años, y era famosillo en mi país de origen porque salía en televisión haciendo preguntas verbosas, acudía todas las semanas a unos baños turcos en la calle más coqueta del barrio señorial de San Isidro, en Lima, la ciudad donde nací.

En esos baños turcos sólo para caballeros, había un tráfico promiscuo de senadores borrachos, animadores vocingleros de televisión, ministros en crisis de nervios, políticos hablantines, periodistas conspiradores y pícaros de toda laya y pelaje, quienes se paseaban desnudos, mostrando sus colgajos, o semidesnudos, cubriéndolos con una toalla blanca anudada en la cintura. Nadie llevaba traje de baño: el ejercicio del pudor estaba mal visto, se consideraba una afectación de señoritas, una delicadeza sospechosa. Los machotes prescindían de las toallas y los bañadores y exhibían muy orondos su dotación genital, aun si ésta era mezquina o diminuta.

Muchos de quienes visitaban esos baños turcos lo hacían para sudar copiosamente una borrachera, una resaca, una noche de tragos y cocaína. Todavía estragados por los excesos de una noche disoluta, aquellos cuerpos henchidos, ajados, maltrechos, iban y venían, como zombis sudorosos, de la cámara de vapor a la sauna, de la sauna a la ducha española, de la ducha española al jacuzzi, del jacuzzi a las tumbonas, donde yacían, semidormidos, como grandes sapos al pie de un estanque, como lagartos sin cola. No era, ciertamente, un paisaje inspirador. La belleza parecía proscrita en ese antro vaporoso. Contemplando a esos individuos diezmados por los vicios mundanos y la sed de poder, uno se atrevía a dudar de que la especie humana estuviera evolucionando. Todo era en extremo decadente, una behetría sórdida, un hacinamiento de espíritus concupiscentes.

En medio de tantos hombres espantosos luciendo sus horrores, surgía de pronto, como una aparición celestial, una mujer en uniforme celeste y zapatillas blancas, vestida como enfermera, que era la diosa absoluta del lugar. Alta, rubia, delgada, de pechos generosos y sonrisa amable, hablaba a duras penas el español, pero se dejaba entender. Nacida en Moscú, azafata de Aeroflot, se había enamorado de un cubano, renunciado a la aerolínea e instalado en La Habana. Decepcionada del amor y del comunismo, se había hartado de la vida en Cuba y de su novio cubano y elegido Lima, Perú, para forjarse un destino en libertad. Era masajista. Había estudiado esas técnicas en una escuela terapéutica de La Habana. Era una masajista maravillosa. No era, por cierto, la única de esos baños turcos, había otras terapistas peruanas que competían con ella, pero La Rusa, como se la conocía, era la mejor, y todos querían una cita con ella, no sólo por la extraordinaria calidad de sus masajes, que combinaban sabiamente las presiones vigorosas con las caricias y los roces, sino, desde luego, por su belleza sobrecogedora, preñada de promesas, que de pronto devolvía a la vida a esos sapos achacosos que, sumidos en profundo estupor mental, roncaban con estrépito al pie de la piscina.

Yo acudía a los baños turcos solo y, después de darme unos baños de vapor para sudar el peso tóxico de la fama y las líneas de cocaína que aspiraba los fines de semana, esperaba mi turno para que La Rusa me atendiera en una sesión privada de una hora. Creo que me había enamorado de ella. Era una diosa, la mujer más bella e inquietante que me hubiera tocado jamás. Creo que nos queríamos, genuinamente nos teníamos afecto y simpatía. Mal que mal, en medio de tantos viejos borrachos, yo, con mis veinte años, todavía flaco, debía de parecerle un cuerpo menos arduo para tocar, más propicio para masajear. Además, le conversaba con cariño, le hacía preguntas sobre su vida, le daba propinas generosas. Eso fue cimentando una amistad entre nosotros. Nunca le pedí nada indebido, un tocamiento inapropiado, una fricción reñida con el honor. No me atreví. Pero, por supuesto, desde que la conocí, y me tendí en su camilla, y experimenté los placeres que ella sabía procurarme, malicié, salivé, soñé, fantaseé que algún día ella llevaría sus manos a la región del pecado y me obsequiaría unas caricias prohibidas. No se lo pedí, pero vaya que lo deseé. Y una tarde, ya en confianza, mi cuerpo se lo pidió de una manera innoble, inequívoca, escandalosa.

Para comenzar, La Rusa me tendía boca abajo, en un cuarto en penumbras, débilmente iluminado por velas aromáticas, y dedicaba media sesión a fatigar mi espalda. Cuando fuimos entrando en confianza y haciéndonos amigos, se permitió retirar la sábana que cubría mis nalgas y, sin decirme nada, confiando en el poderío y la sagacidad de sus manos, conquistó mi trasero, colonizó mis nalgas, hizo de ellas parte de su territorio. Se lo agradecí muchísimo, porque nadie me las había tocado con tanta maestría. Luego me pedía que me diera vuelta y yaciera boca arriba. Juiciosamente, colocaba una toalla fría, húmeda, en mis ojos, cegándome por completo. Dejaba siempre la sábana livianita cubriendo mi entrepierna. Masajeaba mis muslos con la mezcla exacta de energía y delicadeza. Poco a poco, fue ganando confianza, y entonces sus manos, al recorrer mis muslos, avanzaban levemente, como sin quererlo, accidentalmente, hacia la zona del pecado. Hasta que ocurrió lo inevitable: mi mascota Jimmy Junior se desperezó, se sintió convocada, se irguió con insolencia y reclamó, díscola, atenciones, mimos, jugueteos. No pude evitarlo, tuve una erección. Me disculpé enseguida con La Rusa. Pero ella se acercó a mis oídos y susurró:

-¿Quieres masaje completo, Jaimito?

Aquella fue la primera vez que sus sabias manos se deslizaron por debajo de la sábana, ya untadas de las cremas más convenientes para esa refriega solapada, y conquistaron el último de los territorios rebeldes, sometiendo a un héroe solitario, Jimmy Junior, que no tardó en rendirse y tener comercio con la forastera moscovita. Esa tarde cayó el muro de Berlín para mí: sus manos lo resquebrajaron y tumbaron y trajeron libertad donde había opresión. Desde entonces, comencé a visitar los baños turcos no una, sino dos y tres veces por semana, siempre que estuviera La Rusa. Fueron incontables las veces que desfallecí en sus manos, que me llevó con sabiduría al éxtasis, sin que yo me atreviese a tocarla o a tratar de besarla, pues no quería incomodarla. Al final, le decía al oído:

-Te amo. Cásate conmigo.

Y La Rusa se reía con un desparpajo y una frescura que la hacían todavía más linda.

¿Había otros clientes de aquellos baños turcos que recibían el mismo trato privilegiado que La Rusa me concedía? ¿Se lo pedían, se lo exigían, eran indecentes, vulgares, la ponían en aprietos? Esos senadores borrachos que lucían sus pistachos, sus manicitos, ¿humillaban a La Rusa en privado, obligándola a toquetearlos donde ella no quería? El joven presidente charlatán, que llegaba de noche, acompañado de un amigo de testa voluminosa, ¿era también un protegido de La Rusa, como yo? Las manos de La Rusa, ¿conocían el mapa genital del poder en mi país, y recorrían lo mismo a los oficialistas que a los opositores? Nunca lo supe, no se lo pregunté, no quise incomodarla. Pero me gustaba pensar que yo era el único de sus clientes al que ella acariciaba, gustosa, allí donde, en teoría, la incursión de sus manos estaba vedada.

Eran, por supuesto, otros tiempos. Ahora las cosas han cambiado. Raramente tomo masajes. Sólo lo hago cuando estoy de viaje y he tenido un día extenuante, esquiando en las montañas. Luego me refugio en el spa del hotel, tomo baños de vapor y contrato un masaje de cincuenta minutos. Como el masaje es sueco, trato de hacerme el sueco, quiero decir el desentendido, y ruego a los dioses que Jimmy Junior no despierte, se levante y llame la atención. Pero la otra tarde, de paso por las montañas de Colorado, no pude evitarlo y ocurrió. No dije nada, la masajista quedó en silencio, y en pocos minutos el peligro o la amenaza se replegó. Por las dudas, pedí disculpas. La masajista no dijo palabra. Y en ese momento recordé a La Rusa y la extrañé tanto.

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