La fiesta de los impíos

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No ha sido fácil para Barclays y su esposa decidir que pasarían las fiestas navideñas en la ciudad en que nacieron. Ambos son individuos solitarios, ensimismados, que ven a la familia como una amenaza, una emboscada o una guerra de guerrillas de la que saldrán malheridos. Si bien quieren a sus familias, no necesariamente desean verlas a menudo, y menos en circunstancias navideñas, cuando la felicidad, la bondad y la generosidad parecen mandatos obligatorios, inescapables.

Para evitarse las fatigas de comprar regalos y envolverlos, y el engorro de viajar con maletas pesadas, y los sobresaltos de pasar por aduanas con mercancías onerosas que debieron ser declaradas, Barclays ha resuelto viajar con el más liviano y conveniente de los regalos que ha podido imaginar para su parentela: dinero, dinero en efectivo. Todos en su familia van a recibir billetes por Navidad. Por eso ha comprado al banco atados de libras esterlinas, euros y dólares canadienses, además de retirar fajos de dólares estadounidenses. Es una manera de celebrar el dinero, el capitalismo, el materialismo ateo, la sociedad de consumo, todo lo que la religión católica, en la que fue educado o intoxicado, deplora, condena, demoniza. Es una manera sibilina de decirle a su familia: no sé si puedo obsequiarles amor, no sé si tengo tantas reservas de amor, pero es un hecho que puedo regalarles dinero, papel moneda, vil metálico, y aquí va, que aprovechen. Los miembros de su familia que más aprecia o estima reciben libras esterlinas; los menos favorecidos encuentran dólares canadienses; el euro recompensa a la zona intermedia en la arbitraria escala del afecto y la gratitud que Barclays siente por cada individuo de su numerosa familia.

Llegando al apartamento que posee en la ciudad en que nació, una suerte de museo de los amores rotos o casa fantasmagórica habitada por el espectro de su exesposa y sus amantes perdidos, Barclays se enfurece porque la conexión de internet no funciona, está estropeada. Su esposa intenta arreglar la avería, pero no lo consigue. Barclays maldice a su asistenta por no haber resuelto a tiempo ese problema. Ya es tarde. Se van a dormir contrariados. Sienten la falta de internet como un agravio, una injuria o una humillación. Barclays ya no recuerda cómo era la vida, su vida, cuando podía vivir tranquilamente sin internet. A la mañana siguiente, los ruidos de una construcción vecina los despiertan como si estuvieran martillándoles la cabeza y los hunden en la furia y el desaliento. Han dormido poco, están exhaustos, irritados, abrumados por la adversidad. Se preguntan si no fue una imprudencia viajar a esa ciudad donde la felicidad les ha resultado siempre tan esquiva. A punto de romper a llorar, van a un hotel, toman pastillas sedantes y duermen lo que tienen que dormir. Cuando despiertan, regresan al apartamento y llaman a la telefónica para que un técnico les restituya la conexión a internet tan pronto como sea posible.

La misa privada que ha organizado la madre de Barclays habrá de celebrarse a las cinco en punto de la tarde. La señora Barclays, católica fervorosa, de misa diaria, ha contratado a un párroco amigo, una monja para que recoja la limosna y un músico cojo para que toque el órgano y cante. Barclays y su esposa están invitados a la ceremonia religiosa, a pesar de que se declaran públicamente agnósticos o incluso ateos.

Son las cuatro de la tarde y el técnico de la telefónica no aparece. Barclays se pregunta si debe ir a la misa de su madre o esperar al técnico.

-Entre conectarme a internet y conectarme con Dios, elijo conectarme a internet -le dice a su esposa, y ambos se ríen, impíos.

El técnico llega poco después. Recorre los ambientes del apartamento, revisa la base de internet y las repetidoras, identifica sin dilaciones el fallo técnico, corrige la avería y se asegura de que el internet regrese. Barclays observa al técnico y piensa: es un hombre pobre, es un hombre feo, es un hombre obeso, tiene un mal aliento espantoso, pero es mucho más inteligente que yo, porque ha resuelto el problema con una pericia que yo no tengo ni tendré en mis próximas cuatro vidas.

Cuando el técnico se marcha del apartamento, son las cinco de la tarde. Barclays y su esposa salen a toda prisa y se dirigen al templo católico. Llegan cuando la misa ya ha comenzado. No están todos los miembros de la familia, hay numerosos ausentes. La madre de Barclays está sentada en la primera banca, rezando con los ojos entrecerrados, lo que induce a la duda: ¿está rezando o se ha quedado dormida? En el momento de las peticiones, el sacerdote le pide a Barclays que suba al altar y diga unas palabras o eleve unas súplicas. Barclays es un charlatán, le encanta hablar en público, por eso sube encantado y acomoda el micrófono.

-Les ofrezco sentidas disculpas por llegar tarde a la misa -dice-. No teníamos internet en la casa.

Su familia lo mira con extrañeza. Se supone que Barclays debería implorar algo lacónico y dar gracias a la Providencia, pero él prosigue, ajeno a la liturgia:

-El técnico de internet llegó tarde y se demoró en resolver el problema. Teníamos que elegir entre llegar puntualmente a esta misa o recuperar el internet. Ustedes comprenderán nuestra decisión. No puedo vivir sin internet. Puedo vivir sin ir a misa, pero no sin leer mis correos.

Barclays pensó que sus familiares celebrarían con una risa comedida su ocurrencia o su insolencia, pero nadie sonrió tan siquiera y de pronto sintió miradas reprobatorias o incluso hostiles.

-Doy gracias a Dios por devolverme el internet -continuó, desde el púlpito-. Le pido que no vuelva a interrumpirnos el servicio. Y al técnico que me arregló el problema, le digo: que Dios te pague, hijo mío.

Barclays descendió del altar en medio de un murmullo de reproches o amonestaciones. Soy un comediante frustrado, pensó. Me dan un micrófono en una misa el 24 de diciembre y hago bromas malas, se dijo. Su esposa le dijo al oído:

-Qué huevos tuviste.

-No debimos venir -le dijo él.

Llegando a casa de su madre, Barclays se reúne a solas con ella, una señora de casi ochenta años, lúcida, guapa, espléndida, y le entrega sus regalos: el último teléfono móvil, pañuelos de seda, perfumes, guantes, un sombrero regio. A su madre, solo a su madre, le ha comprado regalos, todos los regalos que ella le pidió. No podía obsequiarle dinero en efectivo. De hecho, el dinero que tiene Barclays proviene casi todo de las donaciones que, con beatífica generosidad, le hace su madre. A su turno, ella le entrega sus regalos: libros sobre la fe religiosa, el poder curativo del perdón, las heridas en el alma, todos libros escritos por predicadores religiosos y curanderos espirituales, por santones y cucufatos.

Las hermanas de Barclays no concurren a la cena navideña: una está de viaje y la otra resentida con la familia por cosas de dinero. Casi mejor así, piensa Barclays. Su hermano, el empresario minero, tampoco aparece, ha elegido cenar con la familia de su esposa. Nos hace un favor ausentándose, piensa Barclays. Sus hermanos menores no han podido o no han querido dignificar con su presencia el evento familiar, el intercambio de regalos, la masiva ingesta de pavo y cerdo: uno está deprimido y no quiere medicarse, y el otro está resfriado, se ha medicado mal y le ha subido la fiebre. ¿Quiénes han asistido entonces a casa de la madre de los Barclays? El hermano corredor de maratones, el hermano agricultor, el hermano productor de hamburguesas y el hermano gerente. Todos están contentos y agradecidos porque son guapos y ricos y la vida les sonríe, salvo el último, el gerente, cuya esposa lo ha dejado y por eso está abatido y ha rezado de rodillas, con unción conmovedora, en el templo. Viéndolo rezar, Barclays se ha preguntado: ¿Estará rezando para que su esposa vuelva, o para que no vuelva?

Mientras la señora Barclays y sus nietos cantan villancicos al pie del árbol navideño, Barclays conspira con uno de sus hermanos: la enfermera de mamá es una loca peligrosa y una trepadora desalmada que ni siquiera tiene estudios de enfermería, le administra a mamá unas inyecciones que pueden matarla, hay que despedirla, hay que amenazarla con clavarle una demanda, y además mamá está regalando demasiado dinero a los curas y las monjas, al Opus y al cardenal, tenemos que reducir el monto mensual que recibe del fideicomiso, porque hay demasiados parásitos y pedigüeños viviendo de ella, de su caridad, de su ingenuidad. La señora Barclays canta villancicos con una devoción y un candor pueriles, de niña buena, al tiempo que dos de sus hijos solo hablan de dinero, de cómo evitar que ella reparta su dinero entre los predicadores religiosos que gozan de sus favores.

Más tarde, a mitad de la cena, Barclays llama por teléfono a la enfermera de su madre y le dice:

-Mira, enana, hija de puta, si le pones una inyección más de células madre a mi mamá, te voy a meter presa el resto de tu vida, porque tú eres cosmetóloga y no doctora.

Luego regresa a la mesa familiar y celebra la textura jugosa del pavo.

-¿Por qué no te acercaste a comulgar? -le pregunta su madre, susurrándole al oído.

-Porque tenía miedo de que el padre me negara la comunión -responde Barclays, de nuevo sucumbiendo a la tentación liviana del humor.

La señora Barclays sonríe, condescendiente, con aire compasivo. Sabe que su hijo es una oveja negra, una bala perdida. No renuncia, sin embargo, a la ilusión de adecentarlo, reformarlo moralmente, convertirlo en un católico practicante.

-He decidido que quiero cumplir mis ochenta años en Roma, en el Vaticano. Quiero que me acompañes.

-Será un placer -dice Barclays, aterrado-. ¿Quieres que vaya comprando los pasajes?

-No hace falta -dice su madre-. Yo invito.

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Por Jaime Bayly

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