La condesa de Miraflores

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Dorita Lerner ha cumplido ochenta años. No ha podido celebrarlos como hubiera querido. Le hacía ilusión dar una fiesta en su casona de Miraflores. Por culpa del coronavirus, ha pasado su cumpleaños encerrada en su casa, sin poder salir, sin poder visitar la iglesia tan siquiera. Si recibiera en su acogedora residencia a sus hijos y nietos, a sus hermanos y sobrinos, estaría violando la ley. El día en que Dorita ha cumplido ochenta años, jueves santo, el gobierno ha endurecido la cuarentena y prohibido a la gente salir de su casa. Hasta las farmacias y los supermercados han cerrado. Si Dorita caminase tres cuadras a la iglesia más cercana, podría ser detenida, arrestada, encarcelada. Si diese una fiesta clandestina, seguramente sería denunciada por sus vecinos y la policía no tardaría en llegar. Así las cosas, Dorita, como buena ciudadana, ha comprendido, sin quejarse, porque ella nunca se queja de nada, que deberá recibir sus ochenta años en la confortable soledad de su casa, apenas acompañada por su asistenta más leal, Milagros, que duerme en una habitación contigua a la suya.

De niña, Dorita Lerner era la alumna más aventajada de su promoción en el colegio de monjas, la primera de la clase, la que mejor hablaba en inglés, la que no faltaba un solo día del año. Ganaba premios, medallas, diplomas. Era muy popular, muy querida. Pero, sobre todo, era la niña más pía de la clase, de la promoción, del colegio. Nadie rezaba con tanta devoción como ella. A veces se emocionaba tanto rezando el padrenuestro, el rosario, el ángelus, que rompía a llorar, temblorosa, y se prosternaba, y pedía perdón a la Divina Providencia por lo estúpidos, ruines y malvados que éramos los humanos.

Tal vez porque sentía que el Altísimo la protegía, Dorita Lerner no le tenía miedo a nada. Era pía y valiente, devota y arrojada. Además de ser bella, muy bella, un aura de luminosa bondad la nimbaba y parecía guiar sus pasos. En su adolescencia, se entregó a dos pasiones, sin perjuicio de cultivar la fe religiosa: correr olas en colchoneta en las playas más bravas y montar a caballo en competencias de saltos ecuestres. Como su padre era un hacendado rico, Dorita podía darse el lujo de correr olas y montar a caballo todos los días, después del colegio, y especialmente durante las vacaciones escolares del verano. Su playa preferida era La Herradura. Ni siquiera los bañistas más intrépidos de aquella playa mesocrática tenían el coraje de meterse tan mar adentro como Dorita, que sobrepasaba la rompiente y buscaba las olas chúcaras para bajarlas sonriendo, en colchoneta. Los muchachos, todos de familias más o menos pudientes, la querían, la admiraban, y algunos vivían enamorados de ella. Dorita era la jovencita que no le tenía miedo a nada y ellos la respetaban por eso. Tampoco tenía miedo, qué ocurrencia, a los saltos ecuestres. Ya a los trece años, descollaba como una amazona grácil, osada, corajuda. Montando a horcajadas sobre uno de sus caballos, parecía que volaba, o que ella y el caballo eran un solo cuerpo viviente, perfectamente amalgamado. Era una campeona natural. Ganaba competencias locales, nacionales, sudamericanas. Su mundo, sus amores, eran la religión, el mar y los caballos. No tenía tiempo para los muchachos, los primeros juegos del amor.

Hasta que conoció a James Barclays, el gran amor de su vida. Dorita volvía a casa, después de clases, en el ómnibus del colegio de monjas, cuando advirtió, junto con sus amigas, que un muchacho fornido las perseguía en una moto ruidosa, haciendo piruetas y aspavientos. De pronto el joven perdió el control y cayó al pavimento. Dorita gritó, asustada, y le pidió al chofer que se detuviese. Enseguida bajó del bus a toda prisa, corrió donde el joven accidentado, se arrodilló, lo tomó suavemente de la cabeza y, al tiempo que rezaba, lo ayudó a recuperar el conocimiento. Cuando James Barclays abrió los ojos y vio a esa jovencita bellísima, una luz bienhechora, una fuerza sobrenatural, socorriéndolo, auxiliándolo, rezando por él, se enamoró de ella hasta el fin de los tiempos, como si un rayo preñado de buenos augurios le hubiese caído providencialmente en la cabeza, y ya nunca pudo dejar de amarla.

Se casaron muy jóvenes: James tenía veinticinco años y Dorita veinte. Pasaron la luna de miel en Buenos Aires y Bariloche, en el mítico hotel Llao Llao, y luego prosiguieron aquellos días tan felices, celebrando el amor, en la hacienda de los padres de Dorita, donde ella montaba a caballo todos los días, recorriendo los campos de manzanos, naranjos y mandarinos, acompañada de su esposo James, que, como ella, amaba la vida en el campo.

No tardaron en tener hijos. Ambos eran muy religiosos, de misa diaria, y pensaban que debían recibir todos los hijos que el Supremo Hacedor, en su infinita sabiduría, les concediese. Tuvieron diez hijos: dos mujeres y ocho hombres. Por si fuera poco, Dorita Lerner perdió dos embarazos. Todos en sus familias asistían, maravillados, perplejos, asustados, a la incesante llegada de bebés Barclays Lerner: en sus primeros veinte años de casada, Dorita, sin quejarse, disfrutándolo, tuvo doce embarazos, de los que nacieron con vida diez bebés. Era su destino, decía Dorita, y ella lo aceptaba con profunda gratitud religiosa, siempre dispuesta a un sacrificio más, en aras de honrar a Dios y cumplir su misión de esposa y madre abnegada.

Por fortuna vivían en una casa muy grande, de diez mil metros cuadrados, en los suburbios. Además, disponían de un numeroso personal doméstico que ayudaba a Dorita en el cuidado de sus hijos y de la casona: nanas, cocineras, limpiadoras, lavadoras, jardineros, choferes, un regimiento de empleados a los que, con su profunda bondad y su inquebrantable devoción religiosa, Dorita se encargaba de bautizar, confirmar, casar por la religión y poner al día en las cosas de la fe. La gran pasión de James Barclays eran las armas de fuego. Poseía un arsenal en su casa en el campo. Cada cierto tiempo, se iba a cazar animales con sus mejores amigos. En los salones de su casa, había colgado las cabezas disecadas de algunos animales que él mismo había cazado: leones, tigres, pumas, venados. Dorita, por su parte, ya no tenía tiempo de correr olas ni de montar a caballo. Toda su vida giraba alrededor de su familia, sus hijos, y de su fe religiosa, que nunca descuidaba.

James Barclays se iba de safari con sus amigos todos los años. Dorita Lerner no los acompañaba. Ella no viajaba a ninguna parte. No tenía tiempo de viajar. Casi siempre estaba embarazada o acababa de dar a luz, y sus tareas como madre consumían su tiempo y sus energías. Pero no se quejaba, nunca se quejaba, y agradecía a la Divina Providencia que la hubiese premiado con una familia tan numerosa. Si no estaba atendiendo a uno de sus hijos, se encontraba rezando en alguno de los vastos jardines de su casa, donde había mandado construir pequeñas grutas en honor a ciertas vírgenes y ciertos santos a quienes adoraba sin desmayo. Todas las tardes, en compañía de su hijo mayor, Jimmy, rezaba el rosario en latín, frente a una de las virgencitas. Era uno de los momentos más sosegados y felices de su día, rezar con su hijo Jimmy, que la quería tanto y era inseparable de ella.

Mientras Dorita Lerner sobrellevaba estoicamente sus embarazos y daba a luz en la misma clínica de Miraflores, El hogar de la madre, donde la atendía su cuñado, Carlos de Soto, El Chino de Soto, un sabio, el mejor ginecólogo de la ciudad, James Barclays dedicaba sus mejores arrestos viriles no solo a amar a su esposa, sino principalmente a disparar en clubes de tiro, cazar animales en safaris y comprar armas de todo alcance y calibre: poseía pistolas y revólveres, fusiles y escopetas, cuchillos y navajas, granadas y morteros, ametralladoras y carabinas. James Barclays trató de transmitirle a su hijo mayor, Jimmy, aquella pasión por las armas y los safaris, pero fracasó. Por lo visto, Jimmy había salido pío y sensible como su madre. Entretanto, Dorita Lerner se había afiliado a una cofradía religiosa, el Opus Dei, donde había hecho muchas amigas. Cada cierto tiempo, se marchaba unos días de retiro espiritual con ellas, o asistía a las charlas itinerantes de monseñor José María Escrivá de Balaguer, cuyos libros leía con estupor y temblores, la luz que guiaba sus pasos, el camino a seguir. Su esposo James era generoso en las donaciones monetarias que hacía al Opus Dei, La Obra, y por eso Dorita y James eran muy queridos por los numerarios de dicha cofradía.

Dorita Lerner fue madre diez veces en apenas veinte años y perdió dos embarazos en aquellas dos décadas. Es decir que Dorita era la mujer que vivía embarazada. A los pocos meses de dar a luz, ya estaba de nuevo embarazada. Algunos en la familia Barclays o en la familia Lerner se burlaban de ella, se reían de que estuviese siempre o casi siempre embarazada, veían con desdén o hilaridad su devoción religiosa, la llamaban La Beata, La Beatita, La Santita. Pero ella, Dorita, ignoraba aquellas bromas crueles que hacían a sus expensas, y era feliz, infinitamente feliz, recibiendo a todos los hijos que, a sus ojos, Dios, su Padre Celestial, le había enviado, y estaba segura de que aquella era su misión en la vida, recibir a cuantos hijos la Providencia le concediese. Problemas de dinero no tenían: su esposo James trabajaba en bancos, automotrices y fábricas de armas y municiones, y recibía honorarios, bonos y dietas que le permitían vivir cómodamente, sin privarse de nada, comprando armas como si fuese a pelear en una guerra, o se alistase para su próximo safari. Quien ahora tenía problemas de dinero era el padre de Dorita, el hacendado, cuyas tierras le fueron confiscadas por una dictadura de militares de izquierdas, quienes, en nombre de la justicia social, le robaron su patrimonio de toda la vida, dejándolo arruinado. Por suerte, un hermano de Dorita Lerner, Bobby, empresario minero, soltero, sin hijos, fue en extremo generoso con sus padres, cuando los militares les robaron la hacienda de manzanos, naranjos y mandarinos, y se ocupó de comprarles una casa en la ciudad y darles todo lo que pudieran necesitar.

Poco después de cumplir setenta años, el esposo de Dorita Lerner, James Barclays, que había terminado trabajando en la minera de su cuñado Bobby, murió de cáncer en el estómago. Dorita perdió al gran amor de su vida. Pero, en rigor, el gran amor de su vida, por encima de su esposo James, era Dios, Nuestro Señor, y por eso ella se repuso pronto de la honda tristeza que la afligió y no dudó de que su marido estaba ahora en un lugar mejor. Guardó luto tres meses, contrató a los mejores pintores para que hicieran retratos de su esposo fallecido, basándose en fotografías que ella eligió, y repartió las armas de fuego de su marido entre sus ocho hijos varones, varios de ellos pistoleros y cazadores de animales.

Unos años después, el hermano de Dorita Lerner, Bobby, Bobby Lerner, legendario empresario minero, falleció de cáncer en los pulmones. Dorita lo acompañó al pie de su cama, en sus últimos meses de vida, lo ayudó a morir, rezaron juntos esperando el último estertor. En agradecimiento, Bobby dejó a su hermana Dorita, a quien llamaba con picardía “La condesa de Miraflores”, una parte de su fortuna. Convertida en una mujer muy rica, Dorita Lerner no cambió su estilo de vida: siguió viviendo en la casona de Miraflores, usando autos nada pretenciosos, visitando la iglesia del barrio todas las mañanas, siendo atenta, generosa y maternal con todo su personal doméstico, al punto de comprarles apartamentos y autos y hasta pagarles sus deudas. Además, repartió una parte de su fortuna entre sus diez hijos. Ahora Dorita Lerner tenía el tiempo y los recursos para dedicarse a la filantropía, a obras de caridad, a socorrer a los pobres, los desposeídos, los desheredados de esta tierra. Nada la hacía más feliz que poner un pan y una sonrisa en la boca de una persona pobre, con hambre, desdichada. A esa tarea noble dedicaba ahora sus días, y por eso tantísima gente humilde la adoraba y la consideraba una santa, una hacedora de milagros, una luz diáfana de bondad, pura bondad.

El día en que Dorita Lerner cumplía ochenta años, jueves santo, su hijo mayor, Jimmy, la llamó por teléfono, le dijo cuánto la quería y le preguntó qué podía regalarle, cuando por fin levantasen las restricciones a la libertad y pudiesen viajar y darse el abrazo postergado.

-No se te ocurra regalarme una joya o un reloj -le dijo Dorita, en tono risueño-. El mejor regalo que puedes hacerme es este, toma nota: cuando levanten la cuarentena, me compras un pasaje en el vuelo que sale a las seis de la mañana y me invitas dos semanas a tu casa. ¡Pero no se te ocurra mandarme al hotel de siempre, bandido! Quiero quedarme en tu casa, ¿comprendes? Quiero quedarme dos semanas contigo, y acompañarte todas las noches a ver tu programa en el estudio. Eso quiero, hijito, eso quiero. ¿Crees que será posible, mi Jimmy querido?

Jimmy Barclays le ha prometido a su madre Dorita Lerner que, tan pronto como reabran el aeropuerto, le enviará el boleto aéreo, en el vuelo saliendo a las seis de la mañana. Enseguida le ha preguntado:

-¿No tienes miedo al coronavirus, mamá?

-No, mi amor -ha dicho, imperturbable, la condesa de Miraflores-. Dios me llevará a su regazo cuando sea el momento de partir.

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