Putas en el cielo

P

Sonó el timbre de la casa. El niño Jimmy Barclays abrió la puerta. Era el carpintero Aníbal Francia.

-¿Puedo hablar con tu papá? -preguntó el señor Francia.

El niño corrió donde su padre, el señor James Barclays, que estaba oyendo un programa de radio en inglés de la BBC de Londres.

-Papá, ha venido el señor Francia -le dijo-. Quiere hablar contigo.

El señor Barclays miró a su hijo con gesto adusto y le dijo:

-No es el señor Francia, Jimmy. Es el maestro Francia. Un carpintero no puede ser un señor.

Los domingos por la mañana el señor Barclays, su esposa Dorita y el niño Jimmy acudían a misa de ocho. Antes pasaban por la panadería. No podían comer porque debían estar en ayunas para comulgar en el servicio religioso. El señor Barclays llevaba una pistola al cinto, sin esconderla.

Un domingo, al llegar a la panadería, encontraron una larga cola de más de veinte personas. El señor Barclays, un hombre alto, fornido, de bigotes, con el pistolón al cinto, decidió que no haría la cola. Sin mirar siquiera a la gente humilde que esperaba en fila, se plantó en primer lugar y pidió veinte panes franceses.

-¡Haga su cola, oiga! -le gritó alguien.

-¿Usted tiene corona o qué? -le increpó una señora, furiosa.

El señor Barclays se dio vuelta, dirigió una mirada desdeñosa a la cola y le dijo a la vendedora:

-Me llevo todos los panes.

-¿Todos? -se sorprendió la mujer.

-Todos -afirmó el señor Barclays.

La vendedora se quedó dudando:

-Pero los que están en la cola se van a quedar sin panes.

-Me importa un carajo -dijo el señor Barclays-. Ahora mete todos los panes en un saco y me dices cuánto te debo.

La sufrida mujer no se atrevió a contrariarlo.

El señor Barclays se llevó doscientos y tantos panes en un saco de tela marrón. No quedó un solo pan en venta. La gente en la cola miraba todo, incrédula.

-Váyanse a la puta que los parió -les dijo el señor Barclays.

Su hijo Jimmy quería esconderse, meterse en el saco de panes, desaparecer.

El señor Barclays llevaba a su hijo Jimmy al colegio todas las mañanas. Salían a las seis y media de la mañana, todavía a oscuras. Era un camino largo y peligroso por una autopista llena de huecos. El señor Barclays llevaba siempre una pistola al cinto y otra en la guantera del salpicadero.

Diez minutos después de salir de su casa, el señor Barclays detenía su lujoso automóvil de fabricación estadounidense y recogía a una mujer joven. Era alta, guapa, simpática. Se llamaba Verónica. Era deportista, voleibolista, jugaba en la selección del club de ese barrio residencial. Debía de tener unos veinte años. Como ella se sentaba en el asiento de adelante, al lado del señor Barclays, el niño Jimmy iba en el asiento trasero, haciéndose el distraído, pero mirándolo todo, oyéndolo todo.

El señor Barclays parecía enamorado de la joven voleibolista. Le hablaba con dulzura, le sonreía todo el tiempo.

El niño Jimmy pensaba:

-Papá jamás le habla así a mamá. Se derrite por Verónica.

A veces, el señor Barclays estiraba su brazo y acariciaba a la joven en la pierna, suavemente. Verónica no oponía resistencia, sonreía dócilmente, como si estuviera disfrutándolo.

Al llegar al colegio inglés, el niño Jimmy se despedía de su padre con un apretón de manos. Su padre le tenía prohibido besarlo en la mejilla:

-Los hombres no se besan, hijo.

Enseguida el niño se despedía de la joven voleibolista, con un beso en la mejilla. Ella siempre olía bien. El niño la amaba secretamente. Pero, al mismo tiempo, sentía que ella solo tenía ojos para mirar embelesada a su padre, no a él.

El niño sabía que la relación de su padre con la joven voleibolista era un secreto que debía preservar celosamente de su madre, la señora Dorita, porque su padre, el señor Barclays, se lo había pedido expresamente:

-No se te ocurra contarle a tu madre que recogemos a Verónica todas las mañanas.

Una mañana el colegio entero tembló porque un terremoto grado siete sacudió a la ciudad. Temerosas de que hubiera réplicas y destrozos, las autoridades de la escuela dejaron que los niños salieran más temprano, hacia el mediodía. El niño Jimmy tomó un taxi y se dirigió a la oficina de su padre, en un barrio residencial no muy lejos del colegio. Pagó con un billete nuevo. Su padre le daba billetes nuevos todas las semanas y le recordaba que debía guardarlos para casos de emergencia.

Tras subir al piso superior del edificio, donde su padre trabajaba en la oficina más grande, el niño Jimmy se dio con la sorpresa de que la joven voleibolista Verónica se encontraba allí, al parecer trabajando, sentada en un escritorio.

El señor Barclays le dio a su hijo un fuerte apretón de manos y le susurró al oído:

-Verónica es una de mis secretarias. Ni una palabra de esto a tu madre.

El niño comprendió que su padre amaba a Verónica como probablemente no podía o no quería amar a la señora Dorita, tan sufrida ella, siempre rezando en su casa o con sus amigas de La Obra.

Tiempo después, dejaron de recoger a la joven voleibolista todas las mañanas. El señor Barclays no le dio ninguna explicación a su hijo. Simplemente ya no se detenían a buscar a Verónica. El niño no se atrevió a preguntar nada. Su padre no le pidió que se sentase adelante, donde se acomodaba la joven. Jimmy permaneció en el asiento trasero.

Ahora el niño echaba de menos a la joven que olía tan rico en el largo trayecto de una hora hasta llegar al colegio. Extrañaba su olor, su sonrisa, su voz melodiosa, su pelo ensortijado. Extrañaba acercarse tímida y sigilosamente al pelo de Verónica y olerlo apenas por detrás, como una escondida reverencia de amor.

En cierta ocasión, el señor Barclays le pidió a su hijo Jimmy que pasara por su oficina después del colegio. Quería llevarlo a disparar al club de tiro. Al llegar a la oficina de su padre, el niño notó que Verónica no estaba allí, que su escritorio estaba ocupado por una señora circunspecta llamada Fausta.

En el club de tiro, después de disparar, sintiendo que su padre estaba orgulloso de él, de su buena puntería, Jimmy se atrevió a preguntarle:

-¿Verónica ya no es tu secretaria?

El señor Barclays hizo un gesto de contrariedad y respondió:

-No. Tuve que despedirla.

Hubo un silencio. Jimmy no se animó a preguntar nada. Su padre despejó las dudas:

-Nos encontraron tirando en el baño de la oficina. El directorio me pidió que la despidiera.

Aquella fue la primera vez que Jimmy Barclays supo que su padre no era un esposo fiel y tenía relaciones sexuales con otras mujeres.

Muchos años después, el señor Barclays, setenta años recién cumplidos, enfermó de cáncer y murió en pocos meses. No se quejó, no hizo dramas, no imploró milagros, no lloriqueó: murió como mueren los soldados en la guerra, con las botas puestas, resignados a su suerte.

En los funerales, Jimmy Barclays, ya adulto, ya famoso, se sorprendió al ver a Verónica. Estaba sola. Seguía siendo preciosa. Barclays se acercó a ella, la saludó con cariño, le preguntó a qué se dedicaba. Verónica dijo que trabajaba como decoradora de interiores en una empresa que había fundado con dos amigas.

-¿Mi padre fue bueno contigo? -le preguntó Jimmy.

Verónica lo miró a los ojos con dulzura y respondió:

-Sí. Siempre. Tu padre era todo un caballero.

Jimmy Barclays le pidió entonces su teléfono, le dijo que le encantaría invitarla a tomar un café, a recordar juntos al finado señor Barclays. Verónica le dijo su teléfono discretamente. Jimmy lo memorizó, sin apuntarlo en un papel o en la palma de su mano.

Dos semanas después, Jimmy la invitó a cenar. Verónica le confesó que llegó a amar al señor Barclays. Jimmy le confesó que, siendo niño, vivía enamorado de ella. Ambos se ruborizaron. Era inevitable: al terminar la cena, se dirigieron a un hotel, se registraron con aire culposo y pasaron la noche haciendo el amor.

-Te he amado toda la vida -le dijo Jimmy.

Comprendió perfectamente a su padre, por qué el señor Barclays sucumbió a los hechizos de esa mujer: poseía una belleza extraña e irresistible y era una fuente de placeres inagotables, una vez que, delicadamente, dejaba caer la barrera del pudor. Pocas veces Jimmy Barclays había sentido tanto placer haciendo el amor. Por eso, días después, volvió a llamarla, pero Verónica le dijo que, si bien había sido lindo acostarse juntos, no ocurriría nuevamente:

-Por respeto a la memoria de tu papá -dijo.

Jimmy se sintió disminuido y pensó:

-Probablemente mi padre era un mejor amante que yo.

No volvió a ver a Verónica, aunque siguió amándola en el delicado y febril territorio de la imaginación, donde todo era posible.

No fue Verónica, en realidad, la única mujer que Jimmy Barclays supo que había follado con su padre.

Cierta vez, siendo Jimmy un adolescente quinceañero, acudió a un prostíbulo de lujo, en un barrio elegante de la ciudad, acompañado de dos amigos del colegio. Los tres muchachos estaban nerviosos y hacían todo lo posible para ocultarlo, pero lo disimulaban mal. Entraron a la casona de aire decadente, se sentaron en el bar, pidieron un trago para entonarse. Era un sábado por la noche. Jimmy estaba nervioso porque pensaba:

-No sé si lograré mantener la erección cuando me ponga el preservativo.

De pronto escuchó una risotada. Parecía la de su padre, era a buen seguro la de su padre: el señor Barclays apareció, risueño, dichoso, acompañado de dos hermosas mujeres. Todas las chicas de ese prostíbulo exclusivo eran tan lindas que bien podían ser modelos publicitarias o conductoras de televisión. Pero habían elegido ser damas de compañía y, por supuesto, cobraban una fortuna. Al ver a su hijo Jimmy, el señor Barclays se llevó una grata sorpresa, se acercó a él, le dio un apretón de manos y dijo, levantando la voz:

-Este es Jimmy, mi cachorro.

Jimmy Barclays sintió que su padre lo quería, o que en ese preciso momento lo quería como nunca lo había querido.

Luego el señor Barclays les dio unos billetes a Jimmy y sus amigos y se retiró de la escena, complacido.

Por eso, muchos años después, en los funerales de su padre, Jimmy Barclays se arrodilló frente al ataúd de madera noble, colocó una flor y pensó:

-Ojalá haya putas en el cielo, papá.

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Por Jaime Bayly

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