El vendedor de drogas

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Después de un día largo concediendo entrevistas en un hotel para promocionar su nueva novela, fatigado de tanto hablar de sí mismo y de sus libros, convencido de que esas entrevistas serían perfectamente inútiles, Barclays, escritor mediocre pero testarudo, escritor irrelevante pero prolífico, salió del hotel en Nueva York a dar un paseo. Era tarde, pasada la una de la mañana, y sabía que no conciliaría el sueño hasta las tres o cuatro de la madrugada. Había tomado sus pastillas a medianoche, como todas las noches, unas pastillas para regular la bipolaridad y sosegar sus noches antaño torturadas, atormentadas.

Aunque no había vivido nunca en Nueva York, Barclays conocía bien aquella zona al norte de Manhattan, cercana al parque central, al este del parque: los años tan fructíferos literariamente que vivió en Washington DC, donde pudo terminar tres novelas, se permitía el lujo o la extravagancia de pasar un mes cada año en Manhattan, en un hotel cerca del parque: podía ser el Pierre, podía ser el Lowell, podía ser el Carlyle, alguna vez fue incluso el Plaza, donde tenía un amigo en la gerencia que le ofrecía tarifas espectacularmente rebajadas y le daba unas suites inmensas para los estándares de la ciudad. En una suite del hotel Plaza, Barclays vivió un breve amor de primavera con una alemana que conoció en el parque y le enseñó a hacer el amor sin que él se moviera, una técnica que ella, hija de turcos, dominaba con maestría.

Caminando por las inmediaciones del parque, que ya de madrugada se encontraba cerrado en su mayor parte, Barclays se sentó en una banca en la Quinta Avenida y se preguntó si tenía sentido continuar escribiendo, dando entrevistas, promocionando unas novelas que parecían condenadas a la irrelevancia, a la clandestinidad, el fuego oprobioso y triste en que terminaban ardiendo los libros que no se vendían. Pero Barclays no escribía por dinero, lo hacía porque no concebía la vida sin sentarse a escribir tres o cuatro horas todos los días, escribir todo lo que su memoria le dictase o le susurrase arbitrariamente, escribir todo aquello que sus padres hubieran preferido que no escribiera: escribir, en suma, no la vida que vivió, sino la que no pudo vivir.

En esas cavilaciones se encontraba Barclays cuando un hombre se acercó a él y se sentó en la banca, a su lado, sin decirle nada, sin mirarlo siquiera. Poco después, el sujeto le preguntó si quería comprar cocaína, marihuana o pastillas de un opioide llamado OxyContin. Barclays declinó el ofrecimiento cortésmente. Creyó que aquella voz era vagamente familiar. Miró al tipo sentado a su lado.

-¿Montoya? -le preguntó.

Era él, Montoya. Pareció incómodo de que Barclays lo hubiese reconocido. Sonrió de un modo forzado, esquinado, como si quisiera irse.

Se habían conocido treinta años atrás, en una universidad, donde Montoya y Barclays estudiaban letras. Ya entonces Montoya era el proveedor de marihuana en aquella universidad. Ya entonces Barclays le compraba varios porros por semana y hasta fumaban juntos. Ya entonces Barclays se inició en la cocaína debido a la insistencia de Montoya en venderle algunos gramos de alta pureza. Los había unido la afición a las drogas y la desidia por entrar a clases. Ninguno había terminado la carrera de letras.

Montoya era drogadicto porque su hermano mayor, un marino, era drogadicto, y porque su padre, gerente de una empresa de pólvora y explosivos, era también drogadicto: la pasión por las hierbas y los polvos que alteraban la conciencia corría en la familia, una familia de clase media acomodada, con casa en los suburbios y buenos autos.

-¿Qué ha sido de tu vida, Jimbo? -dijo Montoya, y estrechó la mano de su amigo.

Como Barclays se llamaba Jimmy, Jimmy Barclays, Montoya le decía Jimbo.

Jimbo Barclays había sido drogadicto cuatro años, en los tiempos de la universidad. Le costó trabajo dejar la cocaína, no fue nada fácil, lo logró porque estaba enamorado de una mujer y ese amor lo salvó de aquella adicción ferozmente autodestructiva. Con los años dejó también la marihuana, o dejó de fumarla todos los días, y se entregó con pasión a una droga poderosa y bienhechora, la de escribir ficciones, la de publicar novelas, lo que probablemente le salvó la vida.

Ahora Montoya quería venderle drogas, como treinta años atrás, en la universidad, pero Barclays no tenía ganas ni curiosidad de volver a drogarse con él.

Hablaron de los amigos comunes que tuvieron en la universidad: Polito Rey de Castro, ahora dueño de una fábrica textil, empresario acaudalado; Lucho Añorga, dueño de una planta de bebidas gaseosas, que producía una réplica barata de la coca-cola; Picapiedra Montero, que se había hecho rico, dedicándose a la minería; Carlitos Angulo, golfista de prestigio, renuente al trabajo; Joselo García Miró, presidente de la sociedad de industriales, políticamente muy influyente.

Hablaron de sus amigas comunes y sus novias, sobre todo de Daniela López de Romaña, que terminó siendo una brillante intelectual feminista, profesora de la universidad de Columbia, y de su hermana Fernanda, profesora de yoga en Brooklyn, ambas de una belleza sobrecogedora, ambas en su día amadas y adoradas por los embelesados Montoya y Barclays.

Montoya no se había casado, no tenía hijos, y dijo que no tenía novia, ni pareja, y vivía solo en Paterson, Nueva Jersey. Barclays se había casado, se había divorciado, tenía dos hijas, ambas vivían en la ciudad de Nueva York, trabajando en empresas tecnológicas, ganando más dinero que su padre. Barclays se había vuelto a casar con una escritora muy joven, con quien tenía una hija: Montoya no lo sabía y pareció alegrarse cuando Barclays le mostró las fotos familiares guardadas en su celular y le dijo que era condenadamente feliz con ellas, quienes lo esperaban en su casa, en Miami, cuando concluyese la gira de promoción literaria a que él se hallaba abocado.

-¿Dónde vas a dormir esta noche? -preguntó Barclays.

-En esta banca -respondió Montoya-. Ya es muy tarde para volver a Paterson.

Montoya sacó un papelillo de cocaína, aspiró dos veces y ofreció aquellos polvos, las caspas de Atahualpa, a su amigo.

-No, gracias -dijo Barclays-. Hace más de treinta años que no jalo. No quiero recaer.

Montoya hizo un gesto de disgusto o superioridad, de desdén o condescendencia, como diciéndole: tú te lo pierdes, suerte con tu vida de puritano reformado, yo moriré con las botas puestas, duro, tieso de cocaína.

-¿Quieres venir a dormir al hotel? -se arriesgó a preguntar Barclays.

Era una pregunta arriesgada porque Barclays era bisexual, públicamente bisexual, y había tenido un par de novios, un actor y un reportero de modas, y Montoya podía pensar que Barclays estaba invitándolo al hotel porque quería acostarse con él. Nunca se habían acostado ni compartido intimidad sexual, aunque, en los tiempos lejanos de la universidad, Barclays había pensado que Montoya podía ser guapo, descarado y guapo, insolente y guapo, el tipo de hombre que sabes que te hará daño y sacará lo peor de ti, y al que, sin embargo, terminas entregándote. Ahora ya no es guapo, está hecho polvo, envejecido y demacrado, pensó Barclays, y luego se dijo: parece diez años mayor que yo.

-Dale, vamos -dijo Montoya, sin dudarlo.

Barclays estaba alojado en el Surrey. La editorial no le pagaba el hotel, se lo pagaba él mismo. De hecho, la editorial tampoco le pagaba el viaje, se lo pagaba él mismo. Eran tiempos de vacas flacas en la industria editorial.

-Has engordado -le dijo Montoya, en el bar, tomando una cerveza.

Era cierto, Barclays estaba gordo, y por eso le dolió el comentario de su amigo. Se quedó callado, no dijo nada. Pero pensó: prefiero ser un gordito feliz que un flaco amargado, hecho mierda, como tú, que has terminado vendiendo drogas en Nueva York. En silencio, Barclays asoció su indudable sobrepeso a la vida muelle, confortable, aburguesada, que llevaba con su familia.

Después de que Montoya devorase una hamburguesa con papas fritas, subieron a la suite.

Montoya se duchó largamente y se metió en la cama de Barclays, completamente desnudo.

Barclays llevaba ocho años casado con su nueva esposa y siempre le había sido fiel, leal. ¿Le sería fiel, leal, con Montoya desnudo, al lado? No lo sabía. Lo dudaba. Dependería de Montoya, no de él, pensaba, resignado a su suerte.

Barclays no se quitó la ropa, no se quitó siquiera los zapatos. Temeroso de que algo pasara con Montoya, se quedó tendido en la cama, sin meterse debajo de las sábanas, de modo que los cuerpos no se tocasen, no se rozasen siquiera accidentalmente.

Montoya fumó marihuana, enseguida le ofreció a Barclays fumar juntos.

Barclays dudó, estuvo a punto de fumar, pero luego recordó que al día siguiente tenía una agenda intensa y prefirió abstenerse, cuidarse, preservar la lucidez.

-Cuando estábamos en la universidad, vivía medio enamorado de ti -se atrevió a decir Barclays.

Montoya no respondió: se había quedado dormido y pronto empezó a roncar.

Barclays tuvo ganas de besar a su amigo, pero supo contenerse, ser fiel a su esposa. Además, Montoya estaba muy desmejorado, venido a menos, ya no era el guapo insolente de la universidad.

Fue muy arduo para Barclays conciliar el sueño, debió redoblar su dosis de pastillas, pero, antes de que amaneciera, consiguió dormir. Soñó, por supuesto, con Montoya. Soñó que hacían el amor.

Cuando despertó hacia las diez de la mañana, ya Montoya no estaba a su lado. Lo buscó en el baño, en la suite, pero Montoya se había marchado sin despedirse, llevándose la computadora de Barclays y todo el dinero que Barclays tenía en la billetera.

-Me robó, pero me regaló un cuento -pensó Barclays, y se apuró en ducharse porque lo esperaban en el bar del hotel, para comenzar la agenda de entrevistas.

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Por Jaime Bayly

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