El argentino incomprendido

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El hotel Hilton de Puerto Madero, en Buenos Aires, había sido inaugurado recientemente, con el advenimiento del milenio. Era una edificación moderna y deslumbrante, una joya arquitectónica que parecía un museo de los viajeros ensimismados, de las mujeres con aire triste, de los amores furtivos, de la gente bella y confundida.

Barclays, escritor itinerante, había roto su pacto antiguo de lealtad con el hotel Alvear de Recoleta y ahora se alojaba en el flamante Hilton. Cada dos o tres meses, viajaba desde Miami a Buenos Aires. No era una obligación, era una elección, si los amores se eligen. No viajaba a trabajar, viajaba para encontrarse con una amante, María Gracia, que estaba casada. Eran entonces unos encuentros clandestinos, de dos o tres días, en los que los amantes no salían del hotel, volcados a la aventura de explorar sus cuerpos y celebrar la rara alquimia del amor.

María Gracia no era argentina, era chilena, y vivía con su esposo y sus dos hijos en Santiago de Chile. Era una artista supremamente talentosa: fotógrafa, escritora, pintora. Su esposo era un genio de las computadoras y ganaba mucho dinero. Sus dos hijos, niños todavía, hablaban como peruanos porque la nana, la cocinera y el chofer de la familia eran todos peruanos y les hablaban con los diminutivos dulces y musicales de los peruanos.

Para convencer a su esposo de que debía viajar a Buenos Aires cada dos o tres meses a solas, sin él, María Gracia le decía que estaba preparando un libro de fotos sobre esa ciudad y sus gentes, y que ese libro reuniría sus fotos y unos textos del escritor Barclays, amigo de la pareja. Para que su esposo no sospechase que Barclays era un amigo pérfido y un amante conspirativo, ella le decía que el escritor era gay, totalmente gay, y su esposo, un buen tipo, le creía.

Pero Barclays no era gay, totalmente gay, y amaba sin desmayo ni remedio a María Gracia, un amor que, por ser clandestino, los abrasaba a ambos con una cualidad volcánica. Por eso casi no salían del hotel: pasaban horas en la habitación, amándose como si hubieran nacido para conocerse y confundirse en esas fricciones y esas fruiciones, y a duras penas salían a la piscina, a la peluquería, al gimnasio, al spa, pero casi nunca a la calle. Sin embargo, a veces, cuando se amaban, lo hacían al pie de los grandes ventanales de la suite, las cortinas abiertas, mirando a la calle, aun si algún curioso parecía estar mirándolos. Tal vez Barclays y María Gracia estaban locos y no lo sabían; tal vez eran artistas y no podían evitarlo; tal vez sospechaban que nunca podrían amarse sin esconderse y eso los entristecía o traspasaba de melancolía.

Una noche, muy tarde, a las tres de la mañana, Barclays y María Gracia salieron de la habitación y, caminando por el pasillo alfombrado del séptimo piso, vieron a Maradona, el genio del fútbol, la leyenda inmortal, andando por el corredor del mismo piso, en sentido contrario a ellos, acompañado de un hombre más alto y canoso que él, que era su agente, mejor amigo, confidente y proveedor de todo lo bueno y todo lo malo. Barclays era adicto al fútbol, fanático del fútbol, y había llorado de júbilo con los goles de Maradona en el mundial de México: recordaba especialmente cómo se había emocionado y saltado y gritado como un niño con los goles épicos de Maradona a los ingleses. De pronto, a pocos pasos del dios inmortal del fútbol, Barclays se sintió invadido por una profunda conmoción y decidió que no lo fastidiaría, no le diría nada, no asaltaría su privacidad, pidiéndole un autógrafo o una foto. Barclays no llevaba un celular, pero María Gracia tenía su cámara de fotos, la llevaba siempre con ella, y podría haber hecho un retrato de aquel encuentro improbable, pero Barclays decidió que no molestarían al ídolo.

Al encontrarse cara a cara, sin embargo, Maradona los sorprendió:

-¿Vos no sos el peruano de las entrevistas?

Que Maradona lo reconociera y saludara con una gran sonrisa fue, a no dudarlo, uno de los momentos más extraordinarios en la vida de Barclays, quien se quedó perplejo, pasmado, maravillado de que el astro del fútbol supiera quién era él.

-¡El peruano del flequillo! -lo secundó su agente canoso, con cara de pícaro.

Maradona y Barclays se abrazaron. El agente y Barclays se abrazaron. Maradona miró con interés malsano a María Gracia. Ella le dio un beso, amorosa.

-¿Vos no eras puto? -le dijo Maradona a Barclays, y todos estallaron en una gran risa desfachatada.

-De vez en cuando soy puto -respondió Barclays, cuyos programas de entrevistas se emitían a medianoche en la televisión argentina-. Pero cuando estoy con ella, no puedo ser puto, maestro.

De nuevo las risas, el aire vibrante, la sensación de que la noche era todavía virgen y alguien tenía que abordarla y desflorarla.

Barclays pensó en pedirle a María Gracia que hiciera una foto, pero se reprimió, se contuvo, no quería incomodar en modo alguno al genio del fútbol.

-¿Adónde van? -preguntó el agente.

-Al bar -dijo María Gracia-. ¿Quieren venir con nosotros?

-Acaba de cerrar -dijo el agente.

-¿Tienen trago en el mini-bar? -preguntó Maradona.

-Sí, claro -se apresuró a responder Barclays.

-¿Nos regalan dos botellitas de whisky? -se animó Maradona.

-Porque nuestro mini-bar está vacío -dijo el agente.

De nuevo las risas se confabularon con aire rompedor en la lánguida noche porteña.

-Te regalamos todo el mini-bar -respondió Barclays, con una sonrisa.

Volvieron a la habitación de Barclays. Maradona y su agente prefirieron no entrar. Barclays sacó dos botellitas de whisky, dos de vodka, dos de ginebra, y se las llevó a Maradona.

-Gracias, peruano -le dijo el ídolo.

-Quiero decirte algo, Diego -se animó Barclays.

-Decime, dale.

-Que los gringos no te den la visa me parece una estupidez -dijo Barclays.

-Bah, no tiene importancia -dijo Maradona.

-¡No te dejan entrar a Estados Unidos porque has consumido drogas! -se indignó Barclays-. ¡No me jodas, hombre! ¡Yo he consumido drogas toda mi vida y vivo en Miami y nadie me deporta!

Maradona se sintió querido por el peruano del flequillo y tal vez por eso palmeó su espalda y le dijo gracias. También el agente miró con afecto al escritor, quien, por lo visto, no podía dejar de hablar:

-¡En serio te digo, Diego! ¡Cómo van a negarte la visa de turista solo porque has consumido drogas! ¡Es una idiotez mayúscula! ¡A mí me dejaron hacerme residente y luego ciudadano de los Estados Unidos! ¡Y te aseguro que he consumido más drogas que vos!

Maradona soltó una carcajada espléndida, abrazó a Barclays y le dijo:

-Tenías que ser peruano.

-¡El peruano parlanchín! -se alegró el agente. -¡El nuevo peruano parlanchín! -dijo, evocando a un legendario locutor de la radio argentina, Hugo Guerrero Marthineitz.

Luego Maradona abrazó a la artista chilena, la devoró entera con sus ojos de corsario y se retiró a paso raudo, con las botellitas espirituosas en los bolsillos.

-Este ha sido el momento más feliz de mi vida -le dijo Barclays a su amante chilena-. Más feliz, mucho más feliz, que cuando me casé. Más feliz, mucho más feliz, que cuando gané algún premio literario. Esto, conocer a Maradona, que él me reconozca, que él me salude, ha sido el momento más glorioso e inolvidable de mi vida, Mari.

-Pensé que me pedirías una foto -dijo ella.

-No -dijo él-. Hicimos bien en no pedírsela. Hicimos bien en darles solo cariño y no pedirles nada a cambio.

Más tarde, cuando ya amanecía, Barclays le dijo a María Gracia:

-El día que Maradona les hizo dos goles a los ingleses, yo estaba en casa de un amigo, en Lima, con otros amigos de la universidad. Cuando Maradona hizo el segundo gol, me emocioné tanto que me puse a llorar y besé a un amigo en las mejillas, en los labios. Ese amigo se sintió disgustado porque le di un piquito y me dio una bofetada que me dolió como una trompada. “Déjate de mariconadas”, me dijo, molesto. Fue un momento tremendo: por un lado, la euforia de haber contemplado un gol de una belleza sobrecogedora; por otro lado, la tristeza de sentirme un tipo raro, que no encajaba, que era rechazado. Por eso, cuando recuerdo ese gol increíble, recuerdo la felicidad del gol y la extraña tristeza de sentirme un bicho raro.

Ahora todo estaba bien, gloriosamente bien: Barclays había abrazado a Maradona en ese hotel de Puerto Madero y el ídolo, como buen argentino, le había dado un beso en la mejilla.

-Soy un argentino perdido, incomprendido -le dijo Barclays a su novia chilena-. Algún día viviré en esta ciudad, Mari. Yo nací para amarte, para abrazar a Maradona a las tres de la mañana, para vivir en Buenos Aires.

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Por Jaime Bayly

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