Mujeres gatunas y afantasmadas de Buenos Aires

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A pesar de que había sido condenadamente infeliz viviendo un año sabático en Buenos Aires, a pesar de que tenía miedo de volver a ser tan desdichado en aquella ciudad a la que había amado desde niño aun antes de conocerla, Barclays, que vivía en Miami, donde hacía un programa de televisión, aceptó la propuesta de un canal argentino: pasaría una semana de cada mes en Buenos Aires, grabando entrevistas a grandes celebridades, o a pequeñas celebridades, a gente un tanto autodestructiva, dispuesta a perder su tiempo, hablando naderías con él.

No era por dinero que Barclays quería pasar una semana de cada mes en Buenos Aires: contrariando a la razón, desafiando a la prudencia, seguía enamorado de esa ciudad, de los habitantes de esa ciudad, de un particular habitante de esa ciudad. Tenía la poderosa corazonada de que sería un mejor escritor, o uno menos chapucero, si se dejaba perturbar y enloquecer por Buenos Aires, aun a expensas de su salud.

Barclays puso una sola condición al dueño del canal argentino: no quiero entrevistar a políticos, no quiero hablar de política, quiero entrevistar a personajes del arte, de la cultura, del espectáculo, a músicos y cantantes, a actores y actrices, a comediantes, a modelos, a vedettes, incluso a figurones chocarreros de la farándula más basta, más burda, no a políticos, en ningún caso a políticos.

Fue así como, cada tres semanas, Barclays se tomaba una semana libre en Miami, pasaba repeticiones de su programa en el canal de esa ciudad y viajaba hasta Buenos Aires para grabar las entrevistas con las estrellas o los fantasmones que el canal argentino elegía. Fue así como volvió a ser un residente temporal de Buenos Aires. Fue así como se enamoró de dos mujeres que vivían en esa ciudad: una librera y escritora de la librería Ateneo Splendid y una periodista cultural de un canal de televisión. Además, tenía un novio renuente o reticente en Buenos Aires, un joven periodista de modas, muy guapo, que ya no parecía enamorado de Barclays, pues parecía frustrado o extenuado porque Barclays, todo él, estaba reñido con la moda.

A la librera y escritora en ciernes, llamada Andrea, la conoció una tarde, visitando el Ateneo Splendid, sobrecogido por la belleza de esa librería teatral. Andrea reconoció al peripatético Barclays, se acercó a él, lo saludó, le dijo que había leído sus libros, que solía recomendarlos con entusiasmo a los clientes que le pedían una sugerencia, un consejo sobre algún autor por descubrir. Era de mediana edad, menor que Barclays ciertamente, y podía parecer guapa o no tan guapa, según como se la mirase, según como se la escuchase. Cuando Barclays la miró y la escuchó, pensó que Andrea era una fantástica criatura literaria, que vivía para los libros, en los libros, y por eso se interesó vivamente por ella, además de sentirse halagado, pues Andrea decía haber leído todos sus libros.

Andrea vivía en Liniers, con su madre y su perra Frida. Su padre, profesor de matemáticas, intelectual, escritor, había muerto de un infarto, dando clases. Andrea no había conseguido recuperarse de aquella pérdida. Amaba a su abuela española, que vivía a dos cuadras de su casa, en una zona apacible de Liniers. Quería escribir un libro sobre su abuela española. Quería ser una escritora. No por eso estaba dispuesta a dejar su trabajo en la librería teatral. Le gustaba, le pagaban bien, le prestaban los libros que deseaba leer, le permitían decidir qué títulos se exhibirían más destacados y qué obras quedarían confinadas en los márgenes, en las sombras, en el olvido. Tenía, pues, un poder: era la jefa o factótum de aquella librería teatral por la que pasaban tantos argentinos como turistas, y no pocos escritores cultivaban su amistad, no solo porque Andrea era un personaje extraño y fascinante, sino porque tenía el poder de encumbrar a unos y relegar a otros.

Barclays y Andrea se veían cuando él había terminado de grabar sus entrevistas. Por lo general, ella acudía al hotel en que él se alojaba, un hotel afrancesado de Recoleta, donde lo mimaban y consentían. No hablaban de televisión, de las entrevistas de Barclays, porque Andrea no veía televisión, no tenía un televisor en su casa. Hablaban de libros o de películas, iban a los cines en la última función de trasnoche y entonces Andrea hacía lo que más le gustaba: besaba a Barclays con aire furtivo, sentados en la última fila, como si fuesen dos amantes perpetrando una felonía o una fechoría, y en ocasiones se envalentonaba y abría la bragueta del escritor. Rebelde, contestataria, librepensadora, Andrea decía en tono socarrón que no le interesaba la penetración en ninguna de sus formas y que su auténtica pasión era el erotismo oral, principalmente acometido en los cines: ese era el rasgo más pronunciado de su extravagancia o su locura, y no parecía estar dispuesta a pedirle perdón a nadie por eso. Cómo podía Barclays no amar a Andrea: en Miami ciertamente no encontraría a una mujer como ella, así de gatuna y afantasmada.

La reportera del canal cultural se llamaba Paola, como una de las hijas de Barclays, y a juzgar por su insolente belleza, parecía menos una reportera que una modelo torturada o una dama de compañía. Le escribió a Barclays con tanta insistencia, pidiéndole una entrevista para hablar de sus libros, no de la televisión ni de política, que el escritor se rindió y acordaron que la entrevista se haría en un hotel de Puerto Madero. No sabía Barclays en qué laberinto estaba metiéndose, a qué montaña rusa estaba subiendo. Pensó que sería una entrevista más, sin demasiadas consecuencias. Se equivocó. La entrevista fue más bien sosa, sin destellos de originalidad, sin preguntas agudas, y Barclays se resignó a decir cuatro memeces previsibles. Luego Paola se despidió de los camarógrafos con cierta prisa y le sugirió a Barclays que subiese con ella a su habitación, pues quería que él le firmase uno de sus libros, que había dejado olvidado arriba, en el cuarto. Nada más entrar en la habitación, Paola, que tenía un cuerpo hermoso y lo sabía, que miraba con un descaro inquietante, le dijo a Barclays: “Quiero saber si sos puto”. Luego se quitó la ropa, toda la ropa, mientras él la miraba, perplejo, demudado. Barclays respondió honestamente: “Sí, soy puto”. Enseguida se acercó a ella, la besó, la llevó a la cama, se quitó la ropa y la amó con fiebre abrasadora. No contenta con una primera escaramuza erótica, Paola pidió o exigió una segunda refriega, un tercer acto, la prolongación de aquella ceremonia volcánica, inacabada. Fue así como Barclays comprendió que, por primera vez en su vida itinerante, estaba amando a una ninfómana, a una ninfómana gatuna y afantasmada de Buenos Aires. En honor a la verdad, ese descubrimiento, o ese deslumbramiento, lo asustó.

Formalmente, entonces, Barclays llegaba cada tres semanas a Buenos Aires para trabajar en un canal de televisión, para grabar entrevistas a personajes del arte, o de esa zona chillona y revoltosa, la farándula, que creía ser arte, sin serlo. Informalmente, sin embargo, Barclays tenía otras innobles misiones que cumplir: comprar libros en la librería de Andrea y enseguida ir al cine con ella y dejarla afirmar su poder, proyectando clandestinamente su propia película serie B; citar a Paola en el hotel sin ningún otro propósito que el de invadir su cuerpo pedigüeño y escuchar las historias más o menos truculentas de los amores que ella tenía con personajes poderosos de la ciudad, siempre dispuesta a un encuentro erótico más; y ver a su novio renuente o reticente, que sabía de Andrea, que sabía de Paola, y que por eso veía a Barclays como un sujeto desnortado, extraviado, que no sabía de modas ni de belleza, que no era capaz de ser leal a una sola novia o a un solo novio: estaba claro entonces que Barclays seguía amando a su novio, pero este ya no lo quería más.

Además de ver a esas tres personas, Barclays acudía a menudo a una clínica en el casco histórico de San Isidro, donde la hermana de su novio, una mujer joven, noble, encantadora, peleaba contra un cáncer avanzado. La mujer estaba desesperada porque era madre de una hija pequeña y no quería morir, no quería dejar a su hija huérfana de madre, a tan precoz edad. Era esposa de un jugador de rugby, había enfermado de cáncer cuando se fue a vivir a Chile, acompañando a su marido. Ahora la muerte la tenía cercada, acorralada, y ella no encontraba manera de escapar. Se llamaba Candelaria, le decían Candy. A veces sufría tanto que se daba golpes de cabeza contra las paredes, hasta desmayarse, hasta quedar inconsciente, sangrando. Barclays quedaba tan consternado después de visitarla que necesitaba desesperadamente llamar a Andrea y amarla, llamar a Paola y amarla. Necesitaba el amor físico, el erotismo más animal, para escapar de la muerte, de las sombras de la muerte, de su aliento rancio, espeso, hediondo. No podía olvidar esa imagen desoladora: estar con Candy en la clínica y de pronto verla golpeándose la cabeza contra las paredes, llorando a gritos, maldiciendo su suerte. En un año o poco más, el cáncer destruyó a Candelaria y le provocó una muerte lenta y atroz. En sus funerales, consolando a su novio renuente o reticente, Barclays pensó que la única venganza posible contra la muerte era el arte y, si acaso, el amor, la pasión, el erotismo, la búsqueda desenfrenada del placer. Debido a eso, volvía siempre a Andrea y a Paola, la una sabiendo de la otra, sin importarle, por fortuna para él, aunque sin desear conocerse.

Durante tres años, Barclays tuvo esa relación promiscua con Buenos Aires: no vivía en aquella ciudad, pero pasaba una semana de cada mes, y no tenía un amor en ese puerto, sino dos o tres, según el humor veleidoso de su novio.

Al cabo de tres años, Barclays se agotó y se rindió. Además de hacer el programa en Miami de lunes a viernes, viajaba todos los sábados a Lima para presentar un programa en directo, los domingos por la noche, y ya no le quedaban restos para ir una semana de cada mes a Buenos Aires. Fatigado, se achantó, se dejó caer como un camello en el desierto.

Sin embargo, no aguantó mucho tiempo sin ver a Andrea y a Paola. Ahora ellas viajaban a Lima de vez en cuando, invitadas por él, para verlo ciertos fines de semana. Las ceremonias del amor, esquivas con Andrea, quien rehuía las formas convencionales o socorridas entre los amantes, y en cambio fogosas con Paola, quien dejaba a Barclays reducido a escombros, se mudaron entonces a un hotel de Miraflores, donde el escritor supo mantener viva la pasión argentina con aquellas mujeres gatunas y afantasmadas de Buenos Aires.

 

 

 

 

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Por Jaime Bayly

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