La señora de las pantys negras

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Cuando Barclays, que está casado con una mujer hace diez años, que ha sido fiel a ella todo ese tiempo, batiendo sus récords de fidelidad, que se proclama bisexual, que ha tenido un novio antes de enamorarse de su esposa y no ha estado íntimamente con un hombre hace doce años, se pregunta si todavía desea acostarse con un hombre, como en sus tiempos de juventud intoxicada y desenfrenada, termina pensando siempre, siempre, en tres hombres de su pasado, tres hombres a los que no ve hace muchos años.

El primer hombre que viene como un rayo fulminante o un arcoíris inesperado a su memoria es un actor talentoso, de mucho éxito, que fue su amante cuando ambos eran jóvenes y tenían novias, su amante por consiguiente en el armario, y que, lo mismo que Barclays, se casó con una mujer, tuvo varias hijas y suspendió su pasión furtiva por los hombres o la confinó al territorio de los secretos indecibles. Ese hombre, el actor, fue el primer hombre con el que Barclays se acostó, el primero del cual se enamoró, y por tanto ocupa un lugar privilegiado en la memoria del escritor, una casa habitada por mucha gente, gente a la que la memoria de Barclays, arbitrariamente, maquilla y embellece, o gente como su padre y sus demás enemigos, a quienes la memoria, esa máquina de mutilar, rebaja y afea.

Barclays conoció al actor viéndolo en obras de teatro en las que descollaba por su talento camaleónico para ser muchas personas distintas y por una fuerza expresiva, persuasiva, que se parecía a la de un huracán. Luego lo entrevistó en la televisión. Aquella noche fue Barclays quien, de novio ya con una chica que estudiaba en Ginebra, se enamoró hasta los huesos del actor, aunque no se lo dijo y procuró ocultarlo durante la entrevista, en la que el actor hablaba a sus anchas de sí mismo, como suelen hacer los actores, tan contentos de estar en sus pieles, de escuchar el eco de sus propias voces, al tiempo que Barclays lo miraba arrobado, maravillado, como si hubiese descubierto un pequeño tesoro, una joya preciosa, unas monedas de oro al fondo del mar turbulento de la religión, un mar en el que Barclays, de joven, hundido por sus padres, lastrado por los curas, casi se había ahogado.

No tanto por los deseos del actor, sino porque Barclays se rindió ante él, le confesó que se había enamorado y le suplicó que lo educase en el arduo amor entre hombres (unos riesgos o unos placeres que el actor ya conocía con otros hombres), terminaron acostándose en un apartamento que Barclays había comprado con los dineros malolientes de la televisión. Aquella noche, sin saber que sería un encuentro que recordaría vivamente hasta el fin de los tiempos, Barclays confundió sus deseos secretos con los del actor y se inauguró en ciertas formas de amor que hasta entonces sólo había maliciado en su imaginación, pero no se había atrevido a vivir. Se amaron con toda la destreza del actor y la impericia de Barclays, se amaron con la premura de quienes compartían un secreto inefable, se amaron con la certeza de que aquella pasión los uniría siempre, se amaron con la sospecha de que el amor que sentían por sus novias era vago, pálido, tibio, por comparación con el que, entremezclando el dolor con el placer, acababan de fundar entre ambos.

Pero no pudieron ser una pareja, o no se atrevieron a serlo, no encontraron coraje para romper con sus novias y, siendo ya famosos en aquella ciudad, famosos por salir en televisión, por hacer teatro y películas el actor, por conducir programas de entrevistas el escritor, decirles a sus familias y sus amigos, y finalmente a la prensa del corazón, que estaban enamorados. Continuaron viéndose a escondidas, de un modo clandestino, fingiendo que eran amigos, escamoteando a sus novias la verdad que los unía. Barclays sentía que no podría enamorarse nunca de una mujer ni de otro hombre como se había enamorado del actor. Sentía que el actor era el hombre de su vida. Sentía poderosamente que no podía perderlo, que no quería perderlo. Pero lo perdió. Ahora, tantos años después, cuando lo recuerda ciertas noches insomnes, sigue extrañando al actor, un amante formidable, incansable, un compañero divertido, ocurrente, cantarín: ¡cómo le gustaba cantar al actor cuando estaban en la playa, en el mar!

Entonces Barclays le decía:

-Haremos una película. Tú serás mi Banderas, mi actor fetiche. Yo seré tu Almodóvar, tu director gay.

Pero no hicieron una película ni un corto ni un documental. No salieron del armario. Se casaron, tuvieron hijas. El actor hizo un esfuerzo descomunal por amar a su esposa y al parecer fracasó, pues se divorciaron, aunque de un modo amigable. Barclays lo entrevistó nuevamente, pero ya las cosas habían cambiado y no se amaban con la furia y el candor de los primeros combates, de los más memorables escarceos eróticos, unas refriegas que perviven en la memoria de Barclays y, ciertas noches desveladas, le hacen pensar que algún día volverá a acostarse con el actor. No parece tan probable, sin embargo: desde que Barclays publicó su primera novela, traspasada de angustia gay, hace casi treinta años, el actor llegó a la conclusión de que el escritor era un amante pérfido, felón, que contaba literariamente todos sus secretos y al que era mejor no ver en modo alguno. Desde entonces no se han visto. Pero Barclays, terco como una mula, sueña con volver a seducirlo.

También asalta la memoria de Barclays un hombre, profesor universitario, profesor de literatura, que vivía en Kingston, Ontario, un remoto pueblito canadiense, que había leído con devoción las novelas de Barclays, que soñaba con conocerlo y por eso lo invitó a dar una charla en aquella universidad perdida entre montañas de nieve. Tantas veces le escribió, rogándole que fuese a ese pueblito canadiense a dar una conferencia ante sus alumnos en la universidad de Queen’s, que Barclays, estando en Montreal, en un festival literario, y abocándose principalmente no a pasear por el festival, sino por el cuerpo irresistible de una canadiense, lectora de sus libros, a la que conoció en dicho evento, una amante singular, memorable, que estaba tatuada y usaba drogas, y que parecía impaciente por corromper y pervertir a Barclays y devolverlo a los años en que fue adicto a ciertas drogas, decidió darse un descanso de aquella mujer infatigable para el amor, subir a un tren, recorrer centenares de kilómetros y llegar horas después a dar una charla en la universidad del profesor canadiense, su devoto lector. El profesor era joven, guapo, coqueto, deseable, y, nada más verlo, Barclays comprendió que quizás no volvería a Montreal en el tren de esa noche y, aceptando la invitación del profesor, se quedaría a dormir en un hotel de ese pueblito al que sólo llegaban los valientes o los que se habían extraviado. La charla literaria en la universidad tuvo un punto de humor porque no había más de diez o doce estudiantes, escuchando en estado de sopor a Barclays. Estaba claro que el profesor canadiense se había inventado la charla para convencer a Barclays de tomar el tren, cuando su propósito era conocerlo, seducirlo, acostarse con él, un afán en el que no encontró resistencia alguna por parte del escritor, quien se sintió vigorosamente atraído por ese muchacho con aires de intelectual, que, contra todo pronóstico, resultó un amante delicado, humilde, servicial, un amante que ocuparía un lugar conspicuo en la memoria de Barclays. Por supuesto, el escritor volvió a Montreal, no ya al pueblito remoto de Kingston, y no a encontrarse con la ninfómana tatuada, sino con el profesor canadiense que lo veneraba como si fuese un dios de los Andes.

El tercer hombre, y el último de ellos, que todavía perturba o eriza la memoria del deseo en Barclays, era un famoso modelo al que conoció en Nueva York. Alto, fornido, hijo de alemanes, asombrosamente bello e impúdico, embriagado de estar en su propio cuerpo, ese modelo, bastante menor que Barclays, había desfilado para los mejores diseñadores, posado para los más cotizados fotógrafos de modas, ganado un dinero apreciable y se había hecho famoso por su belleza salvaje, su facilidad para desnudarse y su raro talento para amar otros cuerpos, sin enamorarse de ninguno: por eso, Barclays, sin saberlo, estaba condenado a sufrir penas de amor, cuando se enamoró repentinamente de ese modelo egoísta, hedonista y un tanto vulgar. Se conocieron en un restaurante japonés, Barclays se acercó a él y le habló con naturalidad, el modelo dijo que era pintor, lo que era cierto, pues había expuesto cuadros en los que pintaba únicamente pies de hombres, y esa noche, a sugerencia del modelo, terminaron fumando una marihuana muy potente y tomando tragos en los clubes a los que el modelo entraba como toda una celebridad. Al final de la noche, Barclays quiso acostarse con el modelo, pero este declinó amablemente. Entonces Barclays le ofreció dinero y el modelo soltó una carcajada. Luego le dijo:

-Sólo me acostaré contigo si te pones unas medias pantys negras y me esperas mañana en tu hotel, a medianoche.

Como Barclays no llevaba en su maleta unas medias pantys negras, ni se había puesto nunca unas medias pantys negras, tuvo que comprarlas, al día siguiente, en una tienda de ropa interior para mujeres. Al probárselas en el camarín de la tienda, se erizó de deseó, se afiebró de lujuria, tramó unos placeres que, con suerte, se atrevería a experimentar aquella noche con el modelo.

A medianoche, Barclays, vestido apenas con las medias pantys negras, como una hetaira en decadencia o una meretriz de combate, esperó al modelo. Nunca llegó. Humillado, el escritor lo llamó y le dijo que estaba esperándolo con ilusión, que ardía por verlo.

-No voy a ir -dijo el modelo, riéndose con un cinismo cruel-. No me acuesto con hombres gordos. ¿Te has mirado en el espejo? Estás gordo, ¡gordísimo!

A pesar de que el modelo se portó como un patán y lo dejó triste y descorazonado, Barclays, o su memoria arbitraria e irracional, aún vuelve imaginariamente a ese joven en Nueva York, y entonces las fiebres y los delirios de la ficción, las fábulas y las ensoñaciones del deseo, hacen posible lo que la miserable realidad frustró: que Barclays, con las medias pantys negras, reciba al modelo y que ambos, despojados de todo pudor, de todo sentido de la decencia y el honor, se amen como animales salvajes, sin decirse cursilerías, sin prometerse nada, como se amarían dos hombres en una cárcel, uno de ellos, a no dudarlo Barclays, deseando sentirse una mujer, la señora de las pantys negras.

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Por Jaime Bayly

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