Memorias de un parricida

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Rodeado de libros leídos y por leer, de manuscritos inéditos que envían escritores o aspirantes a escritores, de papeles viejos y cuentas pagadas y contratos expirados, Barclays decide que, como está comenzando el año, comprará una máquina trituradora y hará trizas esa cordillera de montañas hechas de papeles antiguos que circundan su mesa de trabajo. No sabe que, al hacerlo, convocará a los fantasmas de su pasado, a los muertos que se niegan a morir del todo, a los que fueron sus amantes o sus amigos y ahora son sus enemigos.

Le aparecen entonces libretas de notas del colegio inglés, en un curioso papel verde que el tiempo no ha desmejorado: buenas notas, algunas incluso sobresalientes, salvo en educación física, y comentarios alentadores en inglés de sus profesores. Entonces Barclays era un niño parlanchín y sabelotodo que soñaba con dedicarse a la política para contentar a su madre. No sabía que sus profundas fallas genéticas, sus trastornos mentales, se lo impedirían. Le aparecen también unos papeles de la pontificia universidad católica que dan fe de que ha concluido los estudios generales de letras, mas no los de la facultad de derecho. Están traducidos al inglés y sellados por la cancillería. Fue la madre de Barclays, Dorita, una santa, quien obtuvo esos certificados y los refrendó en el ministerio de exteriores. Enseguida los despachó por correo rápido a su hijo, Barclays, que vivía en Washington. Dorita quería que su hijo terminase la carrera que había dejado inconclusa, que estudiase ciencias políticas en la universidad de Georgetown, que se graduase con honores. Terco, tozudo, testarudo, Barclays se plantó como un camello en el desierto, se negó a seguir estudiando y anunció que sería un escritor.

Entre los papeles del pasado, aparecen los documentos oficiales que acreditan que Barclays se casó hace treinta años, en las cortes de Washington, con una señora llamada Casandra Mesías, estudiante de ciencias políticas de la universidad de Georgetown: el certificado de casamiento, la carta de felicitación del juez pidiendo una propina, los trámites legales para que Barclays y su esposa obtuvieran la residencia temporal en los Estados Unidos y años después la permanente. Hay cartas manuscritas de amor, promesas traspasadas de amor, hasta poemas escritos por Barclays a su esposa. Tres décadas después, aquello parece falso, exagerado, pueril. Barclays recuerda las madrugadas en que su esposa y él hicieron largas colas en las oficinas de migraciones, las entrevistas por separado en las que les preguntaron por el color de las sábanas de su cama, el color del horno, el color de la nevera, las entrevistas sobre historia y geografía del país a que se sometieron para obtener la nacionalidad, los cuadernillos oficiales que tuvieron que estudiar para tal efecto, todo va apareciendo como una montaña de evidencias que apuntan en una sola dirección: Barclays no quería volver a Lima, donde nació, y quería permanecer en los Estados Unidos, donde continúa viviendo.

Enseguida le aparecen los contratos de alquiler de los apartamentos en la calle treinta y cinco del noroeste de Washington, cerca de la universidad, donde vivieron su esposa y él: pagaban mil dólares al mes, y ahora cobran tres mil; el apartamento costaba cien mil dólares, y ahora piden cuatrocientos veinte mil. Debí comprarlo, piensa. Pero luego recuerda los inviernos helados en Washington, las noches en que salía a correr por las calles nevadas, y se dice a sí mismo:

-Estoy mejor en Miami. Allá arriba el frío estaba matándome.

De todos los papeles de su pasado en Washington, quizás el que más lo impresiona es una breve carta manuscrita que le escribió su tío Bobby Lerner, acaudalado empresario minero, pidiéndole que no publicase su primera novela, que exonerase a la familia de tamaño escándalo, que guardase el manuscrito en un cajón y se dedicase a asuntos que no trajeran vergüenza a la familia. Por supuesto, Barclays no le hizo caso. Desde entonces, se distanciaron. A Bobby le parecía que las novelas de su sobrino eran impúdicas, de mal gusto. Por eso, cuando murió, no le dejó un centavo: estaba avergonzado de Barclays, o molesto con él.

En tantos cajones desbordados de papelería añosa, Barclays encuentra los papeles de su divorcio con Casandra, los cursos que se vieron obligados a llevar para divorciarse ante las cortes de Miami, y se pregunta si ese divorcio, ya padres de dos niñas, no fue precipitado. Enseguida le aparecen tres fotos que le tomó su amante María Gracia en Santiago y con ellas viene el recuerdo de cuánto amó a esa mujer libre, insolente, fantástica, talentosa. Las entrevistas en periódicos y revistas prefiere no leerlas: en todas le parece que queda como un tonto redomado. Las críticas a sus libros también prefiere no leerlas: tanto las buenas como las malas le parecen exageradas. Lo que sí captura su atención es la abismal disparidad entre los contratos de sus libros y los contratos de la televisión: los de sus primeros libros fueron muy exiguos pero luego mejoraron bastante, llegando a números estimables hace veinte años, ya luego empezaron a decaer gradualmente al punto en que las editoriales no se avenían a pagar más anticipos; los de la televisión muestran una consistencia, una curva ascendente, un ahínco o un tesón para seguir dando la lata en programa tras programa, canal tras canal, país tras país: sea Miami o Lima, Bogotá o Buenos Aires, Santiago o Guayaquil, los contratos de las televisiones revelan que Barclays le hizo caso a su agente literaria Carmen Balcells, quien le aconsejó:

-Nunca dejes la televisión.

También le sorprende, triturando los papeles de su pasado, leyendo las cuentas de los hoteles y las aerolíneas, lo mucho que ha viajado, lo mucho que ha gastado viajando. Como las editoriales han sido renuentes en pagarles sus viajes con la comodidad que deseaba, Barclays ha preferido pagarse siempre sus viajes, todos sus viajes, incluyendo los de trabajo. Sus destinos más frecuentes han sido Madrid y Barcelona, Buenos Aires y Lima, Santiago y Bogotá. A esas ciudades ha viajado casi siempre para presentar un libro, para asistir a una feria de libros, para reunirse con su agente, para hacer programas de televisión. La última feria de libros a la que asistió en Madrid, antes de la pandemia, fue apoteósica porque concurrieron centenares de espectadores, quizás un millar, de su programa de televisión. Es decir que Carmen Balcells tenía razón:

-La televisión te hará vender más libros y te dará libertad para escribir lo que te venga en gana.

Al romper las cuentas de los hoteles, rememora que usaba un seudónimo para alojarse en ellos: antes era Lucas Bueno, luego fue Javier Garcés, últimamente ha sido James Barclays o Jimmy Barclays. También recuerda que con los años ha cambiado su preferencia de hoteles: en Buenos Aires fue siempre el Alvear, aunque en tiempos de austeridad elegía uno coqueto y bien ubicado, el Club Francés; en Santiago era la torre del Sheraton porque estaba a un paso del canal de televisión donde presentaba un programa, pero ahora prefiere el Ritz; en Bogotá fue siempre el hotel Portón; en Barcelona era el Claris y ahora suele ser el Mandarin, con un spa y una piscina notables; y en Madrid era el Wellington, luego fue el Ritz hasta que encontró una araña viva en la cama, y ahora ha vuelto a ser el Wellington, el hotel de los toreros. Al triturar las cuentas de hoteles en Copenhague, en Estocolmo, en Amsterdam, Barclays recuerda que su novio era muy refinado, muy exquisito, y no toleraba hoteles de cuatro estrellas: en Estocolmo, en el hotel Berns, hizo un escándalo porque dijo que el hotel era muy viejo y olía a mierda, así que se mudó a uno más caro y moderno, el Lydmar, pero Barclays se quedó en el Berns porque allí había dormido el cantante Mika, a quien adoraba.

Los papeles del pasado también evocan hechos oprobiosos, eventos desafortunados: multas de tránsito en varios países (sobre todo en Canadá) por manejar deprisa y aparcar mal; comunicaciones oficiales dando cuenta de que le han suspendido su licencia de conducir en Miami; cursillos que estudió y exámenes que sorteó para recuperar aquella licencia revocada; propiedades que compró en Lima, pagando por un apartamento en obras, un edificio en construcción, que se quedó a medio construir, sin que el vendedor, un señor de apellido Lanata, se tomara el trabajo de devolverle el dinero o darle una explicación; propiedades que compró en Miami, dejando una seña de garantía, para luego arrepentirse y perder el depósito; cuentas bancarias que le fueron clausuradas por retirar demasiado dinero en efectivo; hasta cheques sin fondos que le pagaron por presentar un monólogo teatral en Santo Domingo: todos aquellos papeluchos infames despiertan fantasmas, convocan demonios, resucitan zombis y encaran a esas criaturas afantasmadas frente a Barclays, quien se hunde en la tristeza, pensando:

-Soy un tarado, un grandísimo tarado.

Pero también están los papeles de sus hijas, que traen una brisa fresca de felicidad y quizás incluso de orgullo comedido: los viajes felices cuando eran niñas porque ya adultas prefieren no seguir viajando con él; las notas manuscritas que ellas le mandaban; los boletos del cine de las tantas películas que vieron juntos; las cuentas de las universidades; las puntuales transferencias de dinero a Nueva York, a Connecticut, a Filadelfia; la extraña persistencia de Barclays en demostrarles su amor incondicional mandándoles dinero siempre, en las buenas, en las malas y en las peores, y no metiéndose a dar consejos odiosos ni a fijar límites, reglas o normas de conducta. Al leer las constancias de los pagos a las universidades, de las compras de las camionetas, de los envíos semestrales de dinero, Barclays piensa:

-No he sido, después de todo, un padre tan malo. A veces he sido un padre ausente, pero económicamente siempre presente.

Por último, hay papeles que el tiempo parece cuestionar, poner en entredicho: ¿era necesario comprar no una, sino tres pistolas? ¿Y cómo diablos se perdió una de las pistolas? ¿Era necesario viajar a Panamá a comprar unas pastillas que no conseguía en Miami, viajar un día y regresar al día siguiente con un maletín de mano lleno de pastillas, centenares de pastillas, sintiéndose un narcotraficante? ¿Era necesario gastar tanto dinero en la opulenta fiesta por sus treinta y cinco años y en la cena pantagruélica por sus cincuenta? Y, sobre todo: ¿era realmente necesario llamar “cabrones de mala entraña” a su padre y a su tío Bobby por desheredarlo? A esa inquietante conclusión arriba entonces Barclays, tras romper montañas de papeles:

-Soy un parricida.

 

 

 

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