La vida secreta de un escritor

L

Barclays contrató a un enano libidinoso para que le depilase los vellos púbicos mientras él escribía sus textos delirantes. El enano se negó a usar una tijera, una hoja de afeitar o la cera de la esposa de Barclays. Su técnica de depilación consistía en arrancar los vellos con sus dientes, a mordiscos. Era doloroso para el escritor. Tuvo que despedirlo. El enano lujurioso lloró. Quedaron en tomar un café más adelante.

Barclays contrató a una nutricionista para bajar de peso. Estaba pesando cien kilos. Quería pesar noventa. Había hecho dietas por su cuenta, con pobres resultados. La nutricionista le exigió que solo comiese la comida que ella le llevaba en recipientes de plástico. Barclays aguantó dos semanas. La comida de la nutricionista le resultaba intragable: en el almuerzo, ensalada de atún, y en la cena, ensalada de pollo. Ni siquiera podía comer frutas, no digamos huevos, quesos, tostadas, aguacates. Si bien bajó unos pocos kilos, se hartó de la nutricionista. Peor aún, ella lo acusó, como si de un crimen se tratase, de tener celulitis en las nalgas. Debido a ello, lo conminó a aplicarse unas cremas quemantes en el trasero, antes de irse a dormir. Barclays protestó. Yo no vivo de mi culo, sostuvo. He hecho una carrera gracias a mi culo, pero estoy retirado, alegó. Ya nadie me mira el culo, remató. La nutricionista no celebró esos dichos. Barclays la despidió sin miramientos. De inmediato se entregó a comer aquellas cosas que más placer le procuraban, principalmente helados, generalmente después de medianoche, cuando su esposa dormía. Moriré gordo y feliz, se resignó.

Barclays contrató a un entrenador personal para hacer ejercicios. El entrenador se sabía atractivo. Tenía un cuerpo bien esculpido. Debido a ello, se retiraba la camiseta y exhibía su torso velludo. Barclays celebró para sí mismo el impudor del gimnasta. No recordaba la última vez que se sometió a una sesión de ejercicios. Debió de ser hace quince años, cuando acudía al gimnasio de su barrio a correr en la faja estática. Dejó de ir porque la gente lo reconocía de la televisión, le hablaba de política y le estropeaba la concentración. El entrenador le pidió que fuesen a correr al parque. Barclays se negó. Le pidió que fuesen a correr en la playa, que les quedaba a pocos minutos en auto. Barclays se rehusó. Le pidió entonces que se entrenasen en el jardín de la casa del escritor. Barclays aceptó. La rutina consistía en hacer planchas y abdominales. El profesor gritaba los números, las series. A veces ponía uno de sus pies sobre el abdomen o la espalda del escritor, para hacer más arduo el ejercicio. A menudo le gritaba: ¡Más fuerte, marico! ¡Más rápido, marico! Barclays se hartó de que lo pisaran e insultaran. A mí nadie me pisa, ni siquiera mi esposa, le dijo. Luego agregó: Estás despedido.

Barclays contrató a una editora para que pasara todas sus novelas, casi veinte, a formato PDF. Quería subirlas en dicho formato para que sus lectores pudiesen adquirirlas a precio amigable en diseño de libro digital. Fue la esposa de Barclays quien advirtió que ninguna de sus novelas, salvo la última, en clave de humor, estaba en el formato Kindle, en Amazon. La editora era gorda, amable y lesbiana. Se instaló a trabajar en casa de los Barclays. El escritor creyó percibir que la editora miraba con intención a su esposa. Cada cierto tiempo, se tomaba un descanso, abría la nevera de los Barclays, atacaba las cosas más ricas y se sentaba a conversar con la esposa del escritor. Barclays receló que la editora quería seducir a su esposa. Pensó: quizás quiere pasarla a formato PDF: Puedo Darte Fuego. La editora lesbiana tenía unos ojos preciosos, unos labios voluptuosos. La esposa de Barclays se reía con ella. Un día Barclays escuchó a lo lejos que ambas conversaban. La editora le decía: Me hice un tatuaje con lo que me dijiste. Halagada, la esposa de Barclays, también escritora, preguntaba: ¿En serio? ¿Qué te dije? La editora respondía: Me dijiste que el arte no brota de un jardín de rosas, sino de un campo de espinas. Luego le editora le mostraba a la escritora el tatuaje. Qué lindo ese cactus, le decía la escritora. Barclays pensó: la gorda se quiere comer cruda a mi esposa. Si me descuido, la pasa a formato PDF: Puedo Darte Fuego. Por eso Barclays despidió a la editora. Al despedirla, le dijo algo que ella tal vez no entendió: Eres un cactus, y yo también soy un cactus, y dos cactus en mi casa son muchos cactus para mi esposa.

Barclays contrató a una fotógrafa para que le hiciera retratos en su casa. Una de esas fotos ilustraría el libro de Barclays, una novela sobre dos escritores famosos que saldría en pocas semanas en España y América. La fotógrafa gozaba de prestigio: pidió unos honorarios elevados. Se presentó en casa de Barclays a la hora pactada. Era guapa. Barclays le dio ciertas instrucciones que ella escuchó con gesto adusto. Le dijo primero: No voy a sonreír en las fotos porque si sonrío parezco el idiota que soy. Bien, dijo ella. Le dijo luego: No voy a salir muy serio en las fotos porque si estoy muy serio parecerá que estoy molesto y no quiero que parezca que me molesta salir en una foto. Muy bien, dijo ella. Le dijo enseguida: No quiero que la foto muestre mi barriga ni mi papada, porque estoy muy gordo: debe mostrar solo mi rostro y debes hacer todo lo posible para rebajar mi obesidad. Haré todo lo posible, dijo ella. Luego preguntó: si no sonríes y si no sales serio, ¿entonces qué gesto tendrás? Barclays respondió: no debo salir contento ni molesto, debo salir triste. La fotógrafa preguntó, sorprendida: ¿Triste? ¿Por qué triste? Estás presentando un libro, estás orgulloso de ese libro, quieres compartirlo con tus lectores, ¿por qué estarías triste? Barclays respondió: Porque soy un hombre triste. Porque no sería un escritor si no fuese un hombre triste. Porque escribo siempre desde la tristeza. Bien, dijo la fotógrafa, muéstrame entonces toda tu tristeza, pero antes dime una cosa: ¿por qué eres un hombre triste? Barclays respondió: Porque cuando era un niño mi padre me pegaba, me insultaba, me decía mariquita. Mi padre me hizo un hombre triste. Mi padre me hizo un escritor. Todos los libros que he escrito son contra él, en oposición a él, para joderlo a él. La fotógrafa preguntó: ¿Está vivo tu padre? Barclays respondió: No, murió hace muchos años, pero sigue viviendo en mí. Comprendo, dijo la fotógrafa, eres un hombre triste. Barclays recordó a su padre. Se preguntó: ¿Era inevitable que fuésemos enemigos? ¿No podíamos firmar una tregua, un armisticio? La fotógrafa disparó el primer retrato.

Barclays contrató a una peluquera para que fuese a su casa. No le gustaba acudir a salones de belleza. A menudo los clientes lo reconocían, le hablaban, le daban consejos y hasta le pedían fotos. La peluquera se presentó en la casa del escritor. Cobraba una fortuna. Decían que era la mejor del vecindario, o eso decía la esposa del escritor, que se cortaba el pelo con ella. Barclays tenía el pelo muy largo. No era solo una cabellera desbordada, era una melena leonina, copiosa, exuberante. Un flequillo que parecía una palmera tropical le cubría la frente, unas olas voluptuosas crecían detrás de su cabeza, las cejas pobladas e hirsutas parecían signos de exclamación, daba la impresión de que Barclays tenía un jardín agreste, una selva frondosa en la testa. Llevaba meses sin ir a la peluquería. Le gustaba exhibir el pelo largo, muy largo, escandalosamente largo. Odiaba que le cortasen el pelo. Le recordaba a su infancia, a su padre. Le recordaba que su padre lo obligaba a llevar el pelo muy corto, como de cadete en una escuela militar. Le recordaba que su padre quería que él, Barclays, fuese militar. De niño, Barclays pensaba: cuando sea grande, no me cortaré el pelo, lo llevaré largo, muy largo, como si fuera una mujer. Por eso cuando la peluquera llegó a su casa, Barclays, receloso, le dijo: No me cortes casi nada, córtame el pelo tan poquito que debe parecer que no me has cortado nada. La peluquera se rio, pensó que era una ironía. Pero lo tienes larguísimo, dijo. Sí, yo sé, dijo Barclays, pero quiero que siga estando larguísimo. La peluquera lo miró, sorprendida: ¿Entonces corto un poco, o no corto nada? Barclays respondió: Corta un poco, pero que parezca que no has cortado nada. La peluquera era simpática y parecía de buen humor. Después de reírse, dijo: Es que si corto, aunque sea poco, se notará que he cortado, ¿comprendes? Porque el flequillo no puede quedar así, las olas no pueden quedar así. Barclays enmudeció, aterrado. Luego dijo: Nunca, en ningún caso, debes eliminar mi flequillo y mis olitas. Luego añadió: Yo soy mi flequillo y mis olitas. No soy mi programa. No soy mis libros. Soy mi flequillo y mis olitas. La peluquera se rio de buena gana y dijo: Entonces te haré un retoque tan suave que seguirás teniendo el pelo largo. Barclays la corrigió: No largo, larguísimo. La peluquera insistió: Si me dejas hacer mi trabajo, lo tendrás largo, pero te verás más joven. Barclays dudó. A continuación, respondió: Debes entender que, si me dejas el pelo corto, no saldré en televisión, no saldré de mi casa, me quedaré en mi cama, llorando. La peluquera pareció comprenderlo: ¿Es un trauma? Barclays respondió: Sí, es por culpa de mi padre. Me cortaba él mismo el pelo, como si fuese un cadete en un cuartel. No sabes cómo se reían en el colegio de mi corte de pelo. Tranquilo, dijo la peluquera, yo no soy tu padre. Barclays respiró más tranquilo y dijo: Confío en ti. Pero ve despacio, muy despacio.

Barclays llamó al enano libidinoso que depilaba a mordiscos los vellos púbicos y le dijo: Me gustaría contratarte para que me abaniques la bolsa testicular mientras escribo, porque todo lo que escribo me sale de los cojones. El enano respondió: Cojonudo, pero yo no uso abanicos, yo soplo. Barclays respondió: Estás contratado.

17 comentarios

Redes sociales