Desventuras de un escritor con sobrepeso

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Era un sábado por la tarde en Miami. Una sobredosis de pastillas para dormir me había dejado más aturdido que de costumbre. El tiempo estaba tan cálido que parecía verano: en realidad, siempre es verano en Miami. Aunque usualmente no trabajo los sábados, esa tarde debía ir a una librería en Coral Gables para hablar de mi más reciente novela y, a continuación, firmar ejemplares de dicha novela, un malentendido que consiste en creer que la sola firma del autor mejora su obra.

Las avenidas desde mi casa hasta la librería estaban extrañamente desiertas, debía de ser que la gente estaba viendo por televisión algún juego deportivo. Conduciendo a velocidad moderada, pensé que era afortunado por vivir en esa ciudad y no en ciudad de México, ni en Bogotá, ni en Lima, los peores tráficos que he sufrido en mi existencia itinerante.

En la librería me esperaban dos policías uniformadas, muy bonitas ambas, y dos guardaespaldas afroamericanos vestidos de negro. Les di la mano, les pregunté sus nombres, les agradecí por cuidarme, al tiempo que me preguntaba si no sería una exageración que cuatro custodios armados se mantuvieran a unos pocos pasos de mí, en previsión de algún atentado. ¿Podía alguien irrumpir en la librería y atacarme a tiros o cuchillazos? No parecía probable, pero sí posible: le ocurrió a Rushdie en una feria literaria en las afueras de Nueva York y le costó un ojo. Tengo muchos enemigos que me insultan con frecuencia en ciertas redes sociales que casi no leo ni a vuelo de pájaro, para qué torturarme. Mis enemigos son principalmente políticos, gente casposa de izquierda pistolera, pero también literarios y hasta sentimentales: estos últimos, los amores contrariados, los amores novelados, son acaso los más peligrosos, pues no hay nada más riesgoso que una amante despechada o un amante humillado.

La librería estaba desbordada de gente porque yo había anunciado el acto todas las noches en la televisión. Como era previsible, quedó pequeña: había cien personas sentadas y otras tantas de pie. Me recibieron con aplausos. Tal vez me quieren porque me ven todas las noches en un canal de televisión de Miami o, al día siguiente, en el canal de youtube El Observador. Soy entonces un amigo virtual de mis lectores y espectadores, un miembro afantasmado pero vociferante de su familia, la compañía que han elegido.

Me prometí no hablar más de media hora. Es la parte que más disfruté: la de hablar en público. Conté lo que suelo contar: por qué esta novela, la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez, me eligió a mí para que, entre tantos candidatos, la escribiera con nervios acerados y vocación suicida. El destino quiso que yo conociera a ambos genios, a sus familias, a sus amigos. El azar sembró en mí la curiosidad por saber por qué Mario le dio un puñetazo a Gabo. La buena ventura me concedió el placer de conocer a Carmen Balcells y a sus mujeres de la agencia literaria. Lenta y pacientemente, durante años, fui armando el rompecabezas. En base a lo que sé, y a lo que he imaginado, creo que Mario no debió pegarle a Gabo, creo que nunca debieron convertirse en enemigos.

Después circuló el micrófono entre el público y me preguntaron las cosas más variadas: por qué ya no hago entrevistas en televisión, por qué ya no recibo público en el estudio, por qué no hablo de los asuntos políticos peruanos, por qué estoy en contra de Trump, por qué apoyo a Milei, por qué le dije bobo a Piñera, qué piensa Vargas Llosa de mi novela, por qué me peleé con Vargas Llosa (aunque no a golpes, por suerte), por qué no he vuelto a entrevistar a mi madre (que es la mejor entrevista que he hecho en mi vida), cuál es la siguiente novela que pienso escribir. Respecto de esto último, respondí: una novela sobre Fidel Castro y Hugo Chávez, titulada tentativamente “Cabrones de mala entraña”. La gente se rio y aplaudió, buena señal.

Luego me llevaron a la mesa de firmas, rodeado por mi guardia pretoriana. La jefa de la librería me dijo al oído que había más de trescientas personas haciendo fila y me preguntó si atendería a todas hasta el final. Le dije que sí, por supuesto. Entretanto, mi esposa y nuestra hija salieron a pasear por ese barrio tan bonito, prevenidas de que estaría firmando como mínimo dos horas, y más probablemente tres. La jefa de la librería y la representante de la editorial catalana estaban muy contentas: importaron desde Barcelona una cantidad voluminosa de ejemplares y los vendieron todos en menos de dos meses y ahora han tenido que importar muchos más. Por supuesto, la gran mayoría de las copias que se vendieron en los Estados Unidos se enviaron vía Amazon, pero también se despacharon en las librerías físicas que van quedando.

Cuando firmo libros, tengo dos o tres modelos que repito sin cesar: “con todo mi cariño” es el más frecuente, “con afecto y gratitud” es más esporádico, y “gracias de corazón por leerme” es el más raro. Esa noche en la librería, firmando y sonriendo, firmando y haciéndome fotos con los lectores, comprendí en pocos minutos que la inmensa mayoría eran cubanos y venezolanos, y vine a recordar que los cubanos suelen tener nombres raros, pintorescos, hilarantes, a menudo difíciles de escribir. Los cubanos ya están resignados a la tragedia de haber perdido su país; en los venezolanos hay todavía un dolor y una esperanza. También había muchos peruanos, colombianos, españoles y, para mi sorpresa, ecuatorianos. El acento ecuatoriano no era tan fácil de distinguir: a todos les dije que a finales de setiembre iré a la feria del libro de Guayaquil, aunque algunos me criticaron sin rodeos porque en televisión fustigué al presidente Lasso por disolver el Congreso. Cuando me criticaban, yo sonreía y me hacía el tonto, pues no convenía discutir.

Llevaba ya dos horas firmando cuando ocurrió el único incidente desagradable de la noche. Se acercaron una mujer y un hombre. Me dijeron que eran hermanos. El hombre estaba vestido de negro, era bastante afeminado, apestaba a trago, lucía borracho, tenía mala cara. Debía de tener mi edad, o poco menos, pero no lucía el pelo robusto y exuberante que yo me permito exhibir, sino un cabello mustio que parecía implante o impostura. El sujeto ebrio y afectado me exigió que firmase el libro como él mismo me ordenó: “para mi amigo y hermano del alma Jesús”. Disgustado por sus modales ásperos y su aliento cantinero, no le hice caso y escribí: “para mi amigo Jesús”. Luego se acercó bruscamente a mi oído izquierdo y me dijo, levantando la voz: “Estás demasiado gordo, es una falta de respeto a tu público, no puedes seguir tan gordo, tienes que ponerte en mis manos”. Por supuesto, sus críticas me dolieron porque era verdad que estaba gordo, aunque hubiera preferido que no me lo recordase de ese modo tan tosco. Mi lector borracho prosiguió hablándome al oído, como si fuésemos amigos o amantes: “Me da pena verte tan gordo, yo te voy a operar, tengo una clínica en Dallas y voy a hacerte el bypass gástrico, no puedes seguir saliendo tan gordo en televisión, es una falta de respeto a tu público y a ti mismo”. Lo miré a los ojos, odiándolo, me mordí la lengua y no le dije una palabra, nada de nada, solo sonreí derrotado, tristemente. De inmediato extrajo de sus bolsillos no una, sino tres tarjetas, me las entregó y dijo: “Llámame, yo te voy a dejar bello, bello, no te preocupes que te haré descuento”. Y el médico beodo que quería operarme del abdomen se retiró con la seguridad de que yo lo llamaría y sería su paciente y me dejaría rosado y delgado como un efebo tardío.

En aquel momento, humillado por un lector descomedido, mirándome la barriga que reposaba como una pecera debajo de la mesa, me pregunté qué carajos hacía allí, por qué me exponía a tantos riesgos, por qué permitía que cualquier lector me dijera cualquier pachotada fresca. Pero, por suerte, estaba bien descansado, bien medicado, bien querido, y por eso aguanté el chaparrón, no hice una escena de divo ultrajado, no me levanté ni me marché enfadado, simplemente tomé aire y continué atendiendo a las personas que se encontraban haciendo estoica fila de dos o tres horas. Es un hecho: los comentarios elogiosos no los recuerdas, te parecen normales, previsibles, incluso merecidos, pero basta con que una sola persona te diga algo mezquino o venenoso para que te afee el acto y quede en tu recuerdo torturado como perduró ese médico chapucero intoxicado de alcohol que deseaba operarme en Dallas, qué miedo. Por suerte, las agentes de la policía y los guardaespaldas contratados por un amigo no llegaron a escuchar las críticas insidiosas que deslizó el borrachín en mi oído izquierdo. Después supe por mi esposa que ese sujeto se le acercó en las afueras de la librería y le dijo: “Tu esposo se va a operar conmigo y te va a dejar porque en el fondo él es gay, a mí no me engañas, amiga”.

Ese incidente me recordó un pequeño tropiezo que sufrí en la feria del libro de Buenos Aires, hacía pocas semanas. En aquella ocasión, un hombre de mediana edad (los hombres, en promedio, son más mezquinos que las mujeres) me dijo al oído: “No te metas con Milei, no te metas en su vida privada, te prohíbo que lo critiques, por qué tenés que criticarlo porque no tiene pareja, qué sabés vos si Milei garcha o no garcha, en qué te afecta a vos, decime, ¿o vos lo criticás porque querés garchar con Milei?”. Y antes de que yo pudiera decirle nada, el lector exasperado y comisario moral del liberalismo se retiró haciendo un aspaviento con los brazos, como mandándome al carajo.

Desde muy joven he estado expuesto a las crueldades de la vida pública y he aprendido a tolerar las críticas más insidiosas (las peores, las de mi padre, ciertamente), y a recuperarme de ellas y seguir dando batalla, sin desmayar: los idiotas y los patanes no van a silenciarme, qué ocurrencia, y por eso la próxima semana estaré firmando ejemplares de “Los genios” en la feria de Madrid, en el parque del Retiro (jueves 8 y sábado 10 de junio, caseta Galaxia Gutenberg), aunque advierto de que sí, es verdad, estoy gordo, pero soy un gordito feliz que sabe sonreír con gratitud a sus lectores.

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