Parece mentira estar en un avión, con mi esposa y nuestra hija de cinco años, rumbo a Buenos Aires. Ellas duermen plácidamente, mientras yo las miro y escribo. Con suerte llegaremos en unas horas, al amanecer. No quiero pensar en los nudos de tráfico en los que nos enredaremos antes de llegar al hotel. Seguramente estaré exhausto y, sin embargo, feliz.
No dormiremos en mi apartamento de San Isidro, con vistas al club de rugby. Nadie quiere entrar allí. Es un lugar embrujado que solo trae malos recuerdos. Tengo que venderlo. Lo compré cuando estaba enamorado de mi novio y ahora no sirve para nada. Debí regalárselo como indemnización por dejarlo, pero él se portó muy mal, dijo cosas horribles de nosotros, fue a Lima a vomitar puro vitriolo y decidí que no se lo merecía. Este viaje me permitirá dejar la propiedad en manos de un agente inmobiliario para que la venda apenas reciba una buena oferta. Me gustaría comprarme otro apartamento, pero ya no en San Isidro, sino en Recoleta, cerca de los cines, o en la parte tranquila de Belgrano.
Todos mis viajes a Buenos Aires, todos, han sido felices, incluso aquellos en los que el avión fue desviado a Rosario por mal tiempo. Conocí Buenos Aires en 1984, con apenas diecinueve años, enviado como reportero por un canal de televisión de Lima. En aquel viaje entrevisté a Borges y a Sábato, nada menos. Luego se me hizo una costumbre volver para ver fútbol, comprar libros y comer rico.
Podría decir que he vivido en Buenos Aires y no mentiría. En mis épocas doradas de famosillo de la televisión, me las ingeniaba para quedarme dos semanas en la suite presidencial del Intercontinental y hacía programas en directo, desde Buenos Aires, entrevistando a artistas, políticos, deportistas y gente aun peor. Años después alquilé un apartamento en Palermo, frente al zoológico, y pasé una temporada en la ciudad, presentando un monólogo de humor en un teatro de la calle Corrientes, ya enamorado de mi novio. Para estar más cerca de él, alquilé otro apartamento en San Isidro, en una torre moderna, y me atacó una crisis de insomnio que casi me mata, y luego compré un apartamento más cálido y menos ruidoso a pocas cuadras, en la misma calle, Sáenz Peña, frente al club de rugby al que iban a jugar los jóvenes más guapos y audaces del barrio, a quienes contemplaba arrobado desde la ventana hermética alemana, que neutralizaba los ruidos del tráfico.
Fueron años felices: dopados, altamente dopados, con elevadas dosis de hipnóticos y ansiolíticos, pero felices a fin de cuentas. Pasaba una semana al mes en Buenos Aires, grabando entrevistas para un canal local, y era feliz caminando por San Isidro, manejando un autito japonés automático (una extravagancia, pues casi todos los autos argentinos son mecánicos), almorzando en un viejo restaurante alemán, corriendo a ver las últimas películas, cenando en los buenos restaurantes de Martínez y Acassuso, disfrutando de la compañía de mi novio y de su madre, tan encantadora, tan sensible y delicada. También fueron años tristes, desoladores: la hermana de mi novio murió de cáncer y su agonía fue espantosa y dejó a una hija y la familia quedó muy golpeada. Yo soñaba con comprar una casita en barrio Parque Aguirre, donde solía perderme caminando sin rumbo fijo entre sus callecitas empedradas y sus casas antiguas y misteriosas, y retirarme de la televisión, y dejar de viajar, y convertirme casi en un argentino, si tal cosa era posible. Estuve cerca de intentar todo aquello pero, por estar cerca de mis hijas, me mudé un año a Lima, y me prometí no viajar un año entero, y terminé de enamorarme de Silvia, y ella quedó embarazada, y me echaron de la televisión de Lima, y nos refugiamos en Miami, y seis años después regresamos ahora a Buenos Aires a pasar revista de cuán sangrienta fue la batalla y cuántos muertos y heridos quedaron desparramados.
No es que no haya vuelto a Buenos Aires los últimos seis años: pasamos unos días en un hotel de Recoleta cuando Silvia estaba embarazada, viaje que aproveché para sacar del apartamento las cosas que mi novio había dejado, quizás con la intención de quedarse, al tiempo que me atacaba en cuanta entrevista concedía a la prensa, y volvimos hace cuatro años a presentar una novela, una trilogía vengativa que me publicó Alfaguara: de ese último viaje, recuerdo que dormí como un bendito en el hotel, abusando de los hipnóticos, y que un amigo me hizo una entrevista desalmada, cebándose en mi crisis familiar, y que lo mejor fue tal vez una entrevista que Silvia y yo concedimos a la revista insignia de la prensa del corazón, en la que salimos tan contentos, tan guapos y enamorados.
Pero este viaje es distinto porque ahora vuelvo con mi pequeña hija, y eso me trae el recuerdo de los viajes que hice a Buenos Aires con mis hijas cuando eran todavía adolescentes: en una ocasión nos quedamos en un hotel; en otra, en mi apartamento viejísimo de San Isidro, cuyo ascensor era de película de terror; y en una tercera, que prometía ser feliz y se estropeó porque la noche de año nuevo ellas me dijeron que hubieran querido estar en una fiesta en Lima con sus amigas, nos quedamos en una casona que alquilé en San Isidro, tratando en vano de halagarlas o, cuando menos, entretenerlas, solo para descubrir que ellas, ya adolescentes, no tenían tantas ganas de viajar conmigo, y no parecían asociar el placer a estar conmigo, lo que hubo de confirmarse bien pronto.
No quiero que mi hija menor entre en el apartamento que venderé. No quiero que se asome a ese capítulo de mi vida. No es el momento todavía para contarle que antes de conocer a su madre tuve un novio al que quise mucho y al que llevé de viaje por medio mundo y cuyas fiestas de cumpleaños le celebraba en las mejores discotecas de la ciudad. No reniego de mi pasado, de mis amores: estuvo bien mientras duró, pero todo lo que vino después también estuvo bien, y creo que estuvo mejor, mucho mejor, y que, inesperada e improbablemente, encontré en una mujer el amor más completo de cuantos me han tocado vivir. Hice bien en dejar a mi novio y saltar al abismo con Silvia, no me equivoqué: llevamos seis años juntos, ella me ha ayudado a superar mis problemas de salud, me siento mucho mejor, me drogo bastante menos, escribo bastante más, y sin duda soy, en promedio, muchísimo más feliz que cuando estuve casado la primera vez o cuando pasé siete largos años, casi ocho, con mi novio, más en Buenos Aires que en Miami, porque a él le afectaba mucho el calor de Miami.
Cumpliré una agenda de prensa, presentaré la novela, terminaré hablando de política, es inevitable, pero, sobre todo, manejaré por las calles familiares de Buenos Aires como si no hubiesen pasado seis años, como si no me hubiese ido nunca: recorreré ese mapa de afectos, volveré a los lugares donde fui feliz, intentaré compartir esas felicidades con mi esposa y mi hija, y seguramente terminaremos los tres hablando como argentinos, qué chiste.
Cuando le digo a Silvia que nos mudaremos a Buenos Aires apenas me retire de la televisión, ella me dice: mucho mejor sería Nueva York, es primer mundo, Buenos Aires es genial, pero es tercer mundo. Yo no discuto, me quedo callado, pero me quedo pensando: me da igual si es tercer mundo, yo he sido siempre feliz en Buenos Aires y estoy seguro de que allí se vive bien, no se aburre uno nunca, todo se exagera, todo es apasionado y excesivo e inmoderado, y creo que, con un poco de suerte, se puede vivir mejor, mucho mejor, que en Nueva York, sobre todo si eres escritor y escribes en español.
Vengo a abrazarte nuevamente, Buenos Aires: espérame despierta.
Jaime se le olvidó mencionar que ahora viaja con sus suegros. Que bueno.
Jaime,
Se nota que ahora estás más positivo con la vida, creo que Zoe y Silvia te hacen muy bien!
Les deseo lo mejor del mundo,
Te extrañamos mucho en la televisión peruana, pero esta columna cubre un poco el sentimiento,
Silvia es sinónimo de crecimiento y felicidad pura! Una gran chica y creciente escritora, la sigo desde que maleconiaba en Miraflores. Y veo a Zoe desde que estaba en su panza y era feto. Como pasan los años… Y que bien que al pasar les de los mejores momentos y grandes experiencias. Éxitos!
Que bien se te lee Jaime, la verdad que te admiraba y hoy te admiro mucho más, no prometo admirarse en el futuro pero q placer es leerte en el presente, sos un kpo de la letra, Ahora en cada renglón se te aprecia más feliz q antes, me alegra x ti, te deseo muchas bendiciones. Saludos de un joven escritor
Argentina! Te doy toooda la razón.. En todo sentido, no hay como Argentina!
Eres un loco … pero igual me gusta leerte
Detrás de un gran hombre hay una gran mujer y no importa si es primer o tercer mundo lo importante es ser feliz …suerte
Totalmente Jaime, Bs a
ASs es pasión inmoderada …. hace 8años vivo esa pasión …. y mi hijo aprendió a vivirla…aún no tenemos fecha de retorno a Lima ….sólo nos contagiamos de ellos …y es bueno… Bs As es una ventana al mundo …. me gusta mirar desde aquí, un abrazo para vos y la familia. Peggy
Todo esta bien …. hasta las mariconadas son respetables….mientras no apoyes a la hija del chino rata !!
Que bello relato Jaime, soy Argentina, pero vivo en el exilio y tengo la misma sensación sobre Buenos Aires.
Un día voy a volver y será para siempre.
Me siguen encantando tus escritos me emcanta que hayas emcomtrado por fin tu otra mitad me encanta que Zoe sea complemento de ESA felicidad y hayas cerrado los capitulos de tu Vida y los tengas bien claro sigue persiguiendo ESA felicidad y no dejes q Nada ni nadie te LA arrebate si es New York o Argentina siempre con ellas que te dieron LA oportunidad de ser feliz ……
Grande bayly. Que buenos relato
Me gustó la última parte. Me has hecho recordar a la Paz – Bolivia. Qué será, cuando mi madre se vaya de este mundo. Espero, ir con la mujer que comparta mis pensamientos e ideologías, la forma de vivir que tengo, obviamente con mi hijo e hija -si fuese el caso- ambos son bienvenidos a este mundo. Espero, poder recorrer, esa Ciudad La Paz. Oh! Linda! La Paz!
Romántico!