Las bestias salvajes del deseo

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Me enamoré perdidamente de Carlos Manuel Montalbetti, sin darme cuenta de que me había enamorado perdidamente, cuando tenía diecinueve años y era estudiante de una universidad en Lima.

Carlos Manuel era de corta estatura, aficionado al gimnasio, buen jugador de fútbol, fumador ocasional de marihuana. Se distinguía por su humor sarcástico, corrosivo, siempre burlándose de alguien, y por su llamativa belleza, que causaba estragos entre las chicas más lindas de la universidad, y que me perturbó, nada más hacernos amigos.

Yo era famoso porque salía todas las noches en la televisión, hablando de política. Me había comprado un auto de lujo, velocísimo, cinco cambios. Vivía en un hotel. Era un lector voraz de textos de historia y política, y también, aunque menos, de novelas. Quería ser presidente. Hasta que conocí a Carlos Manuel y me enamoré de él y descubrí que podía desear perdidamente y sin remedio a un hombre.

Hasta entonces había tenido solo una novia. Se llamaba Adriana Schwalb. Era bella, elegante, distinguida. Solo me dejaba besarla en los labios, no permitía que mis manos recorriesen su cuerpo invicto. La llevé a comer a casa de mis abuelos y la aprobaron sin reservas. Sus padres eran encantadores. Hacíamos una pareja perfecta. Era lectora, intelectual, interesada en la política. No se perdía mi programa. Era la perfecta primera dama, toda una dama. Nunca la vi desnuda. Nunca hicimos el amor. Nuestras mayores transgresiones consistieron en echarnos sobre la alfombra de la sala cuando sus padres habían salido y besarnos en los labios, y nada más que en los labios, y acariciarnos delicadamente por encima del pantalón, sin exhibir los tesoros ocultos.

Tan perdidamente me enamoré de Carlos Manuel, que rompí con Adriana y me fui a vivir con él. Pero no vivía solo, vivía con sus padres en una casa en los suburbios arenosos de la ciudad. Como éramos amigos inseparables, y yo era insospechable de tener una sensibilidad gay, les pareció bien que Carlos Manuel acomodase una cama en su dormitorio, para que yo descansase a su lado. Pero yo no podía dormir a su lado. Maliciaba su cuerpo, ardía por tocarlo, por besarlo, mientras él dormía plácidamente. Aquellas noches a su lado fueron una tortura. Fue entonces cuando me di cuenta de que ese cuerpo me había enloquecido, llenado de unos deseos prohibidos, pecaminosos. Insomne a su lado, queriendo meterme en su cama y poseerlo, descubrí que me gustaban los hombres, o que me gustaba él como nunca me había gustado nadie, y que ya no podría ser presidente de nada, ni hombre poderoso y respetable.

Carlos Manuel y yo asistíamos raramente a clases. Más a menudo íbamos a la playa, fumábamos marihuana, desafiábamos el futuro, nos sentíamos inmortales. La sola idea de ser abogados honorables parecía reñida con nuestra textura más humana, que nos arrojaba sin tardanza a los placeres mundanos. No puedo olvidar las tardes en la playa, los baños de mar, las duchas compartidas, las siestas juntos. Fue un enamoramiento casto, sin tocarnos ni besarnos, pero me consumió por completo, una llamarada ardiente devorando mis entrañas y educándome en la pasión desdichada, no correspondida. Porque una noche me pasé a hurtadillas a su cama y le dije que lo amaba y quise besarlo, y él me pidió que me alejara de inmediato y nunca más le propusiera tal cosa. Me vestí, subí a mi auto, manejé a toda prisa, paré en una farmacia, compré pastillas para dormir, me registré en un hotel y las tomé todas, deseando interrumpir mi vida, o cuando menos ese dolor inenarrable, aquella vergüenza inconfesable. Me quise matar porque amaba a un amigo y él no me amaba, y porque la idea de ser famoso y, al mismo tiempo, vulnerable a la belleza masculina, me parecía simplemente inviable, invivible. Pero no me maté, así de torpe fui. Dormí mucho y desperté y nunca más quise acercarme a Carlos Manuel, pues me cohibían el pudor y la vergüenza. Fue entonces cuando terminaron, a un tiempo, nuestra amistad y mi amor lisiado por él. Aunque probablemente seguí amándolo a solas y en silencio mucho tiempo más.

Como viajaba todos los meses a Miami y al Caribe por razones de trabajo, dejé de ir a la universidad, perdí toda ilusión en ser abogado y político, me echaron de esa casa de estudios y fui descubriendo, o comprendiendo, que mi destino parecía ser el periodismo, y acaso también la literatura. Pasaron los años, me hice más famoso, me mudé a Miami, prosperé, conseguí publicar mis primeros libros en España. Pero además, quién lo diría, me enamoré, me casé con una mujer espléndida, tuve dos hijas con ella, el destino me recompensó generosamente.

Muchos años después de aquella noche suicida en la cama de Carlos Manuel y el hotel donde tragué tantos somníferos, él pasó por Miami y me dejó un mensaje en el contestador de casa, diciéndome que un grupo de amigos había concertado un partido de fútbol el fin de semana e invitándome a jugar con él. No pude jugar fútbol con Carlos. El miedo a volver a enamorarme me paralizó. Presentía que, si jugaba a su lado, terminaría viniendo a mi casa, duchándose conmigo, quedándose a dormir, y todo nuevamente se iría al carajo, mi vida tranquila, predecible y feliz volaría por los aires y de nuevo pasaría las noches en vela, deseando a un hombre que no ansiaba acariciar mi cuerpo como yo me deshacía por el suyo. Por eso no fui a jugar fútbol ni lo llamé de vuelta.

Pasaron muchos años más y, en una visita que hice a Lima, algún amigo en común me contó que Carlos Manuel estaba viviendo en Raleigh, Carolina del Norte, y era el dueño de una pizzería de moderado éxito, y que, en realidad, el éxito de aquel negocio no consistía en vender pizzas, sino, furtivamente, en las oficinas de Carlos en el segundo piso, gramos de cocaína de alta pureza. Según el relato de mi amigo, Carlos tenía una novia preciosa, aunque no se había casado ni tenido hijos, y se conservaba en excelente estado físico, siempre jugando fútbol, haciendo deporte, porque era lo bastante astuto para entender que la cocaína debía venderla clandestinamente a sus clientes, pero ya no aspirarla, ya no más aspirarla, pues en nuestros años de juventud, él me enseñó a consumir esos polvos malditos, que me enviciaron más poderosamente que a él. Nuestro amigo en común me exhortó a visitar a Carlos Manuel en Raleigh, y le prometí que iría, pero, de nuevo, la prudencia y el temor me inhibieron, me frenaron, y preferí quedarme con los buenos recuerdos torturados del tiempo en que lo amé sin saber que lo amaba.

Hasta que un día Carlos me dejó un mensaje en el contestador de casa, diciéndome que estaba preso, que lo habían detenido por vender cocaína en su restaurante, y que si no pagaba una fianza, lo meterían en la cárcel un tiempo largo. Me pidió que lo ayudase, que pagase la fianza. Me prometió que nunca más vendería drogas y volvería cuanto antes a Lima, donde haría una vida limpia, alejada del crimen. No lo dudé: tomé el primer avión a Raleigh, me alojé en un hotel desangelado en el centro de la ciudad, que me pareció triste y empobrecida, me presenté en los tribunales y entregué el cheque por la fianza requerida para dejarlo en libertad. Pagada la garantía, se me permitió hablar con Carlos Manuel, quien seguía detenido. Fue una impresión terrible, devastadora, de la que aún no me recupero, verlo en traje de presidiario, con la barba crecida, los ojos vidriosos, diezmado, empequeñecido, humillado: el tiempo se había ensañado con su gloriosa belleza perdida y ahora era apenas un guiñapo, los despojos del chico irresistible por quien salivaba de deseo media universidad, incluyéndome, por supuesto. Nos abrazamos, me agradeció, le ofrecí toda mi ayuda para sacarlo de ese trance espantoso, le dije que me quedaría unos días más, hasta que lo soltasen, y que volaríamos juntos a Miami.

Pero las cosas, de nuevo, no salieron como yo hubiera querido. Porque nada más ponerlo en libertad, lo arrestaron nuevamente, esta vez acusándolo de no pagar los impuestos debidos por las ventas de la pizzería y haber excedido el tiempo de su estadía legal como turista. Debido a ello, le comunicaron que lo trasladarían a otra prisión, y que tan pronto como fuera posible, lo deportarían a Lima. Fue un golpe durísimo para Carlos. Antes de que lo mandaran a otra cárcel, alcancé a despedirme de él, le prometí que lo ayudaría económicamente cuando llegase a Lima, nos dimos un largo abrazo sentido, ninguno lloró, nos miramos a los ojos sin rencores, con la antigua complicidad que nos hermanó, y me pidió disculpas por haberme metido en ese lío. No lo vi más. Supe que pocas semanas después llegó a Lima en condición de deportado. No debió de ser fácil para él, que era tan orgulloso y ganador, que en su día había sido tan bello y deseado, verse reducido al estatus de ilegal deportado.

Desde entonces no he vuelto a verlo, no he querido escribirle ni llamarlo, no he cumplido mi promesa de ayudarlo económicamente para que pueda rehacer su vida en Lima. Me cuentan que está bien, que tiene novia, que lleva una vida sana y ha salido adelante. Ojalá sea así. Pero prefiero no verlo, como prefiero no ver al modelo de Nueva York, porque no quiero despertar a los demonios dormidos, no quiero que las bestias salvajes del deseo salgan de sus jaulas y me devoren tarde en la noche.

Si hay una vida después de esta vida, y mucho me temo que no hay nada, solo polvo y olvido, me encantaría encontrarme con mi padre y que él ya no sea cojo ni esté molesto y pueda jugar al fútbol conmigo. También me gustaría que en la vida eterna haya un mar, unas playas, unas olas mansas bajo el sol, y que Carlos Manuel y yo podamos volver a la playa como cuando teníamos diecinueve años, y que de pronto él no pueda reprimir sus deseos de besarme y decirme que me ama como yo lo amé en aquellos tiempos tan lejanos que ahora parecen inventados.

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