-Al carajo – le dije a mi esposa-. Me cansé de esperarlo. Me voy.

Ofuscado, me puse bruscamente de pie y pedí la cuenta.

-¿Y qué se supone que debo hacer yo? -preguntó ella, sentada a la mesa del café donde llevábamos esperando largo rato.

-Ven conmigo -le dije-. Vamos a casa.

Más fuerte que yo, más paciente que yo, más recia que yo para aguantar las adversidades, mi esposa dijo:

-No. Yo me quedo. Yo lo espero.

Pagué la cuenta y le dije:

-Lo que sea mejor para ti. Si te hace ilusión verlo, quédate.

Era una tarde fresca y soleada en la isla, un día de enero, en teoría invierno, que parecía verano, porque el invierno era una ficción en la isla. Mi hermano y yo habíamos acordado vernos en ese café de la isla, a las cinco en punto de la tarde. Yo le había dicho que solo tenía media hora porque después debía irme al canal de televisión para hacer mi programa en directo a las nueve de la noche.

-Si me voy contigo, le vamos a hacer un desaire a tu hermano -me dijo mi esposa-. Mejor me quedo y le digo que tuviste que irte a trabajar.

Llevábamos treinta y tres minutos esperando a mi hermano, el impuntual. Como nuestra cita era de apenas media hora, mi esposa y yo habíamos llegado al café más bien temprano, a las cinco menos cuarto. Asumí que mi hermano, alojado en un hotel de la isla, a pocas calles del café donde debíamos reunirnos, llegaría a las cinco en punto, o incluso antes, como nosotros. No fue así. Lo esperamos quince minutos y dieron las cinco, la hora de la reunión. Luego, con creciente irritación por mi parte, lo esperamos quince minutos más y dieron las cinco y cuarto. Yo estaba molesto y no hacía esfuerzos por disimularlo:

-Es una falta de respeto ser tan impuntual -le dije a mi esposa-. Si tienes una reunión de media hora, no puedes llegar quince minutos tarde.

-Tranquilo, ya va a llegar -dijo ella.

-Pero él sabe que debo irme a la televisión, que solo tengo media hora -insistí-. Cómo puede ser tan desconsiderado.

Mi esposa miró su celular y dijo:

-Dice que está afuera de la isla, que tomó una salida equivocada y se metió en el tráfico.

-Qué ganas de joder -dije, furioso-. Quién lo manda a salir de la isla, si tiene una cita con nosotros.

-Dice que llega en diez minutos.

-Qué morro -dije-. Tiene una cita conmigo a las cinco de la tarde, una cita breve de media hora, y son las cinco y cuarto de la tarde, y dice que llegará en diez minutos.

-Paciencia -dijo mi esposa-. Espéralo. Pobre. Está metido en el tráfico.

-Paciencia los cojones -dije-. Si tienes una cita de media hora entre las cinco y las cinco y media de la tarde, no puedes llegar a las cinco y veinticinco. Es una falta de respeto.

Mi hermano estaba de paso por la ciudad para someterse a unos exámenes médicos. Yo no tenía muchas ganas de verlo. Mi esposa me había presionado tanto que había cedido. Le había ofrecido a mi hermano vernos en el café a las cinco de la tarde o en mi casa a las once de la noche. Mi hermano había elegido el café a las cinco. Pero ahora no llegaba y mi paciencia se agotaba.

-Uno solo se permite ser impuntual con alguien a quien no respetas -le dije a mi esposa-. Si tienes una cita con una persona importante, no llegas veinte minutos tarde. La puntualidad es una señal de respeto a la persona que está esperándote.

Mi esposa me miró y no dijo nada. Yo proseguí, indignado:

-Si tienes una cita con Taylor Swift, ¿llegarías media hora tarde? Si tienes una cita con Billie Eilish, ¿llegarías veinte minutos tarde? No, ¿verdad? Llegarías una hora antes de la reunión.

Mi esposa sonrió y me dijo:

-Sí, pero tú no eres Taylor Swift ni Billie Eilish. Tú eres su hermano, no una celebridad.

No me hizo gracia su observación. Por eso dije:

-No soy Taylor Swift, pero me siento tan importante como ella -dije, atacado de vanidad-. Soy su hermano, pero su hermano famoso que tiene un programa de televisión y por eso está apurado, ¿comprendes?

-Comprendo, Taylor -me dijo mi esposa, que solía jugar con mi sensibilidad femenina, llamándome frecuentemente Sofía, un nombre que no me disgustaba.

-Mi hermano se da el lujo de llegar veinte minutos tarde a una cita conmigo -dije-. Pero yo no puedo llegar veinte minutos tarde a mi programa. Es un programa en vivo. Comienza a las nueve en punto de la noche. Yo tengo que estar listo a las ocho de la noche, una hora antes. No puedo llegar a las nueve y veinte y decirle al público: “Mil disculpas por la impuntualidad, es que había un tráfico endemoniado”. No puedo hacer eso, ¿verdad? Por respeto al público, a mi público, tengo que ser puntual, rigurosamente puntual.

-Tienes razón -dijo mi esposa.

-Llevo cuarenta años haciendo televisión, mi amor -continué, con aire grandilocuente-. Y nunca, ni una sola noche, he llegado tarde a un programa en vivo. Nunca. Sería gravísimo que comience el programa y yo no esté. Después uno puede dar mil excusas para justificar su impuntualidad, pero vuelvo a la idea original: solo te permites ser impuntual con alguien a quien no respetas.

Miré mi reloj. Eran las cinco y dieciocho de la tarde. Si por fin llegaba mi hermano, solo podría estar diez minutos con él. Pero yo estaba cabreado, furioso, enojado. No quería que me viese así. Prefería no verlo. Por eso dije:

-Al carajo. Me cansé de esperarlo. Me voy.

Ofuscado, me puse bruscamente de pie y pedí la cuenta.

Mi esposa, que le había llevado una botella de champaña a mi hermano, se quedó esperándolo.

-¿Cómo vas a volver a la casa? -le pregunté.

-No te preocupes -dijo ella-. Regreso caminando. O me lleva tu hermano.

Diez minutos después, yo estaba en mi casa, duchándome, indignado con la impuntualidad de mi hermano.

Yo no tenía muchas ganas de verlo porque en nuestros últimos encuentros me pareció que él solo hablaba de sí mismo, que no dominaba el arte de la conversación, que no se interesaba por las cosas de mi esposa ni por las mías, que no sabía hacer preguntas con una mínima humildad, que hablaba de sí mismo con un envanecimiento que aburría y caía pesado. Por eso prefería no verlo. Pero mi esposa me presionó tanto que me convenció para ofrecerle media hora y solo media hora a mi hermano, y no por mero capricho o antojo, sino porque me encontraba desbordado de trabajo.

Mi esposa se divertía con mi hermano porque ambos tomaban vino, pero yo no tomaba nada de alcohol, entonces me divertía menos, bastante menos. Como llevaba cuarenta años haciendo entrevistas en la televisión, había desarrollado una cierta aversión a las personas grandilocuentes que solo hablaban maravillas de sí mismas y no se interesaban por su interlocutor. Yo estaba resignado a que ese encuentro con mi hermano no sería del todo divertido, pero quería complacer a mi esposa y, como la cita era de apenas media hora, el riesgo parecía menor.

Yo no olvidaba que el año pasado, estando de visita en la ciudad del polvo y la niebla donde vive mi hermano, pasé una noche contrariada por su culpa. Debo decir que mi hermano y yo somos genéticamente muy dispares: él es idéntico a mi padre y yo soy idéntico a mi madre; él se llevó siempre fatal con mi madre y yo me llevé fatal con mi padre; él caza animales inocentes y yo detesto matar animales inocentes; él se emborracha y yo nunca me emborracho; él les da palizas a sus peores enemigos y yo no sé pelear. En consecuencia, como mi hermano y yo somos tan distintos, hemos sido históricamente un tanto incompatibles. Pero, desde que me casé con mi esposa, nos hemos acercado, porque ella aprecia y admira a mi hermano y se divierte conversando con él. De hecho, ellos se comunican por mensajes de texto, pero yo no participo de esas conversaciones.

Yo no olvidaba, decía, que el año pasado mi hermano me puso en una situación muy incómoda. Como dije, mi esposa y yo estábamos de visita en la ciudad del polvo y la niebla porque yo debía cumplir ciertas actividades digamos literarias, es decir presentar un libro, hablar del libro y firmar copias del libro. Esa noche, al concluir el evento literario, mi esposa y yo fuimos a cenar a un restaurante. Pasada la medianoche, mi hermano le escribió tantos mensajes a mi esposa, pidiéndole que fuésemos un momento a su casa, y mi esposa me presionó tanto para complacer a mi hermano, que yo, exhausto y sin ganas, cedí a los requerimientos de ambos y le dije a mi esposa que solo iríamos una hora a ver mi hermano. Llegamos a su casa a eso de la una de la mañana. Mi hermano estaba masivamente alcoholizado y eso saltaba a la vista. Pensé que estaría solo, o con su novia. Pues no. Nada más entrar, me encontré, perplejo y aturdido, en medio de una reunión de cuatro parejas, todas bien pasadas de copas, por supuesto. De inmediato pensé: cómo se le ocurre a mi hermano decirme que vaya a su casa de madrugada, sin advertirme de que me encontraré con un número de personas que no conozco y a las que no deseo conocer. Me sentí atropellado por mi hermano. Sentí que me había tomado por tonto, había abusado de mi ingenuidad y buena fe, que me había metido en un embrollo odioso, desagradable, una reunión de borrachines en la que yo no quería estar. Saliendo de allí a una hora absurda, y habiendo desplegado una paciencia y una cortesía no menores, le dije a mi esposa:

-No puedo confiar en mi hermano. Me tendió una emboscada. Me exhibió como un trofeo ante sus amigos. Me sentí sumamente incómodo.

Y es que a mi hermano no le gustaba estar solo y estaba siempre rodeado de gente, pero a mí me encantaba estar solo y evitaba las reuniones sociales como si fueran amenazas a mi felicidad.

Por eso no quería ver a mi hermano en un café en la isla. Pero cedí a las presiones de mi esposa, lo esperé más de media hora y me marché, ofuscado.

Esa noche esperé un correo de mi hermano, pidiendo disculpas, pero nunca llegó. Al día siguiente me escribió, pero no se disculpó y atribuyó su impuntualidad al tráfico espeso del centro de la ciudad. Yo le escribí un breve correo, diciéndole que lo había esperado treinta y tres minutos por reloj, aunque, en rigor, dieciocho minutos después de la hora pactada, y que lamentablemente tuve que irme porque no podía llegar tarde a mi programa en la televisión. El día en que por fin mi hermano voló de regreso al polvo y la niebla, se disculpó, aunque sin demasiado énfasis ni contrición. Seguramente pensó: qué exagerado mi hermano mayor que no es capaz de esperarme solo veinte minutos, qué divo que me espera apenas quince minutos y se larga, dando un portazo. Seguramente yo pensé: qué indelicado mi hermano menor que tiene una reunión de media hora conmigo y llega veinte minutos tarde, qué desconsiderado, qué falta de respeto a mis tiempos, mis compromisos y mis urgencias.

Aquella tarde mala mi esposa estuvo hora y media con mi hermano en el café del que me retiré, presuroso y enrabietado. Mi hermano no la llevó a nuestra casa, mi esposa prefirió caminar. Como llegó a las siete de la noche, ya a oscuras, no pudo practicar una coreografía con nuestra hija para la clase de karate ni hacerme la merienda antes de que yo saliera hacia la televisión. Al volver de la televisión a medianoche, todavía molesto con mi hermano, quizás pensando que me recordaba a mi padre y por eso no le tenía paciencia, le dije a mi esposa:

-Te ruego que no me presiones más para verlo. Estoy hasta las narices. Hasta aquí hemos llegado.

2 pensamientos acerca de “El impuntual

comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *