En vísperas de que nuestra hija cumpla trece años y se convierta oficialmente en una teenager, un período arbitrario que comienza a los trece y termina a los diecinueve años, y aprovechando que su escuela se ha tomado una semana de vacaciones por el receso de la primavera, hemos resuelto pasar unos días en Punta del Este. Celebraremos su cumpleaños en un hotel en el campo, no muy lejos de la playa.

La aerolínea que vuela sin escalas de Miami a Montevideo ofrece ese vuelo durante la breve temporada que comienza en diciembre y acaba en marzo. Compré los boletos meses atrás, tan pronto como abrieron esos vuelos de temporada. El resto del año no hay vuelos directos y es necesario hacer una escala en Panamá, en Lima o en Buenos Aires. Sorprende que, siendo Uruguay uno de los países más prósperos y modernos de América, no haya un vuelo directo de Miami a Montevideo todo el año.

Sería un fanfarrón si dijera que conozco bien Montevideo y Punta del Este. Hace muchos años me hospedé en el hotel Belmont que ya no existe y en la casa de campo de un amigo que curiosamente sigue siendo mi amigo. Esa casa está en José Ignacio, al norte de Punta del Este, y se llama La Colorada. Mi amigo vive en Berlín y visita su hacienda uruguaya a la muerte de un obispo. En tiempos más recientes, he viajado varias veces a Montevideo por eventos literarios y me he alojado siempre en un hotel estupendo, el Sofitel Casino Carrasco. Esta vez también dormiremos allí, por supuesto. Cerca del hotel hay un hermoso salón de té rodeado por un vivero exuberante que se parece al paraíso. Como mis anfitriones saben que soy un viajero perezoso, me traen un coche al hotel y salgo a conducir por los barrios tranquilos de esa ciudad tan linda que en ciertas esquinas del centro huele poderosamente a marihuana. Yo manejo por Montevideo sin mapa, sin guía y sin saber adónde voy, solo buscando el olor del cannabis.

Mi amigo me ha ofrecido su estancia en José Ignacio, pero preferimos hospedarnos en un hotel en el campo. En nuestra última visita, quedamos maravillados con el hotel L’Auberge, cuyos waffles son inolvidables. Ahora nos apetece probar suerte en un hotel en medio del campo, quizás porque presiento que habrá poca gente, descansaremos como merecemos, los paseos a caballo serán una experiencia memorable y los vuelos en helicóptero despegando del hotel provocarán un entrevero de emociones y sentimientos dispares: desde luego el miedo y el vértigo, al mismo tiempo que el asombro y la fascinación de elevarnos en esa mosca metálica zumbona. Siempre que he volado en helicóptero, he pensado que moriría allí mismo y entonces, al bajar sano y salvo, he sentido una euforia pueril, el éxtasis de seguir vivo un tiempo más.

No ha sido fácil llegar a sentarme en el asiento del avión que nos lleva de madrugada a Montevideo, surcando la inmensidad de los cielos negros. Ha sido un esfuerzo no menor. Mi hija y yo hemos llorado varias veces en el aeropuerto de Miami, abatidos por tantas circunstancias contrariadas, diezmados por la fatiga y la frustración, humillados por las colas, abrumados por el peso de nuestros maletines que pesaban como una familia de enanos. Todo ha sido muy arduo, muy cuesta arriba, y mientras llorábamos, exhaustos, arrepentidos de estar viajando sin todavía estar viajando, mi esposa nos daba ánimos, nos consolaba, nos decía que pronto llegaríamos al avión y todo volvería a estar bien. Ahora, ya en el vuelo, ellas duermen y yo escribo, rencoroso, y aprovecho para quejarme. Todo estaba mal, muy mal, en el aeropuerto de Miami: no había plazas vacías en el parqueo porque mucha gente viajaba por el receso de la primavera; había muy pocos agentes uniformados atendiendo en el mostrador de la aerolínea, y entonces la fila era muy larga y la espera una pesadilla; solo había un control de rayos X en todo el aeropuerto y los otros dos estaban cerrados, con lo cual centenares de personas se agolpaban en aquella serpiente gorda y venenosa que era la fila de humanos crispados por la impaciencia; el tren que debía llevarnos a la puerta de embarque en los quintos infiernos estaba averiado, cómo no, y entonces no quedaba más remedio que caminar a toda prisa, jadeando, cargando los bolsos que pesaban como una familia de enanos; y cuando por fin entramos al avión 787 y llegamos a nuestros asientos, un señor había ocupado el asiento 1H asignado a mi esposa, y su tarjeta de embarque decía 1H, y la tarjeta de mi esposa también decía 1H, y el señor decía que ese era su asiento a no dudarlo, y mi esposa tomaba aire y se insuflaba de paciencia, hasta que, diez o quince minutos después, se confirmó lo que mi esposa y yo sospechábamos: que al señor con aires imperturbables le habían concedido un upgrade porque pensaron que mi esposa ya no llegaría al vuelo, así que el señor educadamente tuvo que retirarse y por fin nos acomodamos en los asientos que yo había comprado hacía tantos meses, sin imaginar que sentarnos en ellos provocaría una feroz lucha de clases entre los que querían subir de clase como el impasible señor y los que no queríamos bajar de clase como nosotros. Tal como ocurre en la vida misma, fueron premiados con una mayor comodidad los que habían pagado más. La vida es entonces una pelea incesante por estar más cómodos y no todos consiguen ganarla. Algunos se joden y se incomodan para que otros se acomoden a sus anchas.

No sé si veremos en Punta del Este a nuestro amigo trotamundos que vive en Berlín. Presiento que no. Le he escrito un correo de madrugada diciéndole que lo he sentido vivo, respirando agazapado, en una preciosa canción llamada Nassau, que acaba de lanzar la bella mariposa inmortal. Me gustaría saludar a una diosa argentina que vive en Punta del Este, pero me dicen que está en Ciudad de México, qué lástima. Hace poco cumplió ochenta años y en las fotos salía espléndida, como si tuviera cincuenta. No tuve la suerte de acompañarla en su fiesta. Por primera vez en mi vida, envidié a un cantante mexicano de apellido Castro, que sí fue invitado a las celebraciones y llegó con un perro de regalo. Me imagino la felicidad del perro al descubrir aquella noche, de pronto liberado, que no viviría el resto de su vida con el cantante mexicano, qué sabios son los perros.

Cuando las personas están muriéndose, raramente se lamentan de no haber trabajado más. Casi siempre se arrepienten de no haber viajado más, de no haber tomado más vacaciones, de no haber gozado más de la vida. Por eso en mi familia viajamos todos los meses, aun si el esfuerzo mismo de viajar sea como morir un poco. A medianoche, el avión a punto de despegar, vi la pista iluminada, sentí una emoción muy viva y pensé en lo que dijo el Papa: cuando mueras, verás una luz muy poderosa, una luz que marcará el viaje a tu encuentro con Dios. Viendo la pista de despegue tan poderosamente iluminada por una seguidilla de reflectores diáfanos en el aeropuerto de Miami, he sentido que, cuando muera, yo no veré esa luz, ninguna luz, y que ningún chaperón vendrá a guiarme a mi encuentro con Dios. He sentido que me quedaré solo y extraviado en esas otras pistas apenas iluminadas por luces mortecinas y no haré ningún viaje al más allá. Tal vez por eso he querido viajar a Punta del Este, soñando con pasar unos días en ese paraíso en el coño sur, a sabiendas de que no tendré un asiento reservado en el otro vuelo al paraíso, donde mi madre me buscará en vano.

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