Estoy caminando por el aeropuerto de Miami cuando un hombre de mediana edad se me acerca, abre los brazos como si quisiera abrazarme, sonríe por alguna razón que ignoro y me dice:

-¿Te acuerdas de mí?

Es una pregunta cruel, terrible, que me llena de angustia y me deja sin palabras. Por supuesto, no sé quién es, no tengo el más vago recuerdo de quién podría ser esa persona que me sonríe con tanta familiaridad.

-¿No te acuerdas de mí, Jaimito? –insiste el tipo, con una gran sonrisa, como si estuviera evocando los momentos íntimos, inolvidables que compartimos, y que ahora se me escapan y no consigo recordar, porque la verdad es que ese caballero afectuoso es para mí un completo extraño y no sé cómo decírselo, no me atrevo a decirle que no sé quién es, que no recuerdo haberlo visto, que por favor no me pregunte una vez más si me acuerdo de él, y que sea bueno y me diga él mismo, sin ponerme en tantos aprietos, quién diablos es y cómo es que en algún momento que la memoria ahora me escamotea fuimos tan buenos amigos.

-Tu cara me es tan familiar -le digo, frunciendo el ceño, fingiendo que estoy a punto de identificarlo, de sacarlo de las brumas y recordarlo con exactitud, y cuando digo esto me siento un embustero, un farsante, porque la verdad es que ni su cara ni su mirada bovina ni su aliento encebollado me resultan para nada familiares, como por lo demás ya tampoco me resultan familiares muchos de mis propios familiares, pero ese ya es otro tema.

-Claro, pues, Jaimito Baylys, ¡cómo no vas a acordarte de mí! –insiste el tipo en mantenerse en el misterio y, a la vez, flagelarme con esa especie de acertijo que debo descifrar, la secreta identidad de tan alegre espontáneo que me tortura antes de subirme al avión en el que pretendo alejarme de personas tan amables y peligrosas como él.

-Sé quién eres, sé quién eres, pero no me acuerdo bien tu nombre, ¿cómo era que te llamabas? –le digo, desplegando la poca simpatía que encuentro aquella mañana en mi corazón, y tratando al mismo tiempo de que él sea compasivo y me diga su nombre y entonces, al oírlo, pueda asociarlo con el momento infausto en que el destino me enredó con ese hombre tan contento de ser él mismo.

El tipo sigue sonriendo con una felicidad que parece desmesurada a esa hora de la mañana y sólo comenta:

-Pero cómo no te vas a acordar de mí, Jaimito Baylys.

-Tengo tu nombre en la punta de la lengua –miento, porque lo que en realidad tengo en la punta de la lengua es un sabor amargo, vitriólico, unas ciertas ganas ofuscadas de decirle que me deje en paz, que desaparezca, que no sé quién es ni quiero saberlo, y si alguna vez lo conocí, celebro no reconocerlo ahora, porque nadie mínimamente razonable pondría a otra persona en el trance atroz en que me hallo ahora por su graciosa ocurrencia-. Te ruego que me des una pista –añado, con una sonrisa mansa, sumisa-. ¿Cómo así fue que nos conocimos? –pregunto, como si casi lo recordase, o como si quisiera volver a vivir los momentos que él atesora en su memoria y yo no recuerdo ni tan siquiera con palidez.

El hombre se repliega en su silencio grave, no se sabe si condolido, rencoroso o apenas nostálgico, borra de su rostro la sonrisa un tanto inquietante, y confiesa:

-Soy Pancho.

Me apresuro a secundarlo:

-Pancho, claro.

-¿Ya te acuerdas de mí? –sonríe de nuevo, con el cosquilleo alegre de saberse reconocido y, si acaso, sentirse querido.

-Hombre, Pancho, ¿cómo no voy a acordarme de ti? –le digo, ya más afectuoso-. ¿Qué ha sido de tu vida, Pancho? ¿Qué andas haciendo por acá? ¿Adónde viajas? –pregunto, tratando de despistarlo, sacarle algunos detalles que, con suerte, me saquen del profundo hoyo oscuro en que me he metido.

-¡Tanto tiempo sin verte, Jaimito! –dice él, con la alegría del principio, como si creyese que lo he reconocido y sé bien quién es y, si bien me falló la memoria un instante traicionero, ahora ya lo sigo queriendo como nos queríamos en aquellos buenos tiempos.

-¡Tiempo sin verte, Panchito! –le digo, y me precipito a él y nos confundimos en un abrazo del todo confundido por mi parte.

-¡Cómo has engordado, hombre! –me dice, y golpea mi barriga con excesiva virulencia.

Sonrío a pesar de que tengo ganas de darle una bofetada por impertinente y le digo:

-¡Tú sigues igualito! ¡No envejeces, desgraciado! ¡Has hecho un pacto con el diablo! ¡Estás más joven que la última vez que nos vimos!

Apenas digo esas palabras, comprendo que he cometido un error mayúsculo, irreparable, porque el hombre se entusiasma y pregunta:

-¿Te acuerdas de esa vez?

Yo intento salir con gracia del pantano en que de nuevo empiezo a hundirme y digo:

-Hombre, claro, cómo no, me acuerdo como si fuera ayer, pero ¡cómo ha pasado el tiempo!

-Pero yo me acuerdo como si fuera ayer…-dice el tipo, en tono casi melancólico.

Yo lo acompaño con una sonrisa cómplice, de viejo compañero de aventuras, y repito:

-Como si fuera ayer.

Luego me apresuro a decir:

-Bueno, Panchito, te dejo que se me va el avión.

-Qué gusto me ha dado verte, hermano, después de tanto tiempo –dice él, y se me acerca demasiado y me inflige su aliento corrosivo, abusivo.

-Lo mismo digo yo –miento, y de nuevo nos damos un abrazo-. Saludos a todos por casa, Pancho –añado, mientras palmoteo su espalda.

-Gracias, Jaimito Baylys –dice él-. Salúdame a tu mami Dorita, a tu señora Silvita y a tus hijas de mi parte.

-Les daré tus saludos, muchas gracias –digo.

Ya nos estamos desviando en direcciones separadas cuando él gira inesperadamente y me pregunta:

-A ver, Jaimito, si de verdad te has acordado de mí, ¿cuál era mi apodo?

Entonces lo miro con intensidad, me atrapa una crisis de pánico, caigo en un silencio profundo y, sin decirle nada, salgo corriendo y no paro de correr como un demente con mi maletín bien atenazado en el pecho y no me atrevo a voltear porque me da miedo de que me esté persiguiendo ese hombre con más preguntas y sigo corriendo aterrado y cuando entrego mi tarjeta de abordar, la señorita uniformada me pregunta por qué estoy sudando, por qué estoy tan agitado, por qué he corrido tan rápida e innecesariamente, pero yo no le contesto y busco mi asiento con la mirada de un lunático o un perturbado que huye de algo terrible. Luego, cuando ya creo estar a salvo, entra Pancho al avión, buscando su asiento.

2 pensamientos acerca de “Pancho, claro

comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *