La semana pasada estuvimos en Los Ángeles. Cuando digo “estuvimos”, me refiero, por supuesto, a mi esposa y nuestra hija de seis años, sin las cuales no me apetece o provoca viajar a ninguna parte, porque un día sin ellas es un día triste, malhadado.

No me jacto de conocer bien esa vasta ciudad. La he visitado en numerosas ocasiones, y siempre me he quedado en Santa Mónica, cerca del mar, porque las vistas desde los acantilados al océano Pacífico me recuerdan a los sobrecogedores paisajes marítimos que uno puede disfrutar desde Miraflores y Barranco, en Lima, la ciudad donde nací. Desde que viajo con mi esposa, nos alojamos en Beverly Hills, probablemente el barrio más exclusivo de la ciudad, junto con Bel-Air, en un hotel que ella eligió, y no de modo arbitrario o caprichoso, sino porque allí suele dormir, y pasar largas temporadas, y hacer apariciones en la piscina y el piano del bar, su cantante favorito, el dueño de su corazón, Justin Bieber, varias de cuyas canciones me sé ya de memoria porque las escucho con frecuencia en el auto, cuando voy con mi esposa.

Por supuesto el hotel de Beverly Hills en que nos hospedamos la semana pasada es sumamente caro, y además nos acomodamos en dos habitaciones conectadas, para no estar tan hacinados, uno encima del otro, y para que yo pudiera dormir mis horas de rigor, pues de otro modo estoy de un humor de perros y nadie desea hacerme compañía. Cada día en ese hotel es, al mismo tiempo, una suma de placeres exquisitos (la comida, el spa, la piscina, el bar, todo es de una calidad superior) y un dolor inenarrable en el bolsillo, pues las cuentas son realmente abultadas y uno sale lisiado, rengueando, diezmado en sus finanzas, aunque paradójicamente con ganas de regresar pronto, como si no hubiera mañana ni próximo año, como si fuésemos todos argentinos que gozan el presente y no chilenos que piensan en el futuro.

Estando en ese hotel maravilloso, en el que además se hospedaba un club de fútbol inglés con sus estrellas y su entrenador portugués que es un divo absoluto, me asaltó una severa crisis nerviosa porque de pronto se me extravió mi tijerita de uñas. Yo la había usado el día anterior en la habitación, y no la había retirado del cuarto, de modo que tenía que estar dentro de mis aposentos, pero, por mucho que lo revolvía todo, no la encontraba, lo que me irritaba todavía más y redoblaba mis ganas tercas, porfiadas, de seguir buscándola hasta hallarla. Mi esposa me auxilió, saqué la linterna amarillo del ropero y la encendí, me agaché y fui buscando la tijerita de marras debajo de los sillones, del escritorio, en cada rinconcito de la espaciosa habitación, luego de haberla buscado en todos los bolsillos de mis pantalones, mis sacos, mis chaquetas, y en cada pliegue de mis valijas, y desde luego también en los baños y en el cuarto de mi esposa. Nada, no la encontraba, dónde diantres la había dejado, no podía explicarme racionalmente el misterio de la tijerita perdida, porque además la señora que limpiaba la habitación no había entrado desde mi llegada, pues yo había dejado encendida la luz de privacidad, por favor no molestar. En ese trance contrariado y gruñón me encontraba, buscando la tijerita, cuando me agaché, me hinqué de rodillas, iluminé la alfombra debajo de la cama y no encontré la tijerita, sino una bolsita de plástico transparente. La retiré, la iluminé de cerca, la abrí, la olí y no había duda ninguna: dentro de ella había varios cáñamos frescos de marihuana y dos pitillos o porros ya cuidadosamente armados, listos para fumar. Esto, encontrar marihuana en un hotel, no me había ocurrido desde que, hacía exactamente quince años, hallé un porrito en el cajón de la mesa de noche o velador de un hotel de Buenos Aires, estando de gira promocional por una novela, “La mujer de mi hermano”. Compartí el hallazgo con mi esposa, lo celebramos juntos, nos reímos, nos pareció que la hierba era de buena calidad a juzgar por sus olores, y la acomodé en mi maletín de mano negro, y enseguida seguí buscando la tijerita, que nunca apareció, debido a lo cual salimos a la farmacia más cercana a comprar otra y el asunto quedó resuelto. Luego fuimos a cenar a nuestro restaurante favorito en aquella ciudad, Il Pastaio, una gloria, una exquisitez, y, mientras esperábamos la comida, me recorté las uñas de las manos y mi esposa se enojó conmigo y me riñó cordialmente por mis malos modales, ¡cómo se te ocurre cortarte las uñas en un restaurante! En medio de todo, me olvidé por completo de la bolsita con marihuana, que se quedó dentro de mi maletín de mano.

Unos días después, madrugamos para llegar a tiempo al vuelo que salía muy temprano con destino a Miami. Hice mis maletas a toda prisa, atropelladamente, no quise leer las cuentas en la recepción porque sabía que me provocarían un dolor severo en la zona genital, testicular, que es el epicentro que regula mis finanzas, y subimos a una camioneta negra que nos llevó al aeropuerto, un trayecto que en Los Ángeles siempre resulta lento, largo y pesado, cualquier día, a cualquier hora. Me olvidé por completo de la marihuana en mi maletín de mano, así de tonto y despistado soy, y algo semejante ya me había pasado en Santiago de Chile, aunque esta vez hubo consecuencias que lamentar. Al pasar los controles de seguridad en la fila de pasajeros pre-chequeados con TSA, un oficial me informó de que debían abrir mi maletín de mano negro, rodante, pues habían notado algo raro en la pantalla. Efectivamente lo abrieron y segundos después me mostraron la bolsa con marihuana que encontré debajo de la cama. Con el gesto adusto y la mirada inquisidora, un oficial uniformado, más desbordado de peso que yo mismo, reñido al parecer con las dietas y los deportes, probablemente él mismo un fumador en el armario, me hizo saber que viajar con hierbas proscritas era una falta, una felonía, una suerte de delito muy menor, a no ser que tuviera una prescripción médica que me permitiese viajar con la marihuana del delito. En mi mejor inglés le conté al oficial exactamente la verdad: la había encontrado debajo de la cama del hotel, no pensaba necesariamente fumarla, pero, dado que era bipolar y tenía frecuentes crisis maníacas y depresivas, me convenía tenerla en mi caja fuerte de Miami, por si algún día quería contemplar la vida con espíritu risueño, despreocupándome de las malas noticias políticas, y volviendo a comer con desmesura, como un niño. Mi esposa me miraba con ganas de abofetearme, como diciéndome ¡eres un idiota, un tarado, cómo se te olvidó tirar la marihuana en el hotel! Nuestra hija, por suerte, se había sentado en una banca metálica y jugada distraídamente con su tableta. El oficial me dijo que tenía que confiscarme la hierba ilegal y detenerme. Me despedí de mi esposa, le pedí que no perdieran el vuelo, se me humedecieron los ojos de lágrimas, me sentí en la película “Expreso de medianoche”, pensé que me llevarían a una mazmorra casi turca, me condujeron a un cuartito desangelado y me sentí en Estambul. Me hicieron firmar unos papeles declarando que la marihuana era mía y que yo la había puesto dentro de mi pequeña valija de mano. Me hicieron esperar. No sabía qué hacer, si llamar a un abogado, ofrecerme a pagar una multa, o qué. No sabía si decirles a los uniformados que yo era “El niño terrible”, o peor aún “El tío terrible”, y que por consiguiente, haciendo honor a mi fama, debía permitirme esas mínimas transgresiones. No sabía cómo salir del embrollo, deshacer el entuerto. Hasta que se apareció en el cuarto un oficial ventrudo y de aire jovial que, nada más verme, exclamó:

-Jaimito, ¿qué haces acá, compadrito?

Era peruano, a juzgar por su acento, y no me habló una sola palabra en inglés, y al parecer era el jefe de quienes me habían detenido, pues ellos se retiraron maliciando algo en voz baja, y mi súbito amigo peruano se quedó a solas conmigo y me dijo:

-Oye, Jaimito, bien fumón eres, ¿no?

-No tanto, no tanto –me defendí en vano-. Esta hierbita la encontré en el hotel, debajo de la cama.

Mi amigo peruano soltó una carcajada y dijo:

-Eso no te lo cree ni tu señora madre, pues, Jaimito.

Luego me preguntó, bajando la voz:

-¿Pensabas fumarte tu tronchito en el baño del avión, Jaimito?

Los peruanos hablamos así, con diminutivos, como una manera de suavizar las asperezas de la vida y hacerlo todo más llevadero. Entonces le respondí:

-No, doctor, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que soy bipolar, medio loquillo, y a veces un porrito me ayuda a dormir mejor y a cumplirle a mi esposa como ella se merece.

Nos reímos, me dio un abrazo, dijo que podía irme, aunque sin la marihuana, claro está, y luego susurró en mi oído, conspirativamente:

-Lánzate a la presidencia, Jaimito, ¡y legalízala ya, hermanito!

22 pensamientos acerca de “Una bolsa debajo de la cama

  1. zeida vela

    Jaime, eres incorregible!

    Te repito lo que le digo siempre a mi hija:
    Por una estupidez, en un segundo, te puedes
    arruinar la vida ¡Atento!
    Un abrazo.

    Responder
  2. Martin

    Jajajaja coño, siempre leía tu columna en el diario peruano, ese que decidió dejar de publicarla no se ni por qué.
    Que genial que pude encontrar tu blog personal. a ponerse al corriente.
    Saludos desde Perú «Tío terrible»… Lánzate.

    Responder
  3. Silvia

    Sabias que nosotros los ticos (de Costa Rica) nos dicen así porque tenemos la misma costumbre de los peruanos, de poner diminutivos, especialmente cuando se trata de decir algo políticamente incorrecto? Esa marihuanita era tuya?

    Responder
  4. Coqui Fernández

    Jajaja
    Ese «causita» debe ser de Sullorqui, Orrantia, Torres Paz o La Aurora.
    Jilguero como él solo, debe computar que la habías traído de Peru y que había que irse con ella a un balcón de Santa Mónica, alucinando que estaba frente a las playas de Miraflores y Barranco.

    Responder

comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *