La vida de los otros

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Cuarenta años después, he regresado a Berlín. Tenía diecinueve años cuando la visité por primera vez, invitado por el gobierno alemán, cuya sede estaba entonces en Bonn, una ciudad que más parecía un pueblo de burócratas imperturbables. Todavía no alcanzo a comprender por qué los alemanes perdieron su tiempo y su dinero invitándome a su país, como si yo fuera un hombre importante. No lo era, desde luego. Apenas tenía un programa de televisión y una columna en un periódico. Quizás querían tener a un amigo en mí. Lo consiguieron.

Era 1984 y la ciudad de Berlín seguía ominosamente dividida por el muro de la vergüenza que erigieron los comunistas para impedir que los alemanes del este fuesen libres. Mis anfitriones, los alemanes libres del oeste, me llevaron una fría mañana al Check Point Charlie, la garita férreamente vigilada donde, con suerte, podía cruzarse el muro de Berlín libre a la parte cautiva. Unos cancerberos uniformados examinaron mi pasaporte y me dejaron pasar, acompañado de mi guía y traductor. Dijimos que éramos periodistas. Nunca había estado en una ciudad comunista, no he vuelto a una ciudad comunista. No mentiré: tenía miedo. Pensaba: ¿y si al final de la tarde no me dejan regresar a Berlín libre? ¿Y si me confiscan el pasaporte, me acusan de espía precoz y me arrestan?

Durante horas, mi guía y yo recorrimos Berlín comunista en un auto oficial. El contraste entre la ciudad libre y la ciudad oprimida era brutal, desolador. En Berlín oeste, la ciudad bullía de negocios florecientes, coches de lujo, grandes hoteles, mujeres elegantes, cafés y restaurantes abiertos hasta la medianoche. El capitalismo había devuelto todo su esplendor a la ciudad, tras la guerra. En cambio, Berlín oriental parecía un cementerio. Gris, opaca, cenicienta, con edificios ruinosos y peatones ensimismados que caminaban deprisa como si fuesen a ser detenidos por la policía política que todo lo espiaba, Berlín comunista parecía lastrada por el miedo a la libertad y al progreso económico y daba la impresión de ser una cárcel gigantesca de la que nadie podía escapar, un presidio donde la vida de los otros se encontraba amenazada por la vigilancia furtiva de un micrófono escondido, un delator en la sombra, como en la película alemana que ganó el Óscar.

Tuvimos suerte de que, tras ese descenso a los infiernos, nos dejasen regresar a la parte libre de la ciudad. Me juré entonces no regresar a un país aplastado por la bota comunista. He cumplido. Dicho juramento, por supuesto, carece de mérito. Soy probadamente un cobarde. Me da pavor que me despojen de mi libertad y me encierren en un calabozo. No estoy dispuesto a dejar mi libertad en manos de unos sádicos. Me considero un hombre de éxito porque no he pasado una sola noche en la cárcel. Peor que morir, que agonizar, que llorar de dolor, debe de ser que te torturen en una celda, siendo inocente. Por eso no he visitado Cuba, Venezuela, Nicaragua ni Bolivia, sin ir más lejos.

En aquella lejana ocasión, recién asomado a la mayoría de edad, estrenando pasaporte, viajando en clase ejecutiva de una aerolínea alemana hasta Frankfurt, un aeropuerto donde podías ducharte tranquilamente, recuerdo que ciertas cosas me maravillaron en Frankfurt y Berlín, en Bonn y Colonia, en Hamburgo y Düsseldorf, ciudades que recorrí con un guía y traductor de origen argentino, un joven encantador, qué habrá sido de él: las increíbles tiendas de sexo que estaban por todas partes, las saunas de los espléndidos hoteles donde me hospedaron y los minibares de esos hoteles.

A las tiendas de sexo, inmensas y llenas de gente bien vestida, de mujeres atractivas que te miraban a los ojos, yo acudía a solas, de noche, tras cumplir la agenda oficial, unas actividades que consistían en visitar museos y edificios del gobierno, y para entrar en esos impúdicos comercios del deseo erótico debía traspasar un muro imaginario, un Check Point Charlie sin guardias ni cancerberos, el muro del pudor, de la culpa y la vergüenza, un muro que mis padres y los curas habían construido para recortar mi libertad. Medio a escondidas, recorría aquellas vibrantes galerías de sexo como un espía o un intruso solapado, mirando con asombro las revistas, las películas, los juguetes eróticos, las parejas friccionándose en vivo sobre unas redes colgadas en las alturas del local, unas cosas impuras, lujuriosas, y al mismo tiempo profundamente humanas y, en ocasiones, deseables. En las cabinas individuales, tras depositar unas monedas, uno podía verlo todo, absolutamente todo, no solo sexo entre humanos, sino incluso con animales. Recuerdo el estupor y los temblores que me asaltaron cuando vi a una mujer tratando de copular con un perro.

En los hoteles elegidos por mis anfitriones, bajaba puntualmente al cuarto de sauna y me imponía la rutina de transpirar en abundancia porque descubrí, de nuevo asombrado, que las mujeres y los hombres compartían aquellos habitáculos sofocantes sin molestarse en cubrir sus partes privadas. Yo me cubría con una toalla y no podía creer mi inmensa fortuna: no solo me habían invitado a recorrer la Alemania libre, sino que las alemanas exhibían libremente sus pechos gloriosos, a veces hasta sonriéndome, y los alemanes paseaban sus colgajos muy orondos, liberados de toda culpa. Nunca sudé tanto como esas dos semanas en Alemania. Bajé de peso. Me deshice de una sudoración de origen religioso. Admiré la naturalidad de los alemanes para aceptar sus cuerpos más o menos imperfectos y disfrutar de ellos.

Debido a mi inexperiencia como viajero, protagonicé un bochornoso episodio en un hotel en Berlín. Pensé que las pequeñas botellas de licores del minibar en la habitación eran regalos, souvenirs, cortesías del hotel, y por eso las metí todas en mis maletas. Al pagar la cuenta, los recepcionistas le dijeron a mi guía que yo debía pagar el contenido entero del minibar que había saqueado. Bajando la voz, el guía me preguntó si me había bebido todo el minibar. Le dije que no, que lo había guardado en mis maletas. Me rogó que devolviese las botellas. Tuve que abrir mis maletas allí mismo, frente a la recepción, y sacar las botellas una a una, y devolverlas todas, humillado, enrojecido por la vergüenza. Lo peor es que no eran para mí, sino para regalarlas a mis amigos.

Cuarenta años después, he regresado a Berlín. Esta vez no me ha invitado nadie, me he invitado yo mismo, y además he viajado con las mujeres de mi vida, es decir con mi esposa y mi hija, quienes no conocían esa ciudad, aunque mi esposa es fluida en la lengua alemana y, en general, ama a los alemanes. Me he emocionado discretamente haciéndome fotos con ellas en Check Point Charlie, que es ahora una mera atracción turística, una garita deshabitada, un control afantasmado, unos sacos de arena y unas flores en memoria de los caídos. Me he emocionado recorriendo con ellas partes del muro de la vergüenza todavía en pie, al lado del museo del terror, de los antiguos cuarteles de la Gestapo. Me he emocionado visitando con ellas el museo judío y caminando sobre unas latas con orificios que se asemejaban a los ojos y las bocas de unas desdichadas criaturas humanas que, al pisarlas, emitían unos sonidos metálicos horribles, como si estuvieran gritando, y he sufrido tanto en ese momento, y me he sentido tan poderosamente judío a pesar de no serlo, que he tenido que taparme los oídos para no llorar.

No he encontrado ya, casi mejor, ninguna tienda de sexo, ni un barrio rojo prostibulario, ni he querido entrar en las cámaras de sauna y vapor del hotel, aunque sí nos hemos bañado en la piscina techada. Y ha sido maravilloso abrir el minibar de la habitación, ver todas esas botellas de colores y recordar que no son un regalo o una cortesía del hotel y que, si las bebo o las meto en mi maleta, deberé pagar por ellas. Pero, como ahora no bebo alcohol, he sacado los jugos espumantes de manzana y los he tomado sonriendo para mí mismo, pensando que este hombre fatigado y ventrudo que soy ahora recuerda con ternura y hasta compasión al hombrecillo curioso, delicado y levemente confundido que era hace cuarenta años, cuando visité Berlín por primera vez.

 

 

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Por Jaime Bayly

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