Todas mis novelas, todas sin excepción, y ya son quince, cifra que parece una desmesura, se han inspirado en hechos de mi propia vida, lo que, por supuesto, no supone que cuenten fielmente mi vida, sino que, a partir de ella, de dos o tres imágenes chispeantes, que sirven como fogonazos o gatillazos, empieza a urdirse una trama más o menos ficticia, bastante mentirosa, harto exagerada, que termina alejándose de mi propia vida. Pero el principio, la foto inicial, la escena fundacional, remite siempre a mi biografía, y no a los recuerdos felices, placenteros, sino a los traumas, las heridas, las derrotas y los fracasos, a todo lo que salió mal, condenadamente mal.

Los recuerdos torturados que dieron origen a “No se lo digas a nadie” fueron los siguientes: un padre machista lleva a su hijo delicado a un burdel en los arrabales de la ciudad, el hijo fracasa ante la prostituta, no consigue una erección, y le ruega a la mujer que le guarde el secreto; el padre machista, coleccionista de armas, cazador de animales, lleva a su hijo de cacería, montando a lomo de mula, y cuando un venado se pone a tiro, conmina a su hijo a dispararle, pero el hijo no es capaz de disparar, no puede matar al venado; el padre reta a su hijo a una pelea con guantes de box y le da una paliza; el padre atropella a un hombre del pueblo, no se detiene a auxiliarlo y dice cosas racistas; el hijo delicado sale con unos amigos, ellos están borrachos, persiguen a unos travestis en un parque de noche, insultándolos, pegándoles, y el hijo siente asco de sí mismo por no repudiar lo que hacen sus amigos.

“Fue ayer y no me acuerdo” se originó en estas remembranzas o evocaciones: un joven bisexual, adicto a la cocaína, llama por teléfono a su padre, de madrugada, incapaz de dormir, tenso y agitado por la cocaína, y le dice que va a matarse esa misma noche, y el padre le dice que por favor no llame a esas horas inoportunas y le cuelga el teléfono; el joven intenta suicidarse tomando pastillas para dormir, pero despierta en casa de un amigo, que lo ha rescatado; el joven bisexual, cocainómano, se enamora de un amigo, y este lo rechaza, lo desprecia, lo humilla; el joven aspira tanta cocaína que pasa noches enteras sin dormir y en una fiesta pinta en la pared “fue ayer y no me acuerdo”; la novia del joven es raptada y violada por la policía; el joven sale a buscar cocaína en pleno toque de queda, de madrugada, agitando un calzoncillo como bandera blanca.

“Los últimos días de La Prensa”, que recupera los años en que fui reportero y columnista, se encendió en unas brasas ardientes que se negaban a apagarse: un joven e imberbe reportero vive en casa de sus abuelos; el abuelo fue un hacendado próspero al que un dictador militar de izquierdas le confiscó sus tierras, sumiéndolo en la ruina y el rencor; el abuelo manda cartas atrabiliarias, traspasadas de dolor, al director del periódico donde trabaja su nieto, exigiendo que le devuelvan sus tierras; el director publica las cartas del abuelo; el joven reportero conoce los vicios, las mañas, los excesos de la redacción de un periódico; el jefe del joven reportero es un anticomunista visceral que arroja por el balcón del diario a un cronista policial, sospechoso de comunista; la secretaria del director, su cuñada, es deseada lujuriosamente por media redacción, y usa la caja chica para beneficiar a sus amantes y protegidos; la jefa de la página astrológica se vuelve loca y camina a cuatro patas, maullando como gata en celo; el abuelo se presenta en el periódico y confronta a voz en cuello al director; el abuelo apedrea una parroquia, harto de que el cardenal defienda la reforma agraria que le robó sus tierras.

“La noche es virgen” partió de una noche sicalíptica: un joven famoso porque sale en la televisión va a un concierto en una discoteca de chicos bien, se enamora del cantante que lleva un pantalón de cuero ajustado y tiene un aire a Mick Jagger, y terminan la noche tomando cocaína y haciendo el amor en el apartamento deshabitado, recién comprado, apenas con alfombras, del joven famoso seducido por el rockero; luego el joven famoso se enamora de la hermana del rockero; el joven famoso invita al rockero a su programa de televisión, lo entrevista y el rockero canta; el joven famoso se sorprende al derramar unas lágrimas porque el rockero lo deja para irse con una chica.

Los primeros destellos o reverberaciones que iluminaron “Yo amo a mi mami” fueron estos: un niño vive en una mansión y está prohibido de entrar en los cuartos del servicio doméstico, pero un día rompe la prohibición, ingresa en los cuartos de los empleados y descubre todo un mundo secreto que desea conocer, el mundo de su nana, su cocinera, el jardinero, el chofer, a quienes quiere tanto o más que a su propia familia biológica; el niño principito se enamora de una niña pecosa, dándose volatines en el jardín, y osa darle un beso; el niño tiene un tío gay y un tío comunista, hermanos de su madre, que están prohibidos de visitar su casa, porque su padre es homofóbico y anticomunista; la niña pecosa se muda con sus padres al extranjero y el niño y su madre van al aeropuerto a despedirlos, sollozando; el niño devoto, que reza con su madre, sueña con ir a Disney, y al final el sueño va a cumplirse, pero en circunstancias aciagas, porque una empleada, que era como su madre, fallece, y él se siente huérfano, desolado; el tío comunista vive en la clandestinidad, a salto de mata, huyendo de la dictadura militar, y un día llega con peluca de mujer a una celebración navideña de la familia.

“Los amigos que perdí” se me apareció de noche como una sucesión de cartas melancólicas: un hombre, que tiene éxito en la televisión y vive en un caserón con piscina, en medio de una isla de ricos, está solo, se siente solo, y, contemplando la piscina, quiere recuperar a sus mejores amigos, pero ya no es posible, es tarde, ellos se han alejado, se sienten traicionados, porque el hombre ha publicado libros vampirizándolos, convirtiéndolos en personajes literarios, y ellos no quieren saber más de él, y por eso les escribe para recuperarlos como amigos en el territorio azaroso de la imaginación. Esa es la imagen capital: un hombre solo, mirando su piscina, preguntándose por qué perdió a todos sus mejores amigos.

Una tarde me encontraba a solas en mi casa en la isla cuando sonó el teléfono. Era mi esposa, lejos, desde Lima. Me había llamado media hora antes, y ahora se le había activado accidentalmente el celular. Sin saber que yo estaba oyéndola, ella hablaba con mi hermano. Eran íntimos amigos, salían retratados en las revistas de vida social, trabajaban juntos como decoradores de jardines. Los escuché hablar sin que ellos supieran que estaba oyéndolos. Fue tremendo. Quedé devastado. En ese momento comprendí que debía escribir “La mujer de mi hermano”. Yo sería el esposo apático que no se follaba a su mujer. Mi hermano sería el amante brioso que se acostaba con ella para salvar el honor de la familia. De no haber sonado el teléfono, no existiría aquella novela.

“El huracán lleva tu nombre”, quizás el más bonito de mis títulos, se fundó en tres circunstancias: un hombre y su novia están en un apartamento al pie del mar, en Miami, se anuncia el paso de un huracán, ellos se niegan a evacuar el lugar como ordena la policía, deciden quedarse, plantarle cara al huracán, que hace grandes estropicios y los obliga a mudarse a Washington, manejando un camión alquilado; en Washington, la mujer queda embarazada, y él le pide que aborte, una mañana van a abortar, unos manifestantes religiosos los insultan al entrar en la clínica, ella se va con el médico y sale minutos después, llorando, diciendo que no pudo abortar; la mujer da a luz, y su novio está allí, a su lado, confortándola, aunque sueña con irse a vivir solo, lejos, una vida de escritor.

Lo que me precipitó a escribir “Y de repente, un ángel”, viviendo en Buenos Aires, fue la noticia de que mi padre estaba enfermo de cáncer, muriéndose, y yo no sabía si viajar para despedirme de él, y los relatos de la nana de mis hijas, una mujer buena, noble, tierna, quien me contó que su madre, por pobre, no por mala, la vendió cuando ella era niña a la familia de un coronel, y nunca más la vio. Me dije: la nana tiene que encontrar a su madre y yo tengo que despedirme de mi padre, pero como no podía hacer esas dos cosas, decidí escribirlas, fabularlas.

“El canalla sentimental” es una novela que se escribió semana a semana, por entregas, y fue publicada en algunos diarios de América, y luego reunida en un libro. La escena que más recuerdo es ésta: un escritor vive en Buenos Aires, no confía en los bancos, ahorra sus dólares escondiéndolos en calcetines gruesos, polares, un día lleva su ropa sucia al lavadero del barrio y olvida sacar los dólares, que desaparecen, y él no sabe si los lavaron junto con sus medias, o si el empleado del lavadero se los robó, hasta que va a hallarlos en el lugar menos pensado.

Un hombre se vuelve hippie, enciende una fogata, quema sus documentos de identidad, regala su auto a su mejor amigo, abandona a su mujer y sus hijos y se va a vivir a las montañas como un anacoreta; entretanto, un hombre cojo, pistolero, persigue en moto a un autobús escolar lleno de adolescentes lindas, y el cojo se cae de la moto, y una chica linda baja a socorrerlo: esas dos epifanías quemantes dieron lugar a “El cojo y el loco”.

Luego escribí una trilogía ambientada en Lima, Santiago y Buenos Aires, “Morirás mañana”, en la que un escritor de mediano éxito, víctima de una enfermedad terminal, va matando gozosamente a sus enemigos, casi todos escritores o editores o críticos literarios; una novela, “La lluvia del tiempo”, sobre un candidato presidencial que niega a su hija biológica y, sin embargo, gana las elecciones, chantajeando al periodista que defiende a la niña; y una novelita confesional, muy triste, “El niño terrible y la escritora maldita”, contando los días en que era feliz con una mujer de la que me había enamorado como un perro y, al mismo tiempo, infeliz porque mis hijas no querían verme.

Sobre el amigo “Pecho Frío” y sus peripecias, tribulaciones y desventuras, solo diré que todo se originó hace años, en Barcelona, cuando me llevaron a un programa carnavalesco de televisión a medianoche, y uno de sus animadores me dio un beso en la boca, beso que supe corresponder. Ese beso tuvo unos efectos sísmicos en mi vida familiar y profesional, y desde entonces malicié la idea de escribir “Pecho Frío”.

9 pensamientos acerca de “Epifanías quemantes

  1. Juan Pablo

    Hola Jaime!! Soy un venezolano que acaba de llegar a Buenos aires. Estoy huyendo de la tiranía atroz de Nicolás Maduro. Quería expresarte mi agradecimiento por el loable esfuerzo que haces tratando de ayudar a mi golpeada Venezuela. En Venezuela era feliz trabajando en la prestigiosa Universidad de Los Andes. Actualmente estoy «en el aire» buscando respuestas a mi vacío existencial y laboral. Me vi obligado a dejarlo todo y volver a comenzar en esta hermosa ciudad. Nuevamente gracias por ser una ventana para que el mundo entienda que ocurre en Venezuela. Un fuerte abrazo!!

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  2. Morgan

    Jaime perdona que comente en este blog, porque no sé de otro sitio en donde comentar tu programa de la tele.
    Con respecto a los aviones militares rusos que llegaron a Venezuela, «se repite la historia», el Kennedy dejó pasar la oportunidad de invadir Cuba, porque al llegar la Unión Soviética a la isla, se jodió el tema, pues a Trump le va a suceder lo mismo. Pero no es culpa de Trump, sino de los demócratas que se han ido a la extrema izquierda, por no permitir a Trump reunirse con Putin.

    Si tienes otro sitio en donde comentar, dilo en tu programa. Saludos.

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