Cuando Jimmy Barclays era un niño y se creía inmortal y corría sin esfuerzo como si estuviese caminando, su padre, cojo, pistolero, cazador de animales, militar frustrado, y su madre, beata, santurrona, pía entre las pías, devota a tiempo completo, lo veían con creciente preocupación por un número de hechos aciagos o inquietantes para ellos, a saber: Jimmy no quería disparar pistolas ni matar animales; detestaba ir de campamento con los preceptores morales de la cofradía religiosa en la que militaba su madre; odiaba ir a la playa y exponerse al sol sin protector, porque su padre le decía que los machos no usaban cremas solares ni se lavaban el pelo con champú (tal vez por eso el señor Barclays se quedó calvo bien pronto); se encerraba en su cuarto a leer novelas de aventuras y escuchar programas de fútbol en la radio a pilas; era delicado, afectado, curioso, preguntón, y le interesaba tanto la política que su padre lo mandaba a callar; no sabía tirarse de cabeza a la piscina, a diferencia de sus hermanas mayores, que lo hacían con gracia, perfectamente, y cuando lo intentaba, azuzado por su padre, se daba unos panzazos bochornosos en el agua, provocando risas e hilaridad entre sus familiares y amigos, y tampoco sabía bucear por el pequeño túnel que comunicaba a la piscina de adultos con la de niños, y todo parecía darle miedo y apocarlo, y su padre se enfurecía y lo insultaba en inglés; cuando jugaba al fútbol con sus hermanos en la cancha de césped bien recortado de aquella casa en los suburbios arenosos de Lima, narraba de un modo atropellado, afiebrado, lo que estaba ocurriendo, volviendo loco a su padre, quien, a los gritos, le exigía que se callase la boca, dejase de farfullar idioteces y jugase como un hombrecito, pero a los ojos de su padre, tan machazo, él no era capaz de hacer nada como un hombre; y, a diferencia de sus hermanos, que se enamoraban de las primas más lindas, mostraba una apatía o abulia o desinterés por las chicas y las mujeres en general, tanto que su madre, a solas, susurrando, le preguntaba si no escuchaba la voz de Dios, llamándolo a ser sacerdote.

Hasta que un domingo fueron todos a misa de ocho de la mañana, el señor Barclays con su pistola al cinto para meter miedo entre la feligresía, la señora Lerner con su rosario y su mantilla negra, ensimismada en su honda fe religiosa, y, a la hora de tomar la comunión, Jimmy se quedó sentado en la banca, provocando miradas de estupor, perplejidad y desconcierto entre sus padres y hermanas, quienes se pusieron de pie y acercaron al altar a recibir el cuerpo de Cristo.

Tan pronto como regresaron a la casa, la señora Lerner tomó a su hijo Jimmy de la mano, lo llevó a su cuarto, cerró la puerta con llave, se sentó en la cama y le preguntó, preocupada:

-¿Por qué no fuiste a comulgar?

Jimmy se amuralló en un silencio tenso, inexpugnable. No podía confiarle a su madre, tan religiosa, tan pura, tan buena, las oscuras razones que habían manchado su alma y le habían impedido comulgar. Sentía vergüenza de sí mismo, se sentía sucio, cochino, pecador. Él, que habitualmente era tan hablantín con su madre, con quien rezaba el rosario todas las tardes, ahora no encontraba palabras para explicarse, justificarse, y prefería permanecer callado, las mejillas sonrosadas por el pudor, la mirada hundida, lastrada por la culpa.

-¿Has cometido pecado mortal? -preguntó la señora Lerner.

Jimmy encontró valor para mirarla a los ojos y respondió, tímidamente:

-Sí.

Pensó que su madre no continuaría sometiéndolo a esa inquisición terrible, lacerante. Se equivocó. La señora Lerner quería rescatar a su hijo del infierno y no ahorraría esfuerzos para lograrlo.

-¿Qué has hecho? -preguntó.

Jimmy no pudo decirle lo que había ocurrido.

-¿Has tenido pensamientos impuros?

Jimmy no se atrevía a exhibir sus miserias ante ella. Temblaba de miedo. Se sentía vil, abyecto, repugnante.

-Hijito, soy tu mami que tanto te adora -dijo ella-. En mí puedes confiar, a mí puedes contarme todo.

Luego insistió:

-¿Te has hecho tocamientos impuros?

Jimmy bajó la mirada y pronunció, por fin, el monosílabo que lo mandaría sin rodeos al infierno:

-Sí.

La señora Lerner no se dio por vencida.

-¿En quién has pensado? -preguntó.

Jimmy no permitió que palabra alguna saliera de sus labios trémulos. Su madre empezó a sollozar. Él, que tanto la amaba, lloró con ella, la abrazó, le pidió perdón, le juró que nunca más se tocaría de esa manera innoble, viciosa.

-Nunca me imaginé que mi hijo mayor, el más devoto de mis hijos, se haría tocamientos impuros. Tú, mi Jimmy, cometiendo pecado mortal, ¡no puedo creerlo, me has roto el corazón!

La señora Lerner se marchó, compungida, y Jimmy rezó, pidiendo perdón.

Al día siguiente, Jimmy fue al colegio con su padre. A esa hora, seis de la mañana, el señor Barclays solía estar de mal humor: conducía a toda prisa, insultaba a los choferes que le cerraban el paso, a veces les mostraba su pistola y los amenazaba, y le decía cosas terribles a su hijo mayor: eres un fracasado, un mariconcito, una bailarina de ballet, un cero a la izquierda. Mientras todo aquello ocurría, la señora Lerner y sus empleadas domésticas entraban en el cuarto de Jimmy y, con celo de policías o fiscales, buscaban algo que incriminase al niño, la prueba del delito, del pecado mortal, un indicio o una pista que revelase por qué Jimmy, antaño tan devoto, se había corrompido, envilecido, entregado al diablo y sus tentaciones nefandas.

Hasta que encontraron la revista pornográfica, un ejemplar de Playboy en inglés.

Cuando Jimmy volvió del colegio a media tarde, su madre, furiosa, lo llevó a su cuarto, cerró la puerta con llave, le enseñó la revista del pecado y le dio dos cachetadas, una en cada mejilla. Luego le preguntó:

-¿No te da asco? ¿No te da vergüenza?

Jimmy no supo responder. En verdad, aquellas mujeres desnudas, con esos pechos gloriosos, con esos secretos húmedos y rosados, lo habían extasiado, maravillado, y, lejos de darle asco o vergüenza, lo habían avivado a tocarse, a soñar que las poseía y hacía suyas. Por eso se quedó callado.

-¿Quién te dio esta cochinada? -preguntó la señora Lerner-. ¿Cómo conseguiste esta revista?

-Me la prestó un amigo del colegio -dijo Jimmy.

Y era verdad. Se la había prestado uno de sus mejores amigos, Juan Pedro de Osma, a quien Jimmy adoraba, porque Juan Pedro era muy valiente peleándose a trompadas con los cretinos de la clase, defendiéndolo de los matones que hacían escarnio de él.

-Voy a llamar a su mamá -anunció la señora Lerner-. Le voy a contar las inmundicias que su hijo lleva al colegio.

-Por favor no hagas eso, mami.

-Y ahora mismo vamos a quemar esta revista asquerosa. Vienes conmigo. Y tú mismo le vas a prender fuego.

-Mami, no podemos hacer eso. Por favor no quemes la revista, no es mía, es de Juan Pedro, se la tengo que devolver.

-¡La quemamos ahora mismo! -sentenció la señora Lerner.

Cogió a su hijo bruscamente de la mano, llamó a las empleadas domésticas que desde la cocina fisgoneaban el juicio sumario al niño concupiscente y les pidió que prendiesen fuego en la chimenea de la sala, debajo de las cabezas de venados, tigres y leones que había cazado el señor Barclays en sus safaris africanos. Una vez que las empleadas encendieron la chimenea con papeles periódicos y leñas traídas de los campos vecinos, la señora Lerner le dijo a Jimmy:

-Vas a arrancar página por página y vas a tirar esas cochinadas a la chimenea, una por una.

Tristísimo, desolado, porque ya tenía una relación de afecto y adoración con esas mujeres de belleza sobrecogedora, Jimmy Barclays arrojó al fuego, a las brasas ardientes, a todas sus amantes furtivas, clandestinas, llorando al mismo tiempo que las veía desfigurarse, deshacerse, tornarse humo y cenizas. Fue entonces, a tan precoz edad, cuando descubrió que la religión se ocupaba, en efecto, de destruir la belleza, el deseo y el placer, en nombre de una moral que le resultaba absurda, incomprensible. Eso mismo era la religión, pensó: quemar todo lo bello, incinerar todo lo glorioso y estimable que había en la vida misma, echar al fuego a las mujeres más lindas que había visto. En ese momento, Jimmy Barclays empezó a desconfiar de Dios, de los curas, de los preceptores morales de su cofradía, de la religión que le habían inoculado con la fuerza de un virus, y empezó a hacerse descreído y agnóstico. Porque si a Dios le repugnaban esas mujeres tan bellas, y le disgustaba que Jimmy quisiera besarlas, entonces él, la verdad, no quería saber nada de Dios y sus acólitos y monaguillos. La revista ardió, página por página, mujer desnuda tras mujer desnuda, en la hoguera de las buenas costumbres, y con ella ardió también, o empezó a chamuscarse, la fe religiosa de Jimmy Barclays, el niño en pecado mortal.

A los pocos días, en el colegio, Jimmy, abrumado por la vergüenza, le contó a Juan Pedro que la revista le había sido decomisada y que sus padres, tras amonestarlo severamente, la habían quemado. Juan Pedro, por suerte, no se enojó. Al contrario, soltó una carcajada de buena gana, lo palmoteó en la espalda y le dijo:

-No te preocupes, mañana te traigo otra.

18 pensamientos acerca de “La revista del pecado

  1. Lina

    Hola Jaime ! Sin ser dramática leer este relato me conmovió hasta las lágrimas porque tengo un hijito de 9 años y no me imagino decirle y hacerle todo el daño que tus padres te hicieron y lo más grave todo fue en nombre de Dios, Jesus y Maria santísima que HORROR. Eso del pecado junto con que no valíamos nada fue el pan de cada día con el que me criaron a mi también. Abrazos para ti, Silvia y tu bella
    Zoe.

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  2. Pepe

    El buen Jimmy tiene razón: la religión es un mal que te ciega a las maravillas de la vida….buen relato Jaimito, tu padre casi siempre es el tenor de tus fantásticos relatos y novelas, por ejemplo: en el cojo y el loco. Me enteré que lanzarás tu próxima novela, será lo máximo volverte a leer.

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  3. Luigysan

    Que mente tan gloriosa tienes Jaime, yo en lo personal aun conservo mi primer playboy,,, esta clandestina, y perfectamente guardado en un desván en casa de mis padres en u portafolio Samsonite el que usaba cuando cursaba primero de secundaria, PD después de esto pienso que tú mamá tardará otro tiempo más en volver a llamarte

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  4. Claudia Martelo

    Estimado Jaime: me identifico mucho con sus escritos. Es como si reviviera la infancia. Cuantos engaños, cuanta mentira, mientras repetimos en el inconsciente la frase impuesta “por mi culpa, por mi gran culpa”, gracias por compartir esas historias. Un saludo desde Colombia, Claudia Martelo

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  5. Angela Thomä

    Impecable, como de costumbre. Me encantaria leer algo sobre la ceremonia del cierre mundial-la más unique que eh vistó y qué lindo. Putin con el paraguas, los demás que se mojen ‍♀️ (me parecia escuchar tu voz diciendo pero que hijo de Putin lol) la presidente Croata emocionadísima abrazando a todo mundo genial, no es para menos. Maccron con su salto de felicidad. Fue un cierre muy epic y la lluvia incesante. Gracias por escribir, balon de oro para vos Bayly!

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  6. Luisa

    Querido Jaime:
    ¿Sabes por qué he conectado tanto contigo? Desde que leí por primera vez, una novela tuya, capté inmediatamrnte que te has crecido, al igual que yo, con la censura, otorgada por tus padres, amigos o amores. La aberración que sientes por la religión es porque te quitó lo que te gustaba. Desde niño has sufrido, censura tras censura. Eeres un sobreviente, y hombre bendito, pues sigues aquí en este mundo lleno de inmundicias, y la última que te ayudó a sobrevivr es tu actual esposa, a quien envidio ferozmente, pues tiene a su lado un hombre tan bueno, sensible, malditamente censurado, pero que es un valiente. Te admiro demasiado, pues a pesar de haber recibido palizas peridíódicas de censura, encontraste tu camino, haces lo que quieres, no tienes nadie que te joda cerca, solo produces belleza y sensibilidad humana con tu arte literaria. Cumples tu dharma, según el budismo, eres feliz, haces felices (a tus seres queridos, a humanidad, y en ella a mí) aunque creas que lo que haces es mediocres y para nada que lo es. Dios, el universo, la energía viva, lo más sublima que existe en este mundo, siga bendiciendote, por ser un hombre con cojones.

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