Lisiado del alma

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Llegar al aeropuerto de Santiago un miércoles a las siete de la mañana puede ser un error capital. Barclays, su esposa Silvia y su hija Sol ignoraban ese pequeño detalle.

Tras descender del avión procedente de Miami y caminar kilómetros por pasillos que parecían infinitos, tras arrastrar sus zapatos y avanzar a paso cansino, llegaron por fin a una gigantesca cola humana, un entrevero zigzagueante de centenares de personas que se apiñaban a la espera de pasar el bendito control de migraciones. Era una multitud exhausta y enfurruñada, un batiburrillo de viajeros impacientes, una torre de Babel reducida a escombros.

-Si hago esta jodida cola, moriré de un infarto -le dijo Barclays a su esposa.

No había dormido nada en el vuelo. Había leído, había escrito, había visto películas. Aún no había tomado sus pastillas para dormir. Las tomaría llegando al hotel. Si las tomaba en el avión antes de aterrizar, ya se habría desmayado al verse confundido en medio de ese hervidero de gente bostezando, tosiendo, estornudando, quejándose, y todos sin mascarillas. El único paranoico con mascarilla era Barclays, a pesar de que se había puesto cinco vacunas contra el coronavirus.

-Vamos a la cola de minusválidos -dijo, y se dirigió resueltamente a una esquina de migraciones donde hacían fila tres o cuatro personas en sillas de ruedas.

-Nos van a botar de acá -dijo Silvia, avergonzada.

-Confía en mí -dijo Barclays, seguro de su buena fortuna.

Cuando les llegó el turno, se acercaron al señor uniformado de migraciones.

-¿Usted es minusválido? -le preguntó a Barclays, examinándolo de pies a cabeza.

-Sí -dijo Barclays-. Soy minusválido mental.

El agente lo miró con sorpresa.

-Tengo una enfermedad mental -prosiguió Barclays-. Soy bipolar. Tomo litio.

-Entonces no es minusválido -le dijo el agente.

-Minusválido mental -insistió Barclays-. Si quiere, le muestro mis pastillas. Tomo Valcote, Seroquel y Remerón. ¿Se las muestro? -dijo, agachándose, abriendo su maletín rodante.

-No hace falta -dijo el agente migratorio.

-¿Sabe usted que Remerón es Mirta Zapina? -dijo Barclays, haciéndose el gracioso-. Yo viajo siempre con Mirta Zapina. Alguna gente cree que Mirta Zapina es mi amante.

-Por favor, retírese y haga su cola normal -dijo el señor uniformado-. Usted no puede pasar por acá.

-Pero, créame, soy un minusválido, un lisiado del alma- insistió tercamente Barclays-. ¿No es linda esa frase? Lisiado del alma. La dijo Unamuno. Se la dijo al general franquista Millán Astray durante la guerra civil española.

-Si no se retira, llamaré a la policía.

-Muy buenos días, entonces -se replegó Barclays.

Aunque su esposa lo miraba con creciente irritación, no se dirigió a la cola gigantesca y serpentina donde los viajeros recién llegados rumiaban su malestar. Caminó entonces a la fila reservada para ancianos y bebés.

-Eres una vergüenza -le dijo Silvia-. Es imposible viajar contigo.

Una vez que estuvieron frente al agente de migraciones, este le dijo a Barclays:

-No le corresponde pasar por acá, señor. Esta cola es para ancianos y bebés.

-Mi hija es una bebé -dijo Barclays.

-¿Qué edad tiene? -preguntó el agente.

-¿Hasta qué edad se considera bebé? -se cuidó Barclays de dar una respuesta errónea.

-Hasta los tres años -dijo el agente.

-Mi hija tiene tres años -mintió Barclays.

Su hija Sol tenía once años y miraba todo con incredulidad.

-Padece de gigantismo -dijo Barclays-. Es una enfermedad incurable. Pero las hay peores, claro. ¡Cómo ha crecido la bebé en apenas tres años, joder! ¡Es que la especie humana evoluciona!

Cuando el agente amenazó con llamar a la policía, Barclays se resignó a caminar hasta la cola de los viajeros comunes.

Media hora después, seguía haciendo la bendita cola.

-Nunca más vengo a Santiago -anunció, rencoroso.

Por fin pasaron los controles migratorios. Salieron zombis y mareados del aeropuerto. Un conductor los esperaba con un cartelito que decía “Mr. Barclays, hotel Ritz”.

-Qué maravilla esta ciudad -dijo Barclays, repentinamente de buen humor-. Uno sale del aeropuerto de Santiago y se siente en Madrid, en Barcelona.

Diez minutos después, el tráfico vehicular tan fluido y ordenado colapsó en un pandemonio. Era la hora punta o la hora pico de un día laborable. La camioneta no avanzaba. Y el chofer no estaba dispuesto a permanecer en silencio. Hablaba de sus padres, que eran alemanes. Hablaba de su esposa, que cocinaba muy rico. Hablaba de su hija, que había estudiado en Argentina y luego emigrado a Alemania, donde se abría camino. Hablaba maravillas de él y de su familia. Hablaba pestes del presidente y de su gobierno de izquierdas.

-¿A qué hora se calla este viejo momio? -pensaba Barclays, crecientemente irritado.

La niña Sol se quejaba del tráfico atroz.

-Menos mal no tomaste tus pastillas -le dijo Silvia a Barclays.

El chofer seguía hablando de sí mismo y de su pujante parentela.

-Qué pesados los padres que hablan bien de sus hijos -pensó Barclays-. Prefiero a los que hablan mal de sus hijos.

Si la cola de migraciones duró más de una hora, el taxi del aeropuerto al hotel duró hora y media, bajo un sol inclemente y con un chofer deslenguado que les taladraba la cabeza con su cháchara incesante.

Llegando al hotel, Barclays le dio una propina mezquina al chofer.

Al registrarse, avisó en la recepción de que no le pasaran llamadas telefónicas, pues pensaba dormir hasta las cuatro de la tarde, hora en que comenzaba un partido del mundial de fútbol que no quería perderse.

-Si me llama el Papa, le dicen que yo lo llamo de vuelta -bromeó, pero nadie se rio.

Tan pronto como se acomodó en su cama, Barclays encendió el televisor para saber qué canal chileno pasaba el mundial de fútbol. Recorrió toda la oferta de canales. No estaban pasando el fútbol. Se alarmó. Se sobresaltó. Se angustió. Enseguida llamó a recepción y preguntó en qué canal chileno pasaban el mundial. Nadie supo darle una respuesta.

Luego se quedó dormido, gracias al efecto sedante de las pastillas.

Una hora después, timbró el teléfono y lo despertaron.

-Señor Barclays -anunció con voz melodiosa una señorita de la recepción-. Para comunicarle que el mundial solo lo pasa el canal DirecTV.

-¡Pedí que no me despertasen! -gruñó Barclays.

-Pero usted nos preguntó en qué canal pasaban el mundial -se defendió la señorita.

-¿Qué canal es DirecTV? -preguntó Barclays.

-No tenemos DirectTV en las habitaciones -dijo la recepcionista.

-¿Cómo? -gritó Barclays, dando un respingo-. ¿No puedo ver el mundial en mi habitación?

-No, señor Barclays. Solo tenemos DirecTV en el bar. Tiene que bajar al bar.

-¡Yo no quiero bajar al bar! -estalló Barclays-. ¡Yo quiero verlo en mi cuarto! ¡Yo grito procacidades cuando veo el fútbol!

No dijo vulgaridades, dijo procacidades.

-Déjeme ver qué puedo hacer -dijo la señorita.

Barclays colgó, maldijo su suerte y volvió a quedarse dormido.

Una hora después, sonó el teléfono nuevamente.

-¡Pedí que no me despertaran! -gritó Barclays, a punto de colapsar en un ataque de nervios.

-Es que el ingeniero está afuera de su habitación para instalarle DirecTV, señor Barclays -explicó la recepcionista.

-¡Ahora no! -siguió gritando Barclays-. ¡Que venga cuando yo despierte!

-¿Y a qué hora piensa despertar? -inquirió la señorita.

-A las cuatro de la tarde, cuando comienza el partido -dijo Barclays-. Y por favor, ¡no me llamen más!

A las cuatro de la tarde hora local, la alarma de Barclays emitió unos zumbidos agudos. Barclays llamó a recepción y pidió que enviasen al ingeniero para ver el fútbol.

-Ya se retiró -le dijeron.

En pijama y pantuflas, Barclays bajó al bar y vio el fútbol, mientras bebía un café tras otro.

Al día siguiente, el ingeniero instaló DirecTV en la sala de la suite que ocupaba Barclays. ¡Por fin podía ver el mundial sin bajar al bar! Porque en el club exclusivo del piso diez tampoco pasaban los partidos del mundial.

-En este país los pobres no pueden ver el mundial porque lo pasan en DirecTV-le dijo Barclays al ingeniero del hotel-. Debería ser como en la Argentina, que la televisión pública transmite el mundial.

Entre partido y partido, Barclays bajaba al club del piso diez, comía en abundancia las delicias que allí ofrecían a ciertos huéspedes exclusivos del hotel y bebía un jugo de uva espléndido, sin que le cobrasen nada. En ese hotel de Santiago había celebrado sus cuarenta años. Ahora tenía cincuenta y siete y no había nada que celebrar.

Mientras su esposa y su hija salían de compras o subían a la piscina techada del piso quince, Barclays solo vivía para el fútbol. Gritaba los goles argentinos como si fuese argentino. Gritaba los goles españoles como si fuese español. Deploraba los goles brasileños. Lamentaba todavía más los goles alemanes. Barclays quería que campeonasen los argentinos o los españoles. Pero en ningún caso los brasileños o los alemanes. Su esposa, sin embargo, que no veía el fútbol, o lo veía solo a ratos, quería que campeonasen los alemanes. Eso abría una herida en la pareja.

Viendo el partido más importante de la semana, la imagen de pronto se congeló. No había manera de reanudar la transmisión. Barclays hizo todo cuanto pudo con el control remoto, pero fracasó. Enseguida llamó a la recepción y dijo a los gritos:

-¡Manden al ingeniero! ¡No puedo ver el mundial! ¡La imagen se ha congelado!

-Mil disculpas, señor Barclays, pero el ingeniero no está.

-¿Dónde está?

-En su casa. Hoy no trabaja.

Barclays bajó atropelladamente al bar del hotel, se sentó en una silla esquinada y, a pesar de ser abstemio, pidió una copa de champagne.

-Viajar es un placer sobrevalorado -se dijo a sí mismo, odiando no estar en su casa.

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Por Jaime Bayly

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