No les pido nada a los dioses

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Conocí la nieve no en la ciudad en que nací, donde nunca llueve ni cae nieve, donde las siluetas y los contornos de la gente se difuminan en medio de una niebla espesa, sino en la capital del país de las libertades, del gran sueño americano, donde viví unos años, persiguiendo a una mujer de belleza hechicera y, en particular, al sueño elusivo de ser un escritor. Desde mi estudio en el segundo piso de un edificio antiguo, sin portero ni ascensor, veía caer la nieve, absorto, maravillado, y pensaba que las palabras debían caer como copos de nieve en el texto más o menos afiebrado que fabulaba, tratando de cubrir con capas de nieve los recuerdos quemantes del pasado.

Muchos años después, ya con varios libros publicados, volví a la capital del país de las oportunidades y los sueños, le alquilé a una viuda alcohólica una casa que se caía a pedazos y dicté clases de literatura en la antigua universidad de los jesuitas, donde había pasado tantas horas escondido en la biblioteca, leyendo en español, tomando apuntes para mi primera novela, pero la aventura profesoral resultó un fiasco, pues a duras penas tenía diez o doce alumnos apáticos, indolentes, y todos bostezaban y miraban sus celulares sin disimulo mientras yo hablaba, y como las clases comenzaban a las ocho de la mañana, yo decía unas cosas densas, espesas, sin haber dormido siquiera un par de horas, es decir que hablaba medio dormido mientras los alumnos escuchaban medio dormidos, y por eso cuando concluyó el semestre les puse A+ a todos, incluso a quienes no merecían esa calificación, y renuncié a la universidad con la certeza de que no había nacido para enseñar literatura ni para enseñar nada.

Si bien no pude encontrar mi destino en la capital del país de las libertades, del gran sueño americano, donde aprendí a caminar sobre la nieve fresca, recién caída, donde celebré tembloroso y asustado el nacimiento de mi hija mayor, donde mi esposa se graduó con una maestría en ciencias políticas sin advertir que la política era todo menos una ciencia, vine a hallar mi lugar en el mundo, hace exactamente tres décadas, en esta isla tranquila, sosegada, apacible, bien al sur de la nación, en la que predomina el uso del español y muy raramente se habla en inglés, a solo treinta minutos en auto del aeropuerto internacional, una isla que me pareció el paraíso y, junto con mi familia, me propuse conquistar.

Alquilé entonces un apartamento frente al mar, a pocos pasos del mar, el edificio más cercano al mar de toda la isla, una propiedad que era de un embajador destacado en la capital de la nación. Le pagaba tres mil dólares al mes y me parecía una fortuna. Las gaviotas se asomaban a la terraza del piso séptimo y les arrojábamos pedazos de pan que ellas, con notable destreza, atrapaban al vuelo, con sus picos largos, filudos, anaranjados, estallando en un concierto de graznidos que nos delataba, pues enseguida venían los guardias de seguridad a recordarnos que estaba prohibido alimentar de ese modo a las aves. Por las mañanas me encerraba a escribir en una habitación equipada para tal efecto, la puerta bien cerrada con llave, y mi esposa y nuestra hija se iban a jugar al parque de la isla, recién inaugurado. Llegaban desde el otro lado del mar noticias alentadoras de mi primera novela, recibía las transferencias bancarias por las regalías, de pronto parecía que sería por fin un escritor.

Después nos mudamos a una casa grande, nueva, recién inaugurada, cuyos dueños eran unos médicos acaudalados que la habían construido no para habitarla, sino para alquilarla. Era una casa de dos pisos, con cuatro dormitorios y una piscina. Les pagaba cinco mil dólares al mes y me parecía una fortuna, más de lo que recibía por las regalías de la novela, pero estábamos cómodos y contentos, tan contentos que, pocos años después, nació nuestra segunda hija, en un hospital en las afueras de la isla. A menudo venían mis suegros, o mi madre, o alguno de mis siete hermanos, y dormían en el cuarto de huéspedes, en el segundo piso, y me aconsejaban con énfasis que comprase la casa, pero fui un tonto, no les hice caso y no la compré: la alquilé cinco años consecutivos, y con ese dinero bien pude haberla comprado, o por lo menos pagado la mitad de lo que esa propiedad valía entonces, pero para adquirirla hubiera tenido que pedir un préstamo al banco, y nunca me ha gustado pedir plata prestada, ni siquiera si el banco me la ofrecía, como era el caso.

Tanta felicidad se rajó, se quebró y se rompió, cuando mi esposa, comprensiblemente fatigada de mis pecadillos y debilidades, decidió que yo era un lastre en su vida, un peso muerto, un estorbo, y que debía alejarse de mí, y por eso nos separamos y se fue con nuestras hijas a la ciudad del polvo y la niebla, de la cual ella y yo habíamos escapado, jurando no volver, pero mi fracaso como esposo la obligó a deshonrar su juramento y mudarse de vuelta a aquella ciudad donde la niebla espesa hacía invisible a cierta gente esmirriada. Me quedé solo en esa casa de pronto vacía, deshabitada, los cuartos de mis hijas que todavía olían a ellas, con sus muñecas y sus peluches, y fueron días de profunda tristeza, una aflicción que me dejaba mudo, una depresión de la que fui saliendo a tientas, golpeando el teclado de la computadora, escribiendo una novela sobre mi infancia. Acabada la trama, tuve que abandonar aquella casa para no morir enfermo de melancolía, durmiendo en las camas de mis hijas ausentes.

Después pasé una década viviendo a solas en casas alquiladas de la isla, casas más pequeñas, más baratas, de tres mil dólares al mes, llenas de arañas, hormigas y cucarachas a las que me negaba a matar, unas casas donde me exigía la rutina inescapable de escribir por lo menos cuatro horas cada día, incluyendo domingos y feriados, una ceremonia tensa, vibrante, a ratos enajenada, que era al mismo tiempo una redención y una sanación, pues emergía de ella con la sensación luminosa de estar cumpliendo mi destino, de no traicionarme, de atreverme a ser quien yo tenía que ser, sin dejar que la familia, el dinero, el honor y las reputaciones minasen mi determinación de ser un escritor que escribía las cosas que le salían de los cojones.

Hasta que compré esta casa hace catorce años, la casa en la que sigo escribiendo y en la que, si los dioses me conceden ese privilegio, quisiera vivir hasta el último de mis días. La compré al contado, sin endeudarme, con los ahorros de toda la vida, porque me había enamorado de una mujer bastante más joven que yo, una chica que soñaba con ser una escritora, y porque estaba por nacer nuestra hija, que en efecto nació en un hospital en las afueras de esta isla, allí donde tantos años atrás había nacido mi segunda hija. Han sido entonces catorce años tranquilos, sosegados, apacibles, como suelen ser los días en esta isla, donde nunca hay disturbios, protestas callejeras, bataholas ni revueltas, y donde se habla de política y religión en voz baja, conspirativa, casi susurrando, porque se entiende que esos suelen ser los temas que crispan a las personas y las dividen con encono. De pronto, y contra todo pronóstico, he vuelto a tener una familia en esta isla, y he sido feliz como esposo y padre de familia, y mi esposa todavía no se ha fatigado de mí, no se ha hartado, no se ha rendido, no me ha pedido que me vaya de la casa ni me ha comunicado, qué miedo, que desea volver con nuestra hija a la ciudad del polvo y la niebla. La vida, entonces, me ha concedido esa revancha, ese premio tardío, la certeza de que lo que fracasó una vez no tiene que fracasar dos veces.

No venderé esta casa, aunque me ofrezcan el doble o el triple de lo que le pagué por ella a una próspera agente inmobiliaria que era la dueña. Seguiré escribiendo en esta mesa, rodeado de las fotos de mis hijas, reunido con las voces y los espíritus del pasado que a menudo hablan en mi cabeza. Aquí he sido feliz, aquí me quedo, aquí he de morir. No les pido a los dioses nada más de lo que ya tengo ahora.

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Por Jaime Bayly

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