Hace veinte años, de paso por Santiago de Chile, acudí a los cines de Alto Las Condes, en función de matiné, a ver la película “El aviador” el día mismo de su estreno, una cinta dirigida por Martin Scorsese, que recrea la vida del magnate, playboy, aviador y productor de cine Howard Hughes, interpretado por Leonardo di Caprio. Esperando en fila a que abriera la boletería a eso de las tres de la tarde, advertí, sorprendido, que un empresario chileno ya entonces legendario, Sebastián Piñera, uno de los hombres más ricos de su país, aguardaba con cierta impaciencia, sin custodios ni acompañantes, como un ciudadano más, como un cinéfilo más, a que nos dejaran pasar a la sala para ver la película. Reconocí de inmediato a Piñera, sus gestos crispados, su mirada penetrante, su estatura napoleónica, pero no quise acercarme a saludarlo. Celebré que ambos perteneciésemos a la cofradía nunca bien ponderada de los hombres que vamos solos al cine en función de matiné. Unos pasos delante de mí, Piñera entró en la sala y yo, como de costumbre, me acomodé en la última fila, sin palomitas de maíz, sin bebidas gaseosas.

Yo viajaba con frecuencia a Santiago de Chile porque mis libros habían sido acogidos con exagerada benevolencia por los lectores y por la crítica, porque las televisoras locales me invitaban cada tanto para que hiciera apariciones muy bien remuneradas, porque tenía un puñado de buenos amigos chilenos, pero, principalmente, porque me encontraba con dos amantes chilenas, una artista de astucia gatuna y una escritora de origen palestino levemente rolliza, a quienes amaba clandestinamente en mi suite de la torre del hotel Sheraton, donde siempre me alojaba. Como lector compulsivo de la prensa chilena, yo sabía quién era Sebastián Piñera: hermano de José Piñera, quien fue ministro de Pinochet y diseñó el fondo de jubilaciones privadas; ingeniero de la Católica y economista de Harvard; adversario de Pinochet y partidario del NO contra el dictador, mientras su hermano José defendía el SÍ; banquero de inversión; divulgador de tarjetas de crédito; accionista de la principal aerolínea chilena; en buena cuenta, un formidable hombre de negocios, uno de los diez hombres más ricos de su país. Lo que yo no sabía entonces, al entrar en los cines de Alto Las Condes, es que Sebastián Piñera ya era, o soñaba ser, un aviador.

“El aviador” es una gran película, aunque no la mejor de Scorsese. A temprana edad, Howard Hughes ya es millonario. Tres pasiones gobiernan o zarandean su vida: las mujeres, el cine y los aviones. Como Piñera, Hughes es un soñador, un visionario, un hombre al que el mundo le cabe en la cabeza, un hombre que tiene la energía y el poderío para cambiar al mundo. Como Piñera, Hughes sueña con volar. Diseña aeronaves de alto riesgo, aprende a pilotearlas y, jugándose la vida, se aventura a volarlas. Como Piñera, Hughes está dispuesto a jugarse la vida por un sueño que mejore al mundo. Su audacia, su arrojo, su intrepidez están a punto de costarle la vida. En una ocasión, piloteando una aeronave anfibia, se estrella contra las aguas de un lago al este de Las Vegas, el lago Mead, precisamente un lago, y salva la vida de milagro, muriendo dos de sus pasajeros. En otra ocasión, aterriza de emergencia en Beverly Hills y sale bastante maltrecho del percance. Como Piñera, Hughes no le tiene miedo a nada: es una fuerza de la naturaleza, un titán, un huracán, un loco genial que necesita penetrar en las nubes, conquistarlas, hacerlas suyas, y ver al mundo desde allá arriba. A diferencia de Piñera, Hughes no muere en un accidente de aviación, pero a punto estuvo de morir en sus aterrizajes de emergencia. A diferencia de Piñera, Hughes envejece mal, desarrolla una fobia a los gérmenes, se hace adicto a los opioides, se ensimisma, se aísla del mundo, enloquece. Piñera usa su inteligencia y su carácter para servir a su familia y su nación. Hughes usa su inteligencia para autodestruirse. Piñera muere como un héroe, Hughes muere como un demente.

Ahora me pregunto, veinte años después, si Piñera, viendo aquella película, decidió ser un aviador, tomar clases durante un año para aprender a pilotear un helicóptero y comprar un helicóptero para su uso personal, o si antes de ver “El aviador” ya soñaba con conquistar los cielos al mando de un helicóptero liviano, para cinco pasajeros, que podía recorrer unos cuatrocientos kilómetros a una velocidad máxima de ciento ochenta kilómetros por hora. Ahora me pregunto si, al ver las hazañas aéreas de Hughes, sus arriesgadas peripecias, Piñera quiso ser como él, o si corrió al cine esa tarde, un día de semana, para ver la película de Scorsese, porque él, que ya era accionista de una aerolínea y viajero harto frecuente, era un aviador orgánico, en estado puro, un aviador en sus sueños, en su imaginación, en sus fiebres mejores, un aviador que todavía no sabía guiar un helicóptero pero que había nacido para ser un aviador, alguien cuyo destino era ser un aviador, y Sebastián Piñera no era un hombre que escapaba a sus citas con el destino.

Cuando mi esposa me dijo ha muerto Piñera, su helicóptero cayó en un lago, recordé aquella película que vimos juntos, sin conocernos, sin saludarnos, como integrantes de la cofradía nunca bien ponderada de los hombres que vamos solos al cine en función de matiné, y pensé que Piñera había muerto en su ley, con las botas puestas, haciendo lo que más le gustaba: elevarse por encima de nosotros, los mediocres, los pusilánimes, los asustadizos, y surcar los cielos como una flecha luminosa, como una estrella incandescente, como un arcoíris zigzagueante, hasta hundirse en el noble pecho de los dioses que ahora lo han acogido y a buen seguro lo recompensarán por todos los actos de bondad que dejó sembrados acá abajo, en la tierra.

Fiel a su carácter, el aviador ha muerto volando. Ahora vuela más alto.

 

 

 

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