El tiempo no transcurre a la misma velocidad en todos los aviones. En los aviones cuyos asientos no se reclinan, el tiempo pasa más lentamente. En los aviones sin pantallas para ver películas, el tiempo avanza con viciosa morosidad. El avión que lleva al escritor itinerante Barclays a San José, Costa Rica, es un modelo antiguo, reñido con las comodidades de las aeronaves modernas. Los asientos no se reclinan, no hay pantallas para ver películas, el vuelo de tres horas parecerá entonces de seis.

Por suerte el escritor itinerante lleva consigo varios libros sobre el extinto dictador venezolano Chávez. Quiere escribir una novela inspirada en dicho espadón. Lee con apetito depredador y subraya la información relevante. Barclays entrevistó a Chávez en su programa de televisión, cuando el militar golpista era candidato presidencial a las puertas de encaramarse en el poder. Chávez le dijo entonces que no era comunista ni sería un dictador, que creía en la libertad de prensa y la propiedad privada. Millones le creyeron el embuste.

En el aeropuerto de San José, limpio y ordenado como un aeropuerto europeo, todo el mundo reconoce a Barclays porque su programa se emite en un canal abierto de ese país. Lo saludan los agentes de migraciones, los inspectores de aduanas, los maleteros, los choferes de taxi, los viajeros. No lo ven como un escritor, sino como un hombre de la televisión. Barclays lleva muchos años saliendo en los canales de aire de ese país. En rigor, no le pagan: él regala sus programas, lo que facilita enormemente su difusión. Sensible a los efluvios de la vanidad, el escritor saluda a sus seguidores, al tiempo que busca al chofer que debería estar esperándolo con un cartel que lleve su nombre, Mr. Barclays. Pero el chofer no está, no aparece, y el escritor se impacienta, mientras otros conductores, todos muy amables, ofrecen sus servicios. Quince minutos después, aparece por fin el chofer. Barclays reprime las riñas y guarda silencio.

El hotel está a solo diez minutos del aeropuerto. Es una hacienda de arquitectura colonial erigida sobre una vasta plantación de café. Es un hotel y también una finca cafetera. Se respira un aire puro. De nuevo, el tiempo transcurre despacio. Nadie lleva prisa. A pesar de que ha comido algo durante el vuelo, el escritor baja al restaurante y queda sorprendido por la excelencia de la comida y el servicio.

Fatigado por el viaje, Barclays toma sus pastillas para regular la bipolaridad, se ensucia el espíritu leyendo las intrigas sobre el finado dictador venezolano, busca el descanso de los justos y se hunde por fin en un sueño mórbido, no exento de imágenes placenteras, en la amplia cama recubierta de tules transparentes. No es presidente de nada ni desea serlo, pero, como es una celebridad o se comporta como tal, le han dado la suite presidencial. Antes de dormirse, piensa: Es mejor ocupar la suite presidencial, pero no ser presidente de ninguna república, ninguna concentración humana, ninguna secta o cofradía.

En otros tiempos, hace veinticinco años, joven todavía, delgado todavía (puede enseñar fotos que no lo desmienten), el escritor Barclays viajaba con frecuencia a San José, Costa Rica, por razones sentimentales: su esposa Casandra tenía en esa noble ciudad a su abuela materna, Joann McKee; a una tía, Michelle Guislain; a un tío, Paul Guislain; y a varios primos Cisneros Guislain, y era sobre todo muy cercana a su abuela Joann, a quien llamaba MamaAnn. El escritor y su esposa Casandra amaban a MamaAnn, que era una gringa en toda la línea, Marcia Joann McKee, oriunda de Michigan, Estados Unidos. Viajaron con ella a las playas de Costa Rica, a sus montañas, a sus volcanes. Amante de las cartas y los juegos de mesa, mujer de buen corazón y risa fácil, Joann McKee hizo que Barclays quisiera todavía más a ese país de gente amable con el forastero.

Después de desayunar seis jugos de papaya y dos cafés en la suite presidencial que le queda inmensa, el escritor itinerante se afeita, se ducha, se viste de novelista nimbado por la gloria, o sea se disfraza, y baja a la recepción. Se siente feliz, plenamente feliz, porque ha dormido muchas horas y está en una tierra fértil a la felicidad y la libertad: Costa Rica es la democracia más longeva de América Latina, no hay un golpe de Estado ni una dictadura militar desde fines de los cuarenta del siglo pasado, es decir hace casi ochenta años, y sus habitantes no sueñan con marcharse a otras tierras, señal de que se sienten libres y pueden prosperar si se afanan. Bien dormido y con una flota de papayas navegando en su prominente estómago, Barclays visita la feria del libro y se somete a una seguidilla de entrevistas, una tras otra, cada una de media hora, ocho en total, mientras sus lectores esperan a que concluida dicha agenda de prensa se aboque a firmar ejemplares de sus libros. Barclays lleva treinta años como escritor y cuarenta como hombre de televisión, así que está habituado a los rigores de las entrevistas y las firmas y las fotos y los saludos en video y los besos y los abrazos y las promesas de nos vemos luego.

Pero no habrá nos vemos luego. De regreso en el hotel, se cambia de ropa, se pone cómodo y baja al restaurante a comer, de nuevo, el lomito con cebolla caramelizada, una delicia. Cuando viaja, Barclays no llama por teléfono a nadie. Cuando no viaja, tampoco usa el teléfono. Al final del día, solo le escribe un breve correo electrónico a su esposa. Detesta hablar por teléfono. Aprecia el silencio de ese hotel sentado en aquella hacienda de café.

El domingo será un día largo y agitado. De nuevo el escritor se irriga el vientre de papayas con limón y entona el espíritu con el café que se siembra y cultiva en ese hotel. Lo esperan más entrevistas, una conferencia de una hora, las inevitables preguntas del público y la firma de ejemplares, que, como era de suponer, durará varias horas, pues mucha gente acude a la feria del libro a ver al escritor de visita. Algunos escritores locales se han enojado porque Barclays ha sido invitado a la feria. No saben que Barclays se ha pagado el avión, el hotel, el lomito con cebolla caramelizada, todo, absolutamente todo. Creen que Barclays no es un escritor, sino un figurón mediático. Creen por tanto que Barclays es un intruso o un impostor. Barclays no pierde el tiempo defendiéndose, diciendo que tiene veinte libros publicados en España y América. Es mejor evitar las polémicas, los agravios, los entredichos. No hay nada más conveniente que una mala reputación.

Termina el domingo siendo un día largo, larguísimo, porque Barclays llega al hotel a las ocho de la noche hora local y recién debe salir al aeropuerto a las tres de la mañana hora local. Tiene, por consiguiente, siete horas a solas, en la suite del hotel. ¿Debe tomar sus pastillas y tratar de dormir? No, es muy temprano, si toma sus pastillas no podrá dormir, Barclays duerme usualmente hacia las dos de la mañana. Por eso piensa: mejor salgo a las tres de la mañana sin tomar mis pastillas y las tomo a las seis de la mañana, ya sentado en el avión, cuando estemos por despegar. ¿Qué hace entonces el escritor itinerante Barclays en la suite presidencial de un hotel de San José entre las ocho de la noche y las tres de la mañana? Las opciones de entretenimiento son pocas. Una opción es ver los goles de la liga española, de la liga inglesa, de la liga italiana, pero eso, que le procura placer a no dudarlo, lo hace en media hora o poco más. Otra opción es ver pornografía, pero prefiere no hacerlo porque luego se queda triste, vacío, sucio, culposo: cuando era reportero de un periódico conservador en Lima le gustaba deslizarse furtivamente a las funciones de trasnoche en los cines del centro para ver pornografía, pero ahora ya no le tienta ver cuerpos desnudos, desalmados, friccionándose vulgarmente por unas cuantas monedas. La última y mejor opción es entonces leer: le han regalado tantos libros en la feria, lo mismo el sábado como el domingo, que no le van a caber en el maletín de mano, así que Barclays se echa en un sillón de la sala y somete a lectura rápida a los libros variopintos que le han regalado, y cuando encuentra algo de valor, arranca la página y la mete en su maletín. Lee ficciones, crónicas de viaje, poesía, libros de fotos a escritores de Costa Rica, manuscritos inéditos. Luego, sin culpa, o sin tanta culpa, deja todos esos libros en la suite, antes de hacer maletas y salir al aeropuerto. En otros tiempos, Barclays escondía bajo la cama del hotel los libros que no podía llevar consigo en el avión, pues no le cabían en el equipaje ligero. Ahora al menos los ha leído en diagonal.

A las seis en punto de la mañana, sentado ya en el asiento que no se reclina, Barclays toma sus tres pastillas, se cubre el rostro con una chalina de seda oscura y espera a quedarse dormido. Sabe que el vuelo durará tres horas, pero, como el asiento no se reclina, las horas pasarán lentamente, perturbándole el sueño, agraviándole la comodidad. Es el peor momento del viaje, sin duda: el escritor está extenuado, sedado por las pastillas y sin embargo no puede dormir. Porque el tiempo no transcurre a la misma velocidad en todos los aviones. En ese avión, las tres horas de vuelo acabarán pareciendo seis.

7 pensamientos acerca de “Los efluvios de la vanidad

  1. Xiomara

    Siempre es un gusto leer tus columnas Jaime las leo desde que tengo 14 , actualmente 17 , poder leerte por este medio y escucharte en tu canal de YouTube sin duda son una de las cosas que más disfruto

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  2. jose

    Jaime Bayly – ¿Vale la pena ir a misa?

    Yo fui bautizado en la religión católica, no me confirmé porque me pareció
    un acto saludable de rebeldía -del que, perdónenme la terquedad, no me
    arrepiento-, dejé de ir a misa y rezar cuando cumplí los 18 años, y
    durante mucho tiempo -más de 15 años- me mantuve alejado de la iglesia
    católica y, por supuesto, de todas las iglesias. Me aparté de las
    prácticas y rituales religiosos en los que fui celosamente educado por una
    sencilla razón: porque pensé y sentí que las enseñanzas de la iglesia en
    algunos de los temas que más conflictos me planteaban -por ejemplo, la
    sexualidad- estaban divorciadas de la realidad y la sensatez. Le di la
    espalda a Dios porque creí honestamente que su iglesia defendía unas ideas
    que me condenaban a la infelicidad.
    Esto que me pasó a mí no es nada atípico. Muchos jóvenes rompen con la
    iglesia católica porque no encuentran en ella, en su prédica y su
    liturgia, las respuestas a sus problemas, y porque perciben sinceramente
    que las cosas que la iglesia dice están fuera de la realidad.
    Hace más o menos un año, no sé bien por qué, volví a rezar. Trato de rezar
    en las mañanas y en las noches, y también, todo hay que decirlo, cuando me
    subo a un avión y recuerdo la fragilidad de la existencia humana. Quizás
    sentí la necesidad de hablarle a Dios, a la idea de un creador supremo, de
    un padre infinitamente bondadoso, sólo porque quería darle gracias por
    tantas cosas maravillosas que me han sido dadas -mis hijas, la familia, el
    amor, la salud- y porque quería contarle, a mi humilde manera, los asuntos
    que me inquietaban y para los que no hallaba una respuesta satisfactoria.
    Descubrí entonces que rezar me hacía bien, me devolvía una cierta paz
    interior, y que ese ejercicio de meditación bien podía llevarlo a cabo sin
    tener que ir a la iglesia a participar de un rito colectivo. Desde
    entonces he seguido rezando, y así está bien para mí.
    Tengo la idea mediocre de que rezar debería ser, ante todo, un acto de
    humildad y gratitud; que la idea de rezar no es plantear un pliego extenso
    de pedidos y favores -que me suban el sueldo, que me quiera esa chica, que
    gane mi equipo de fútbol- sino más bien dar gracias a la vida, a la
    naturaleza, a la idea de una justicia superior; y que es bueno rezar
    cuando te va bien, porque seguramente rezarás cuando te vaya mal -y en
    algún momento, no lo dudes, te verás ante el dolor, la pérdida, el
    sufrimiento o la enfermedad.
    Pero no me bastó con rezar en la apacible soledad de mi cama. Decidí
    también ir a misa. Volví a misa después de muchos años. Fue un momento no
    exento de emoción. Me animé a ir a misa no porque estuviese de acuerdo con
    todas las ideas que la iglesia católica postula y defiende en materia de
    moral personal, pues sigo pensando respetuosamente que muchas de ellas son
    equivocadas, sino porque sentí que era también una manera de decirle
    gracias a Dios por tantas cosas buenas con las que me ha bendecido y, así,
    darle un pequeñísimo testimonio de mi amor.
    No voy a misa todos los domingos, y me apena decir esto. Trato de ir todas
    las semanas, pero en ocasiones estoy de viaje y se me hace difícil, y
    otras veces, lo confieso, me derrotan la pereza y la frivolidad,
    tentaciones a las que sé dejarme caer con facilidad. Pero podría decir sin
    mentir que voy a misa casi todos los domingos.
    Sin embargo, nunca me provoca ir a misa. Porque creo -que nadie se ofenda,
    por favor- que la misa de la iglesia católica es una ceremonia
    profundamente aburrida. Uno va a obedecer un ritual estricto: debes
    repetir unas oraciones antiguas que a menudo ni siquiera entiendes bien,
    debes oir al sacerdote decir cosas no siempre muy iluminadas, debes
    repetir con sumisión unos cánticos y unas posturas, debes en suma ser uno
    más del rebaño y hacer exactamente lo que te digan. No hay la menor
    posibilidad de que te expreses libremente, de que digas algo tuyo,
    personal, íntimo, verdadero, de que alguien se salga por un momento del
    libreto y le dé a la ceremonia un momento de realismo, de verdad. Todo es
    demasiado lento, demasiado igual, demasiado repetido y vacío. Basta con
    dar una mirada rápida para advertirlo: no soy yo el único que se aburre en
    la misa, muchas otras personas están ahí sólo para cumplir, pero sus
    miradas distraídas y la morosidad de sus gestos suelen delatar que no
    están plenamente allí, que se están aburriendo con la digna convicción de
    que ése es un mal necesario, de que la misa es una obligación aburrida
    que, bueno pues, hay que cumplir para que cuando mueras te vayas al cielo.
    Y yo creo que es un error ir a misa por miedo. No se trata de ir a misa
    por temor a las represalias de un Dios intransigente y furioso que nos
    castigará por no cumplir sus estrictas ordenanzas. Se trata de ir por
    amor, porque tenemos ganas de ir, porque vamos a aprender algo valioso
    allí, porque vamos a salir sintiéndonos mejores.
    Por eso creo que la misa debería cambiar. ¿Quién soy yo para decirlo?
    Nadie. Apenas un tontuelo despistado que está de paso por aquí como todos
    los demás. Pero lo digo con cariño y respeto: si la misa es aburrida y los
    jóvenes no van y la gente sólo repite sumisamente lo que le dicen y poco o
    nada de aprende, ¿por qué no hacerla más libre, más moderna, más conectada
    con los problemas y desafíos de estos tiempos?
    A mí me gustaría ir a una misa donde no sólo hable el sacerdote. ¿Por qué
    no puede hablar también la gente, los creyentes? ¿Por qué, en lugar de
    escuchar todos calladitos al padre, no podemos hablar también nosotros? Me
    gustaría que la misa sea una creación libre y personal, que cada uno
    aporte a ella sus inquietudes más sinceras, y que las oraciones sean no
    una repetición mecánica de credos y padrenuestros que decimos ya de
    paporreta, sin siquiera pensar en ellos -igual como cantamos el himno
    nacional: com zombies casi- sino una expresión de nuestros pensamientos
    íntimos y verdaderos. Imagínense por un momento esto: que el sacerdote le
    pida a la gente que le cuente sus problemas, y que el micrófono circule, y
    que las personas se pongan de pie y cuenten libremente sus agobios, sus
    pesares, sus dudas y conflictos, y que el padre puede decirles lo que la
    iglesia les aconseja, y que entonces, en esa asamblea de la vez donde
    todos tienen voz y voto -todos: también las mujeres, los gays y
    bisexuales, los que se divorciaron, las que abortaron, los que hacen el
    amor antes de casarse: todos, porque ¿acaso Dios no es todo perdón y
    bondad, acaso Dios no es la sabiduría infinita que entiende bien de
    nuestra miserable condición humana?-, y donde, al final de ese diálogo
    fecundo, uno pueda encontrar respuestas a las preguntas más quemantes y
    perturbadoras que la vida misma nos plantea. A mí me gustaría ir a misa
    para decir las cosas que tenemos en la mente y en el corazón, y no para
    decir cosas de paporreta. A mí me gustaría ir a misa para que hablemos
    todos, y no para que hable el cura mientras los demás pensamos: ojalá se
    acabe rapidito el sermón. A mí me gustaría ir a misa para aprender y no
    para sentir que la iglesia está anclada en otro siglo defendiendo unas
    posturas y unos valores que no siempre contribuyen a la felicidad humana y
    a la excelencia personal. A mí me gustaría ir a misa con la misma ilusión
    con la que voy al cine, y salir hablando de ella como sale uno hablando de
    una buena película.
    Mientras todo siga igual -y mucho me temo que así habrá de ocurrir-,
    seguiré tratando de ir a misa todos los domingos para decirle gracias a
    Dios por todas las cosas buenas que me ha dado.
    Que Dios los bendiga (y me perdone).

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