El vuelo directo a Barcelona dura ocho largas horas. Desde Miami, se llega más rápido a Barcelona que a Buenos Aires. Silvia y yo nos acomodamos en primera, cortesía de nuestra agente de viajes, que nos elevó de clase ejecutiva, a costo cero.

Mi mujer me prohíbe tomar pastillas durante el vuelo. Desde que me diagnosticaron que soy bipolar y me suprimieron las pastillas para dormir, salvo una, Seroquel, ella se ha convertido en mi aduana y me requisa todas las drogas que no llevo prescritas.

No pudiendo dormir, y habiendo visto todas las películas que ofrece el magro menú de entretenimiento, y no pudiendo repetir tres veces la cena, no me queda más remedio que escribir un capítulo más de la novela que empecé a fabular, riéndome bastante, el primer día de este año, la extraña y tal vez hilarante peripecia de un hombre que ve cómo se va deshaciendo su vida, todo lo bueno que hay en su vida, por culpa de un beso, un solo beso.

Llegando a Barcelona, me convierto de pronto, poseído por una fiebre inesperada, en independentista catalán: nadie nos pide llenar una cartilla odiosa diciendo quiénes somos y a qué nos dedicamos y por qué llegamos de visita; la autoridad de migraciones no nos hace una sola pregunta y nos sella los pasaportes azules en cosa de quince segundos, tan distinto al recibimiento generalmente hosco y tumultuoso de esa pesadilla de aeropuerto que es Barajas; y tampoco los agentes de aduanas nos piden declaraciones juradas, formularios, confesiones burocráticas, ni nos abren las maletas, ni las someten al menor escrutinio: qué agrado llegar a Cataluña y sentirse tan bienvenido: si así nos van a recibir siempre, pues que viva la independencia y a votar por el sí en el referéndum que se avecina.

Llevamos cuatro maletas grandes porque, desde que me enamoré de Silvia, hace ya siete años, y mi madre Dorita nos legó con desmesurada generosidad un portafolio de la minera familiar, mi mujer me compra una ropa espléndida, de señorito, o de señora ama de casa, y me obliga a cambiarme de ropa, y hasta de ropa interior, todos los días, aunque me deja dormir con medias y zapatos, pues sabe que en ese punto no condesciendo, no negocio, y cuando viajamos a ciudades más frías que Miami, es decir al resto del mundo, me hace vestir calzoncillos largos, negros, muy adheridos a la piel, como de esquiar, que refinan mucho la calidad de mi sueño. Yo no sé las claves de las maletas ni la contraseña de las tarjetas de crédito ni tan siquiera la cifra secreta que elegí hace quince años para abrir un correo electrónico que todavía uso, pagando, si seré bobo: ella controla toda esa información confidencial y tiene, por consiguiente, todo el poder, un poder del que he abdicado gustosamente, habida cuenta de mi salud diezmada y mi muy menoscabada memoria.

El hotel en Barcelona es el de siempre, el Claris, donde me miman y consienten mucho más que en el Mandarin, o Casa Fuster. La suite exhibe piezas de arte egipcio y yo me siento muy a gusto porque me considero una voluminosa pieza de arte erótico del antiguo Perú. Dormimos apenas cuatro horas, correctamente medicados, comemos algo rápido en el Emma, cuya carta encuentro exquisita, y vamos al Camp Nou a ver al Barza de noche. Para mi sorpresa, no pocos espectadores cerca de nosotros, que han pagado centenares de euros por ocupar aquellos asientos bien ubicados, prefieren, en lugar de mirar el espectáculo, ensimismarse en las pantallas de sus celulares, y escribir cosas urgentes, atropelladas, con seguridad baladíes, sin prestar atención al juego, que resulta adverso al Barza, una pena. Yo me hice hincha del Barza en los setentas, cuando era niño, en Lima, porque un mítico jugador peruano, el Cholo Sotil, jugaba en el club culé al lado de Cruyff y Neeskens. Ahora admiro a Piqué, por la elegancia de su juego y porque consiguió lo que yo no pude: conquistar a Shakira, bella mariposa inmortal.

Mi agenda en Barcelona es sumamente recargada: comienza sobre las dos de la tarde hora local, y consiste en caminar toda la tarde, sin rumbo fijo, siguiendo a mi mujer, y sentándome a tomar cafés y jugos de naranja cada vez que ella elige entrar en una tienda de ropa. Mientras ella compra sagazmente, yo miro a la gente pasar, hojeo la prensa del día, tomo apuntes para mi novela y me atizo el ánimo con expressos y shots de naranja exprimida. Por la noche doy entrevistas, pero solo en el hotel, en un salón reservado, y hablando en voz bajita, morosamente, para simular que soy inteligente. Cuando me piden sesiones de fotos, digo que no puedo, que me disculpen, y cuando me preguntan por qué no puedo, digo lo que me dijo Sábato cuando lo entrevisté en su casa de Santos Lugares: porque mañana voy a morirme y no quiero llegar tarde a la cita.

En Madrid nos alojamos en el Wellington porque la última vez, en un hotelito coqueto en la plaza de Santa Ana, había tanto ruido que no pudimos dormir y terminamos bailando en la azotea con una pandilla de alemanes borrachos que querían todos acostarse con mi mujer, fluida en alemán y con una cabeza bávara para tomar cerveza sin perder el tipo. El Wellington está muy bien porque tiene un aire señorial, antiguo, anterior al internet, con botones y camareros anteriores a la guerra civil, y porque si te descuidas te encuentras con un torero en el ascensor, o con el señorito presidente mexicano, o con un montón de venezolanos mafiosos haciendo negocios extraños en el club del piso siete, que, cuando me ven, huyen despavoridos por temor a mi verbo flamígero, incendiario. Además, el hotel ofrece libros gratuitos en el bar, y tan apremiado estoy de lectores que dejo tres o cuatro copias de mi última novela para que se solacen, si acaso, los huéspedes que ya pronto, en mayo, llegarán de América para la feria de San Isidro: a mí no me gustan los toros, pero, como a mi mujer, me pierden los toreros, y más si son peruanos, y amigos de ella.

Mi agenda en Madrid es supremamente agobiante: desayunar en el club pasada la una de la tarde, dar entrevistas tratando de defender lo indefendible (que urge comprar mi novela), ir a las televisiones para perseverar en mi ya larga carrera de novelista hablantín, y luego correr al Bernabéu a ver ganar al Madrid. Como siempre, lo más divertido, pintoresco y chiflado ocurre en el estadio: las viejas locas que cantan tonadillas merengues; el sujeto atrabiliario que insulta ferozmente al árbitro y le exige que vuelva a su pueblo: “vete a tu pueblito de mierda, ladrón”; las tres chicas guapas que comen unos emparedados gigantescos y malician eróticamente al atleta portugués; el energúmeno que insulta a los africanos del equipo rival y les dice que se ofrezcan como vendedores del Corte Inglés: toda esa gente loca, risible, pueblerina, afiebrada, parece salida de una de las primeras películas de Almodóvar, y por eso me lo paso tan bien, no tanto por el fútbol sino por esa gente absurda que la fiesta del fútbol convoca.

Al final de la noche, terminamos en la callecita sin salida de Jorge Juan, en el noble barrio de Salamanca, y luego en un club de gente tan joven y guapa, tan alcoholizada y drogada, que me siento un hombrecillo decrépito, provecto, rumiando rencorosamente que en mis tiempos, cuando era un muchacho politizado, éramos menos imbéciles que los jóvenes de ahora, pero eso, por supuesto, no es verdad, éramos mucho más tontos, solo que no nos dábamos cuenta, y queríamos cambiar el mundo, mientras los jóvenes de ahora lo que quieren es cambiar de novia, de novio, de auto, de celular.

Cuántos ejemplares venderá la novela en España y América, no lo sé. Cuántas personas la comprarán en papel o formato digital, tampoco lo sé. Cuántas personas de mi familia se negarán a leerla, no lo sé pero sospecho que todas, salvo mis suegros, tan queridos. Cuántas copias venderemos gracias al viaje promocional, no tengo la más pálida, remota idea. Cuántos libros firmaremos el sábado, en la bellísima fiesta de Sant Jordi, no lo puedo adivinar. Pero mucho me temo que este viaje, diseñado para azuzar la curiosidad de los lectores y disparar las ventas, servirá tan solo, y no es poco, para renovar el profundo aprecio y gratitud que siento por esta tierra, el reino de España, que, cuando nadie daba una peseta por mí, veintidós años atrás, en abril del 94, publicó mi primera novela y me hizo un escritor. Es una deuda impagable la que tengo y por eso regreso con el entusiasmo de la primera vez.

12 pensamientos acerca de “Una deuda impagable

  1. Karim

    Te admiro mucho Jaimin. Perdóname la confianza, pero me causa mucha gracia cuando tú mismo te mencionas de esa manera.
    Tengo 29 años y te he visto desde los 90 cuando era aún muy niña, me las ingeniaba para verte por canal 5.
    Admiro tu manera tan hilarante, sarcástica y graciosa que cuentas tus vivencias con Silvia, tus hijas, tú madre y todo lo que se te ocurra.
    Muchos éxitos y espero poder verte cuando vengas aquí a este hermoso país, Perú.

    Responder
  2. Julia Pimentel

    Jaime, cada columna tuya la vivo! Para mi eres el mejor periodista y escritor, te he seguido ya tanto tiempo que el conocerte para mi se ha convertido en una de las cosas que: «debo hacer antes de morir» suena obsesivo pero no lo es, un fuerte abrazo desde Florencia.

    Responder
  3. Carmen Garcés Purizaga

    Llevo muchos años siguiéndole. Ahora leo cada artículo que públicas. Soy peruana, viví en España y ahora en Uk. Tengo casi todas tus novelas y ahora estoy esperando leer la última, que imagino me sorprenderá como todas las anteriores.

    Responder
  4. Maggie

    Cada columna tuya es mejor que la otra, cuándo salga tu novela espero tener el dinero para comprarlo y disfrutarlo como los otros, pero ante todo espero que vengas a Perú! Que buena falta nos hace tenerte acá jaimito querido . muchos abrazos Jaimito y nos vemos.en la farmacia porque yo también tomo algunas 😉

    Responder
  5. Jesús Alzamora

    Eres un gran escritor y me pareciste muy buena onda.
    Hace como 10 años fui a tu programa «El Francotirador» en canal 2 y al finalizar tu programa te dejé 2 cuentos en hojas bond. Quería ser escritor y quería trabajar en tele para escapar del derecho.

    Regresé al siguiente domingo y me los comentaste muy gentilmente, con detalles puntuales que comfirmaban que lo habías leído.
    Estoy muy agradecido por ese gesto.

    Ahora he publicado ya 3 libros con Planeta y trabajo en canal 2 como conductor de tele, en el mismo set que hacías «El Francotirador».
    Buena historia, ¿no?
    Gracias nuevamente. Un abrazo.

    Responder

comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *